-Ah, por favor, señora, ¿podría hablar un momento con usted?
Podría pensarse que esta petición era un absurdo, puesto que Edna, la doncellita de la señorita Marple, estaba hablando con su ama en aquellos momentos.
Sin embargo, reconociendo la expresión, la solterona repuso con presteza:
-Desde luego, Edna, entra y cierra la puerta. ¿Qué te ocurre?
Tras cerrar la puerta obedientemente, Edna avanzó unos pasos retorciendo la punta de su delantal entre sus dedos y tragó saliva un par de veces.
-¿Y bien, Edna? -la animó la señorita Marple.
-Oh, señora, se trata de mi prima Gladdie.
-¡Cielos! -repuso la señorita Marple, pensando lo peor, que siempre suele resultar lo acertado-. No... ¿no estará en un apuro?
Edna se apresuró a tranquilizarla.
-Oh, no, señora, nada de eso. Gladdie no es de esa clase de chicas. Es por otra cosa por lo que está preocupada. Ha perdido su empleo.
-Lo siento. Estaba en Old Hall, ¿verdad?, con la señorita... o señoritas... Skinner.
-Sí, señora. Y Gladdie está muy disgustada... vaya si lo está.
-Gladdie ha cambiado muy a menudo de empleo desde hace algún tiempo, ¿no es así?
-¡Oh, sí, señora! Siempre está cambiando. Gladdie es así. Nunca parece estar instalada definitivamente, no sé si me comprende usted. Pero siempre había sido ella la que quiso marcharse.
-¿Y esta vez ha sido al contrario? -preguntó la señorita Marple con sequedad.
-Sí, señora. Y eso ha disgustado terriblemente a Gladdie.
La señorita Marple pareció algo sorprendida. La impresión que tenía de Gladdie, que alguna vez viera tomando el té en la cocina en sus «días libres», era la de una joven robusta y alegre, de temperamento despreocupado.
Edna proseguía:
-¿Sabe usted, señorita? Ocurrió por lo que insinuó la señorita Skinner.
-¿Qué es lo que insinuó la señorita Skinner? -preguntó la señorita Marple con paciencia.
Esta vez Edna la puso al corriente de todas las noticias.
-¡Oh, señora! Fue un golpe terrible para Gladdie. Desapareció uno de los broches de la señorita Emilia y, claro, a nadie le gusta que ocurra una cosa semejante; es muy desagradable, señora. Y Gladdie les ayudó a buscar por todas partes y la señorita Lavinia dijo que iba a llamar a la policía y entonces apareció caído en la parte de atrás de un cajón del tocador, y Gladdie se alegró mucho.
»Y al día siguiente, cuando Gladdie rompió un plato, la señorita Lavinia le dijo que estaba despedida y que le pagaría el sueldo de un mes. Y lo que Gladdie siente es que no pudo ser por haber roto el plato, sino que la señorita Lavinia lo tomó como pretexto para despedirla, cuando el verdadero motivo fue la desaparición del broche, ya que debió pensar que lo había devuelto al oír que iban a llamar a la policía, y eso no es posible, pues Gladdie nunca haría una cosa así. Y ahora circulará la noticia y eso es algo muy serio para una chica, como ya sabe la señora.
La señorita Marple asintió. A pesar de no sentir ninguna simpatía especial por la robusta Gladdie, estaba completamente segura de la honradez de la muchacha y de lo mucho que debía haberla trastornado aquel suceso.
-Señora -siguió Edna-, ¿no podría hacer algo por ella? Gladdie está en un momento difícil.
-Dígale que no sea tonta -repuso la señorita Marple-. Si ella no cogió el broche... de lo cual estoy segura.., no tiene motivos para inquietarse.
-Pero se sabrá por ahí -repuso Edna con desmayo.
-Yo... er..., arreglaré eso esta tarde -dijo la señorita Marple-. Iré a hablar con las señoritas Skinner.
-¡Oh, gracias, señora!
Old Hall era una antigua mansión victoriana rodeada de bosques y parques. Puesto que había resultado inalquilable e invendible, un especulador la había dividido en cuatro pisos instalando un sistema central de agua caliente, y el derecho a utilizar «los terrenos» debía repartirse entre los inquilinos. El experimento resultó un éxito. Una anciana rica y excéntrica ocupó uno de los pisos con su doncella. Aquella vieja señora tenía verdadera pasión por los pájaros y cada día alimentaba a verdaderas bandadas. Un juez indio retirado y su esposa alquilaron el segundo piso. Una pareja de recién casados, el tercero, y el cuarto fue tomado dos meses atrás por dos señoritas solteras, ya de edad, apellidadas Skinner. Los cuatro grupos de inquilinos vivían distantes unos de otros, puesto que ninguno de ellos tenía nada en común. El propietario parecía hallarse muy satisfecho con aquel estado de cosas. Lo que él temía era la amistad, que luego trae quejas y reclamaciones.
La señorita Marple conocía a todos los inquilinos, aunque a ninguno a fondo. La mayor de las dos hermanas Skinner, la señorita Lavinia, era lo que podría llamarse el miembro trabajador de la empresa. La más joven, la señorita Emilia, se pasaba la mayor parte del tiempo en la casa quejándose de varias dolencias que, según la opinión general de todo Saint Mary Mead, eran imaginarias. Sólo la señorita Lavinia creía sinceramente en el martirio de su hermana, y de buen grado iba una y otra vez al pueblo en busca de las cosas «que su hermana había deseado de pronto».
Según el punto de vista de Saint Mary Mead, si la señorita Emilia hubiera sufrido la mitad de lo que decía, ya hubiese enviado a buscar al doctor Haydock mucho tiempo atrás. Pero cuando se lo sugerían cerraba los ojos con aire de superioridad y murmuraba que su caso no era sencillo... que los mejores especialistas de Londres habían fracasado... y que un médico nuevo y maravilloso la tenía sometida a un tratamiento revolucionario con el cual esperaba que su salud mejorara. No era posible que un vulgar matasanos de pueblo entendiera su caso.
-Y yo opino -decía la franca señorita Hartnell- que hace muy bien en no llamarle. El querido doctor Haydock, con su campechanería, iba a decirle que no le pasa nada y que no tiene por qué armar tanto alboroto. ¡Y le haría mucho bien!
Sin embargo, la señorita Emilia, haciendo caso omiso de un tratamiento tan despótico, continuaba tendida en los divanes, rodeada de cajitas de píldoras extrañas, y rechazando casi todos los alimentos que le preparaban, y pidiendo siempre algo... por lo general difícil de encontrar.
Gladdie abrió la puerta a la señorita Marple con un aspecto mucho más deprimido de lo que ésta pudo imaginar. En la salita, una cuarta parte del antiguo salón, que había sido dividido para formar el comedor, la sala, un cuarto de baño y un cuartito de la doncella, la señorita Lavinia se levantó para saludar a la señorita Marple.
Lavinia Skinner era una mujer huesuda de unos cincuenta años, alta y enjuta, de voz áspera y ademanes bruscos.
-Celebro verla -le dijo a la solterona-. La pobre Emilia está echada... no se siente muy bien hoy. Espero que la reciba a usted, eso la animará, pero algunas veces no se siente con ánimos de ver a nadie. La pobrecilla es una enferma maravillosa.
La señorita Marple contestó con frases amables. El servicio era el tema principal de conversación en Saint Mary Mead, así que no tuvo dificultad en dirigirla en aquel sentido. ¿Era cierto lo que había oído decir, que Gladdie Holmes, aquella chica tan agradable y tan atractiva, se les marchaba? Miss Lavinia asintió.
-El viernes. La he despedido porque lo rompe todo. No hay quien la soporte.
La señorita Marple suspiró y dijo que hoy en día hay que aguantar tanto... que era difícil encontrar muchachas de servicio en el campo. ¿Estaba bien decidida a despedir a Gladdie?
-Sé que es difícil encontrar servicio -admitió la señorita Lavinia-. Los Devereux no han encontrado a nadie..., pero no me extraña... siempre están peleando, no paran de bailar jazz durante toda la noche... comen a cualquier hora.., y esa joven no sabe nada del gobierno de una casa. ¡Compadezco a su esposo! Luego los Larkin acaban de perder a su doncella. Claro que con el temperamento de ese juez indio que quiere el Chota Harzi como él dice, a las seis de la mañana, y el alboroto que arma la señora Larkin, tampoco me extraña. Juanita, la doncella de la señora Carmichael, es la única fija... aunque yo la encuentro muy poco agradable y creo que tiene dominada a la vieja señora.
-Entonces, ¿no piensa rectificar su decisión con respecto a Gladdie? Es una chica muy simpática. Conozco a toda la familia; son muy honrados.
-Tengo mis razones -dijo la señorita Lavinia dándose importancia.
-Tengo entendido que perdió usted un broche... -murmuró la señorita Marple.
-¿Por quién lo ha sabido? Supongo que habrá sido ella quien se lo ha dicho. Con franqueza, estoy casi segura que fue ella quien lo cogió. Y luego, asustada, lo devolvió; pero, claro, no puede decirse nada a menos de que se esté bien seguro -cambió de tema-. Venga usted a ver a Emilia, señorita Marple. Estoy segura de que le hará mucho bien un ratito de charla.
La señorita Marple la siguió obedientemente hasta una puerta a la cual llamó la señorita Lavinia, y una vez recibieron autorización para pasar, entraron en la mejor habitación del piso, cuyas persianas semiechadas apenas dejaban penetrar la luz. La señorita Emilia se hallaba en la cama, al parecer disfrutando de la penumbra y sus infinitos sufrimientos.
La escasa luz dejaba ver una criatura delgada, de aspecto impreciso, con una maraña de pelo gris amarillento rodeando su cabeza, dándole el aspecto de un nido de pájaros, del cual ningún ave se hubiera sentido orgullosa. Olía a agua de colonia, a bizcochos y alcanfor.
Con los ojos entornados y voz débil, Emilia Skinner explicó que aquél era uno de sus «días malos».
-Lo peor de estar enfermo -dijo Emilia en tono melancólico- es que uno se da cuenta de la carga que resulta para los demás.
La señorita Marple murmuró unas palabras de simpatía, y la enferma continuó:
-¡Lavinia es tan buena conmigo! Lavinia, querida, no quisiera darte este trabajo, pero si pudieras llenar mi botella de agua caliente como a mí me gusta... Demasiado llena me pesa... y si lo está a medias se enfría inmediatamente.
-Lo siento, querida. Dámela. Te la vaciaré un poco.
-Bueno, ya que vas a hacerlo, tal vez pudieras volver a calentar el agua. Supongo que no habrá galletas en casa... no, no, no importa. Puedo pasarme sin ellas. Con un poco de té y una rodajita de limón... ¿no hay limones? La verdad, no puedo tomar té sin limón. Me parece que la leche de esta mañana estaba un poco agria, y por eso no quiero ponerla en el té. No importa. Puedo pasarme sin té. Sólo que me siento tan débil... Dicen que las ostras son muy nutritivas. Tal vez pudiera tomar unas pocas... No... no... Es demasiado difícil conseguirlas siendo tan tarde. Puedo ayunar hasta mañana.
Lavinia abandonó la estancia murmurando incoherentemente que iría al pueblo en bicicleta.
La señorita Emilia sonrió débilmente a su visitante y volvió a recalcar que odiaba dar quehacer a los que la rodeaban.
Aquella noche la señorita Marple contó a Edna que su embajada no había tenido éxito.
Se disgustó bastante al descubrir que los rumores sobre la poca honradez de Gladdie se iban extendiendo por el pueblo. En la oficina de Correos, la señorita Ketherby le informó:
-Mi querida Juana, le han dado una recomendación escrita diciendo que es bien dispuesta, sensata y respetable, pero no hablan para nada de su honradez. ¡Eso me parece muy significativo! He oído decir que se perdió un broche. Yo creo que debe haber algo más, porque hoy día no se despide a una sirvienta a menos que sea por una causa grave. ¡Es tan difícil encontrar otra...! Las chicas no quieren ir a Old Hall. Tienen verdadera prisa por volver a sus casas en los días libres. Ya verá usted, las Skinner no encontrarán a nadie más, y tal vez entonces esa hipocondríaca tendrá que levantarse y hacer algo.
Grande fue el disgusto de todo el pueblo cuando se supo que las señoritas Skinner habían encontrado nueva doncella por medio de una agencia, y que por todos conceptos era un modelo de perfección.
-Tenemos bonísimas referencias de una casa en la que ha estado «tres años», prefiere el campo y pide menos que Gladdie. La verdad es que hemos sido muy afortunadas.
-Bueno, la verdad -repuso la señorita Marple, a quien miss Lavinia acababa de informar en la pescadería-. Parece demasiado bueno para ser verdad.
Y en Saint Mary Mead se fue formando la opinión de que el modelo se arrepentiría en el último momento y no llegaría.
Sin embargo, ninguno de esos pronósticos se cumplió, y todo el pueblo pudo contemplar a aquel tesoro doméstico llamado Mary Higgins, cuando pasó en el taxi de Red en dirección a Old Hall. Tuvieron que admitir que su aspecto era inmejorable... el de una mujer respetable, pulcramente vestida.
Cuando la señorita Marple volvió de visita a Old Hall con motivo de recolectar objetos para la tómbola del vicariato, le abrió la puerta Mary Higgins. Era, sin duda alguna, una doncella de muy buen aspecto. Representaba unos cuarenta años, tenía el cabello negro y cuidado, mejillas sonrosadas y una figura rechoncha discretamente vestida de negro, con delantal blanco y cofia... «el verdadero tipo de doncella antigua», como luego explicó la señorita Marple, y con una voz mesurada y respetuosa, tan distinta a la altisonante y exagerada de Gladdie.
La señorita Lavinia parecía menos cansada que de costumbre, aunque a pesar de ello se lamentó de no poder concurrir a la tómbola debido a la constante atención que requería su hermana; no obstante le ofreció su ayuda monetaria y prometió contribuir con varios limpiaplumas y zapatitos de niño.
La señorita Marple la felicitó por su magnífico aspecto.
-La verdad es que se lo debo principalmente a Mary. Estoy contenta de haber tomado la resolución de despedir a la otra chica. Mary es maravillosa. Guisa muy bien, sabe servir la mesa, y tiene el piso siempre limpio.., da la vuelta al colchón todos los días... y se porta estupendamente con Emilia.
La señorita Marple se apresuró a preguntar por la salud de Emilia.
-Oh, pobrecilla, últimamente ha sentido mucho el cambio de tiempo. Claro, no puede evitarlo, pero algunas veces nos hace las cosas algo difíciles. Quiere que se le preparen ciertas cosas, y cuando se las llevamos, dice que no puede comerlas... y luego las vuelve a pedir al cabo de media hora, cuando ya se han estropeado y hay que hacerlas de nuevo. Eso representa, naturalmente, mucho trabajo..., pero por suerte a Mary parece que no le molesta. Está acostumbrada a servir a inválidos y sabe comprenderlos. Es una gran ayuda.
-¡Cielos! -exclamó la señorita Marple-. ¡Vaya suerte!
-Sí, desde luego. Me parece que Mary nos ha sido enviada como la respuesta a una plegaria.
-Casi me parece demasiado buena para ser verdad -dijo la señorita Marple-. Yo de usted... bueno... yo en su lugar iría con cuidado.
Lavinia Skinner pareció no captar la intención de la frase.
-¡Oh! -exclamó-. Le aseguro que haré todo lo posible para que se encuentre a gusto. No sé lo que haría si se marchara.
-No creo que se marche hasta que se haya preparado bien -comentó la señorita Marple mirando fijamente a Lavinia.
-Cuando no se tienen preocupaciones domésticas, uno se quita un gran peso de encima, ¿verdad? ¿Qué tal se porta la pequeña Edna?
-Pues muy bien. Claro que no tiene nada de extraordinario. No es como esa Mary. Sin embargo, la conozco a fondo, puesto que es una muchacha del pueblo.
Al salir al recibidor se oyó la voz de la inválida que gritaba:
-Esas compresas se han secado del todo... y el doctor Allerton dijo que debían conservarse siempre húmedas. Vaya, déjelas. Quiero tomar una taza de té y un huevo pasado por agua... que sólo haya cocido tres minutos y medio, recuérdelo. Y vaya a decir a la señorita Lavinia que venga.
La eficiente Mary, saliendo del dormitorio, se dirigió hacia Lavinia.
-La señorita Emilia la llama, señora.
Y dicho esto abrió la puerta a la señorita Marple, ayudándola a ponerse el abrigo y tendiéndole el paraguas del modo más irreprochable.
La señorita Marple dejó caer el paraguas y al intentar recogerlo se le cayó el bolso desparramándose todo su contenido. Mary, toda amabilidad, la ayudó a recoger varios objetos... un pañuelo, un librito de notas, una bolsita de cuero anticuada, dos chelines, tres peniques y un pedazo de caramelo de menta.
La señorita Marple recibió este último con muestras de confusión.
-¡Oh, Dios mío!, debe haber sido el niño de la señora Clement. Recuerdo que lo estaba chupando y me cogió el bolso y estuvo jugando con él. Debió de meterlo dentro. ¡Qué pegajoso está!
-¿Quiere que lo tire, señora?
-¡Oh, si no le molesta...! ¡Muchas gracias...!
Mary se agachó para recoger por último un espejito, que hizo exclamar a la señorita Marple al recuperarlo:
-¡Qué suerte que no se haya roto!
Y abandonó la casa dejando a Mary de pie junto a la puerta con un pedazo de caramelo de menta en la mano y un rostro completamente inexpresivo.
Durante diez largos días todo Saint Mary Mead tuvo que soportar el oír pregonar las excelencias del tesoro de las señoritas Skinner.
Al undécimo, el pueblo se estremeció ante la gran noticia.
¡Mary, el modelo de sirvienta, había desaparecido! No había dormido en su cama y encontraron la puerta de la casa abierta de par en par. Se marchó tranquilamente, durante la noche.
¡Y no era sólo Mary lo que había desaparecido! Sino, además, los broches y cinco anillos de la señora Lavinia; y tres sortijas, un pendentif, una pulsera y cuatro prendedores de la señorita Emilia.
Era el primer capítulo de la catástrofe. La joven señora Devereux había perdido sus diamantes, que guardaba en un cajón sin llave, y también algunas pieles valiosas, regalo de bodas. El juez y su esposa notaron la desaparición de varias joyas y cierta cantidad de dinero. La señora Carmichael fue la más perjudicada. No sólo le faltaron algunas joyas de gran valor, sino que una considerable suma de dinero que guardaba en su piso había volado. Aquella noche, Juana había salido y su ama tenía la costumbre de pasear por los jardines al anochecer llamando a los pájaros y arrojándoles migas de pan. Era evidente que Mary, la doncella perfecta, había encontrado las llaves que abrían todos los pisos.
Hay que confesar que en Saint Mary Mead reinaba cierta malsana satisfacción. ¡La señorita Lavinia había alardeado tanto de su maravillosa Mary...!
-Y, total, ha resultado una vulgar ladrona.
A esto siguieron interesantes descubrimientos. Mary no sólo había desaparecido, sino que la agencia que la colocó pudo comprobar que la Mary Higgins que recurrió a ellos y cuyas referencias dieron por buenas, era una impostora. La verdadera Mary Higgins era una fiel sirvienta que vivía con la hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar de Cornwall.
-Ha sido endiabladamente lista -tuvo que admitir el inspector Slack-. Y si quieren saber mi opinión, creo que esa mujer trabaja con una banda de ladrones. Hace un año hubo un caso parecido en Northumberland. No la cogieron ni pudo recuperarse lo robado. Sin embargo, nosotros lo haremos algo mejor.
El inspector Slack era un hombre de carácter muy optimista.
No obstante, iban transcurriendo las semanas y Mary Higgins continuaba triunfalmente en libertad. En vano el inspector Slack redoblaba la energía que le era característica.
La señora Lavinia permanecía llorosa, y la señorita Emilia estaba tan contraída e inquieta por su estado que envió a buscar al doctor Haydock.
El pueblo entero estaba ansioso por conocer lo que opinaba de la enfermedad de la señorita Emilia, pero, claro, no podían preguntárselo. Sin embargo, pudieron informarse gracias al señor Meek, el ayudante del farmacéutico, que salía con Clara, la doncella de la señora Price-Ridley. Entonces se supo que el doctor Haydock le había recetado una mezcla de asafétida y valeriana, que según el señor Meek, era lo que daban a los maulas del Ejército que se fingían enfermos.
Poco después supieron que la señorita Emilia, carente de la atención médica que precisaba, había declarado que en su estado de salud consideraba necesario permanecer cerca del especialista de Londres que comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo por Lavinia.
El piso quedó por alquilar.
Varios días después, la señorita Marple, bastante sofocada, llegó al puesto de la policía de Much Benham preguntando por el inspector Slack.
Al inspector Slack no le era simpática la señorita Marple, pero se daba cuenta de que el jefe de Policía, coronel Melchett, no compartía su opinión. Por lo tanto, aunque de mala gana, la recibió.
-Buenas tardes, señorita Marple. ¿En qué puedo servirla?
-¡Oh, Dios mío! -repuso la solterona-. Veo que tiene usted mucha prisa.
-Hay mucho trabajo -replicó el inspector Slack-; pero puedo dedicarle unos minutos.
-¡Oh, Dios mío! Espero saber exponer con claridad lo que vengo a decirle. Resulta tan difícil explicarse, ¿no lo cree usted así? No, tal vez usted no. Pero, compréndalo, no habiendo sido educada por el sistema moderno..., sólo tuve una institutriz que me enseñaba las fechas del reinado de los reyes de Inglaterra y cultura general... Doctor Brewer.., tres clases de enfermedades del trigo... pulgón... añublo... y, ¿cuál es la tercera?, ¿tizón?
-¿Ha venido a hablarme del tizón? -le preguntó el inspector, enrojeciendo acto seguido.
-¡Oh, no, no! -se apresuró a responder la señorita Marple-. Ha sido un ejemplo. Y qué superfluo es todo eso, ¿verdad..., pero no le enseñan a uno a no apartarse de la cuestión, que es lo que yo quiero. Se trata de Gladdie, ya sabe, la doncella de las señoritas Skinner.
-Mary Higgins -dijo el inspector Slack.
-¡Oh, sí! Ésa fue la segunda doncella; pero yo me refiero a Gladdie Holmes..., una muchacha bastante impertinente y demasiado satisfecha de sí misma, pero muy honrada, y por eso es muy importante que se la rehabilite.
-Que yo sepa no hay ningún cargo contra ella -repuso el inspector.
-No; ya sé que no se la acusa de nada..., pero eso aún resulta peor, porque ya sabe usted, la gente se imagina cosas. ¡Oh, Dios mío..., sé que me explico muy mal! Lo que quiero decir es que lo importante es encontrar a Mary Higgins.
-Desde luego -replicó el inspector-. ¿Tiene usted alguna idea?
-Pues a decir verdad, sí -respondió la señorita Marple-. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No le sirven de nada las huellas dactilares
-¡Ah! -repuso el inspector Slack-. Ahí es donde fue más lista que nosotros. Hizo la mayor parte del trabajo con guantes de goma, según parece. Y ha sido muy precavida..., limpió todas las que podía haber en su habitación y en la fregadera. ¡No conseguimos dar con una sola huella en toda la casa!
-Y si las tuviera, ¿le servirían de algo?
-Es posible, señora. Pudiera ser que las conocieran en el Yard. ¡No sería éste su primer hallazgo!
La señorita Marple asintió muy contenta y abriendo su bolso sacó una caja de tarjetas; en su interior, envuelto en algodones, había un espejito.
-Es el de mi monedero -explicó-. En él están las huellas digitales de la doncella. Creo que están bien claras... puesto que antes tocó una sustancia muy pegajosa.
El inspector estaba sorprendido.
-¿Las consiguió a propósito?
-¡Naturalmente!
-¿Entonces, sospechaba ya de ella?
-Bueno, ¿sabe usted?, me pareció demasiado perfecta. Y así se lo dije a la señorita Lavinia, pero no supo comprender la indirecta. Inspector, yo no creo en las perfecciones. Todos nosotros tenemos nuestros defectos... y el servicio doméstico los saca a relucir bien pronto.
-Bien -repuso el inspector Slack, recobrando su aplomo-. Estoy seguro de que debo estarle muy agradecido. Enviaré el espejo al Yard y a ver qué dicen.
Se calló de pronto. La señorita Marple había ladeado ligeramente la cabeza y lo contempló con fijeza.
-¿Y por qué no mira algo más cerca, inspector?
-¿Qué quiere decir, señorita Marple?
-Es muy difícil de explicar, pero cuando uno se encuentra ante algo fuera de lo corriente, no deja de notarlo... A pesar de que a menudo pueden resultar simples naderías. Hace tiempo que me di cuenta, ¿sabe? Me refiero a Gladdie y al broche. Ella es una chica honrada; no lo cogió. Entonces, ¿por qué lo imaginó así la señorita Skinner? Miss Lavinia no es tonta..., muy al contrario. ¿Por qué tenía tantos deseos de despedir a una chica que era una buena sirvienta, cuando es tan difícil encontrar servicio? Eso me pareció algo fuera de lo corriente..., y empecé a pensar. Pensé mucho. ¡Y me di cuenta de otra cosa rara! La señorita Emilia es una hipocondríaca, pero es la primera hipocondríaca que no ha enviado a buscar en seguida a uno u otro médico. Los hipocondríacos adoran a los médicos. ¡Pero la señorita Emilia, no!
-¿Qué es lo que insinúa, señorita Marple?
-Pues que las señoritas Skinner son unas personas muy particulares. La señorita Emilia pasa la mayor parte del tiempo en una habitación a oscuras, y si eso que lleva no es una peluca... ¡me como mi moño postizo! Y lo que digo es esto: que es perfectamente posible que una mujer delgada, pálida y de cabellos grises sea la misma que la robusta, morena y sonrosada... puesto que nadie puede decir que haya visto alguna vez juntas a la señorita Emilia y a Mary Higgins. Necesitaron tiempo para sacar copias de todas las llaves, y para descubrir todo lo referente a la vida de los demás inquilinos, y luego... hubo que deshacerse de la muchacha del pueblo. La señorita Emilia sale una noche a dar un paseo por el campo y a la mañana siguiente llega a la estación convertida en Mary Higgins. Y luego, en el momento preciso, Mary Higgins desaparece y con ella la pista. Voy a decirle dónde puede encontrarla, inspector... ¡En el sofá de Emilia Skinner...! Mire si hay huellas dactilares, si no me cree, pero verá que tengo razón. Son un par de ladronas listas... esas Skinner... sin duda en combinación con un vendedor de objetos robados... o como se llame. ¡Pero esta vez no se escaparán! No voy a consentir que una de las muchachas de la localidad sea acusada de ladrona. Gladdie Holmes es tan honrada como la luz del día y va a saberlo todo el mundo. ¡Buenas tardes!
La señorita Marple salió del despacho antes de que el inspector Slack pudiera recobrarse.
-¡Cáspita! -murmuró-. ¿Tendrá razón, acaso?
No tardó en descubrir que la señorita Marple había acertado una vez más.
El coronel Melchett felicitó al inspector Slack por su eficacia y la señorita Marple invitó a Gladdie a tomar el té con Edna, para hablar seriamente de que procurara no dejar un buen empleo cuando lo encontrara.
FIN
Nido de avispas[Cuento. Texto completo]Agatha Christie |
John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreír, mostrando entonces algo muy atractivo.Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.
Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.
-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!
En efecto, allí estaba Hércules Poirot, el sagaz detective.
-¡Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo, venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-¡Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.
-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre-. ¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien, sírvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo plañidera mientras le servían-. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser el calor.
-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón-. ¿Es un viaje de placer?
-No, mon ami; negocios.
-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?
Poirot asintió gravemente.
-Sí, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.
Harrison se rió.
-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.
-Claro que sí. No sólo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.
Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía allí un asunto de importancia.
-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?
-Uno de los más graves delitos.
-¿Acaso un ...?
-Asesinato -completó Poirot.
Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento lo invadió. Al fin pudo articular:
-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.
-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.
-¿Quién es?
-De momento, nadie.
-¿Qué?
-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.
-Veamos, eso suena a tontería.
-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.
Harrison lo miró incrédulo.
-¿Habla usted en serio, monsieur Poirot?
-Sí, hablo en serio.
-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!
Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:
-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Sí, mon ami.
-¿Usted y yo?
-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.
-¿Esa es la razón de su visita?
Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.
-Vine, monsieur Harrison, porque ... me agrada usted -y con voz más despreocupada añadió-: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?
El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:
-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.
-¡Ah! -exclamó Poirot-. ¿Y cómo piensa hacerlo?
-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mío.
-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot-. Por ejemplo, cianuro de potasio.
Harrison alzó la vista sorprendido.
-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.
Poirot asintió.
-Sí; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitió-: Un veneno mortal.
-Útil para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.
-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?
-¡Segurísimo. ¿Por qué?
-¡Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude Langton.
Harrison enarcó las cejas.
-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esa sustancia. Según su parecer, no debería venderse para este fin.
Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:
-¿Le gusta Langton?
La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.
-¡Qué quiere que le diga! Pues sí, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?
-Mera divagación -repuso Poirot-. ¿Y usted es de su gusto?
Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.
-¿Puede decirme si usted es de su gusto?
-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.
-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.
Harrison asintió con la cabeza.
-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?
-Se equivoca, monsieur Poirot. Le aseguro que está equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.
-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no demuestra hallarse sorprendido.
-No lo comprendo, monsieur Poirot.
La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:
-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.
-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rió.
-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que nadie es capaz de engañarlos a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva al sacrificio, piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.
-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.
Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.
-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o envenenan. ¡Se equivoca en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.
-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para exterminar a miles de avispas.
Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez, colocó una mano sobre el hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.
-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de avispas?
-Langton jamás...
-¿A qué hora? -lo atajó.
-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...
-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirlo Poirot.
Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.
-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.
Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:
-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.
Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.
Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido lo pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas noches.
-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo miró inquisitivo.
-Ignoro a qué se refiere -dijo.
-¿Ha destruido ya el nido de avispas?
-No.
-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?
-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario rincón del mundo.
-Me traen asuntos profesionales.
-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.
Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.
-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?
Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha dicho?
-Le he preguntado cómo se encuentra.
-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?
-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.
-¿Malestar? ¿Por qué?
-Por el carbonato sódico.
Harrison alzó la cabeza.
-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?
Poirot se excusó.
-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus bolsillos.
-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?
Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.
-Una de las ventajas o desventajas del detective radica en su conocimiento de los bajos fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.
Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.
-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.
Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.
Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.
-Una muerte muy rápida -dijo.
Harrison pareció encontrar su voz.
-¿Qué sabe usted?
-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que había comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.
-Siga.
-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Sólo dos meses de vida. Eso me dijo.
-Usted no me vio, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes. Odio, amigo mío. No se moleste en negarlo.
-Siga -apremió Harrison.
-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.
-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!
-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. Él compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.
Harrison gimió al repetir:
-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!
-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Lo aprecio monsieur Harrison. Escuche,mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino. Dígame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?
Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:
-Fue una suerte que viniera usted.
FIN
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Una broma extraña[Cuento. Texto completo]Agatha Christie |
-Y ésta -dijo Juana Helier completando la presentación- es la señorita Marple.
Como era actriz, supo darle entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.
Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de aspecto amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con ella gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una pareja muy atractiva; ella, Charmian Straud, esbelta y morena... él era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.
Charmian dijo, algo cortada:
-¡Oh!, estamos encantados de conocerla.
Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.
-Querida -dijo ésta, respondiendo a la mirada-, es maravillosa. Déjenselo todo a ella. Te dije que la traería aquí y eso he hecho -se dirigió a la señorita Marple-. Usted lo arreglará. Le será fácil.
La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul porcelana hacia el señor Rossiter.
-¿No quiere decirme de qué se trata? -le dijo.
-Juana es amiga nuestra -intervino Charmian, impaciente-. Eduardo y yo estamos en un apuro. Y Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien que era... que haría... que podría...
Eduardo acudió en su ayuda.
-Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.
Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:
-¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo, una aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad! Cuénteme su problema.
-Me temo que sea algo vulgar... Se trata de un tesoro enterrado -explicó Eduardo Rossiter.
-¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!
-¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No hay un mapa señalado con una calavera y dos tibias cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo..., «cuatro pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico... Ni tan solo sabemos dónde hemos de escarbar.
-¿Lo ha intentado ya?
-Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos convertido casi en un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o papas.
-¿Podemos contárselo todo? -dijo Charmian con cierta brusquedad.
-Pues claro, querida.
-Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.
Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar aquella estancia tan concurrida y llena de humo.
Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.
-¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío... o mejor dicho, tío abuelo de los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo que a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes de marzo pasado) y dejó dispuesto que todo debía repartirse entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a usted algo dura... no quiero decir que hizo bien en morirse... los dos loqueríamos..., pero llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado resultó ser prácticamente nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto, Eduardo?
El bueno de Eduardo asintió:
-Habíamos contado con ello -explicó-. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar un buen puñado de dinero..., bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el ejército... y no cuento con nada más, aparte de mi paga... y Charmian no tiene un peso. Trabaja como directora de escena de un teatro... cosa muy interesante... pero que no da dinero. Teníamos el propósito de casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos sabíamos que llegaría un día en que heredaríamos.
-¡Y ahora resulta que no heredamos nada! -exclamó Charmian-. Lo que es más, Ansteys... que es la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos que venderla.
-Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital -dijo el joven.
-Bien, habla tú entonces.
Eduardo se volvió hacia la señorita Marple.
-Verá usted -dijo-. A medida que tío Mathew iba envejeciendo, se volvía cada vez más suspicaz, y no confiaba en nadie.
-Muy inteligente por su parte -replicó la señorita Marple-. La corrupción de la naturaleza humana es inconcebible.
-Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un amigo que perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado, y él mismo perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue convenciendo de que lo único seguro era convertir el dinero en barras de oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.
-¡Ah! -dijo la señorita Marple-. Empiezo a comprender algo.
-Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría interés alguno de aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El dinero -decía- hay que guardarlo en una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso suponemos que debió enterrar su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado grandes sumas de dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar tranquilo -explicó Charmian.
-¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?
-Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante varios días, pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos, se rió... con una risita débil y burlona, y dijo: «Estarán muy bien, pareja de tortolitos.» Y señalándose un ojo... el derecho... nos lo guiñó. Y entonces murió...
-Se señaló un ojo -repitió la señorita Marple, pensativa.
-¿Saca alguna consecuencia de esto? -le preguntó Eduardo con ansiedad-. A mí me hace pensar en el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no tenía ningún ojo de cristal.
-No -dijo la señorita Marple meneando la cabeza-. No se me ocurre nada, de momento.
-¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! -se lamentó Charmian, contrariada.
-No soy precisamente una adivina -la señorita Marple sonreía-. No conocí a su tío, ni sé la clase de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus alrededores.
-¿Y si visitase aquello, lo sabría? -preguntó Charmian.
-Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo -replicó la señorita Marple.
-¡Sencillo! -repitió Charmian-. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!
Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona repuso con presteza:
-Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un tesoro enterrado. ¡Y, además, en beneficio de una pareja de enamorados! -concluyó con una sonrisa resplandeciente.
-¡Ya ha visto usted! -exclamó Charmian con gesto dramático.
Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys. Estuvieron en la huerta, convertida en un campo atrincherado. En los bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol importante, y contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de césped. Subieron al ático, contemplando los viejos baúles y cofres con su contenido esparcido por el suelo. Bajaron al sótano, donde cada baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las paredes y la señorita Marple inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran tener algún cajón secreto.
Sobre una mesa había un montón de papeles... todos los que había dejado el fallecido Mathew Straud. No se destruyó ninguno y Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez las facturas, invitaciones y correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.
-Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? -le preguntó Charmian a la señorita Marple.
-Me parece que ya lo han mirado todo, querida -dijo la solterona moviendo la cabeza-. Tal vez si me permiten decirlo, han mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un plan. Es como mi amiga la señorita Eldritch, que tenía una doncella estupenda que enceraba el linóleo a las mil maravillas, pero era tan concienzuda que incluso enceró el suelo del cuarto de baño, y cuando la señora Eldritch salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y tuvo tan mala caída que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues naturalmente la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y el jardinero tuvo que coger una escalera y entrar por la ventana... con gran disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.
Eduardo se removió, inquieto.
-Por favor, perdóneme -apresuró a decir la señorita Marple-. Siempre tengo tendencia a salirme por la tangente. Pero es que una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta provechoso. Lo que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y pensar en un lugar apropiado...
-Piénselo usted, señorita Marple -dijo Eduardo, contrariado-. Charmian y yo tenemos el cerebro en blanco.
-Vamos, vamos. Claro... es una dura prueba para ustedes. Si no les importa voy a repasar bien estos papales. Es decir, si no hay nada personal... no me gustaría que pensaran ustedes que me meto en lo que no me importa.
-Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.
Se sentó a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo de documentos... y clasificándolos en varios montoncitos. Cuando hubo concluido se quedó mirando al vacío durante varios minutos.
Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:
-¿Y bien, señorita Marple?
Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.
-Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.
-¿Ha descubierto algo importante?
-¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase de hombre era su tío Mathew... bastante parecido a mi tío Enrique, que era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda... me pregunto por qué... ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta cierto punto, pero poco amigo de sentirse atado..., como casi todos los solterones.
A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está loca del todo.»
Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.
-Era muy aficionado a las charadas -explicaba-. Para algunas personas las charadas resultan muy difíciles y les molestan. Un mero juego de palabras puede irritarles. También era un hombre receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces era verdad, aunque no siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el fin de su vida pensó que envenenaban su comida, y se negó a comer otra cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía alterar el contenido de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros tiempos! Le gustaba mucho tomar café después de cenar. Solía decir: «Este café es muy negro», y con ello quería significar que deseaba otra taza.
Eduardo pensó que si oía algo más sobre el tío Enrique se volvería loco.
-Le gustaban mucho las personas jóvenes -proseguía la señorita Marple-, pero se sentía inclinado a atormentarlos un poco... no sé si me entenderán... Solía poner bolsas de caramelos donde los niños no pudieran alcanzarlas.
Dejando los cumplidos a un lado, Charmian exclamó:
-¡Me parece horrible!
-¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no estaba acostumbrado a los pequeños. Y la verdad es que no era nada tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un escondite seguro. Armaba mucho alboroto por ello... diciendo lo bien escondido que estaba. Y por hablar demasiado, una noche entraron los ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.
-Le estuvo muy bien empleado -exclamó Eduardo.
-Pero no encontraron nada -replicó la señorita Marple-. La verdad es que guardaba su dinero en otra parte... detrás de unos libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba nunca de aquel estante!
-Oiga, es una idea -interrumpió Eduardo, excitado-. ¿Qué le parece si miráramos en la biblioteca?
Charmian meneó la cabeza.
-¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré todos los libros cuando tú fuiste a Portsmouth. Los saqué uno por uno y los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.
Eduardo exhaló un suspiro. Levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de su insoportable visitante.
-Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento que no haya servido de nada. Comprendo que hemos abusado de su tiempo. No obstante... sacaré el coche y podrá alcanzar el tren de las tres treinta...
-¡Oh! -repuso la señorita Marple-, pero antes tenemos que encontrar el dinero, ¿verdad? No debe darse por vencido, señor Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra y otra, y otra vez.
-¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?
-Pues para hablar con exactitud -replicó la solterona- todavía no he empezado. Primero se coge la liebre... como dice la señora Beeton en su libro de cocina... un libro estupendo, pero terriblemente imposible... la mayoría de sus recetas empiezan diciendo: «Se toma una docena de huevos y una libra de mantequilla.» Déjeme pensar..., ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya tenemos, por así decirlo, nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos falta decidir dónde podría haber escondido el dinero. Puede que sea bien sencillo.
-¿Sencillo? -se extrañó Charmian.
-Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto... ésa es mi solución.
Eduardo dijo con sequedad:
-No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.
-No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.
-Él siempre decía...
-¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo! Por eso creo firmemente que lo dijo para despistar. Los diamantes pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.
-Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.
-¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que el escritorio de su tío es el lugar más apropiado. ¿Es aquél que está apoyado contra la pared?
-Sí. Voy a enseñárselo.
Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior aparecieron varios casilleros y cajoncitos. Luego, accionando una puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en el interior del cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se adelantó y la joven la sacó dejando un hueco descubierto. Estaba vacío.
-¿No es casualidad? -exclamó la señorita Marple-. Mi tío Enrique tenía un escritorio igual que éste sólo que era de madera de nogal y éste es de caoba.
-De todas maneras -dijo Charmian-, como puede usted ver, aquí no hay nada.
-Me imagino -replicó la señorita Marple- que ese experto que trajeron ustedes sería joven..., y no lo sabía todo. La gente era muy mañosa para construir sus escondrijos en aquellos tiempos. A veces hay un secreto dentro de otro secreto.
Y quitándose una horquilla de entre sus cuidados cabellos grises, la enderezó y apretó con ella un punto de la caja secreta en el que parecía haber un diminuto agujero tal vez producido por la carcoma, y sin grandes dificultades sacó un cajón pequeñito. En él apareció un fajo de cartas descoloridas y un papel doblado.
Eduardo y Charmian se apoderaron del hallazgo. Eduardo desplegó el papel con dedos temblorosos, mas lo dejó caer con una exclamación de disgusto.
-¡Una receta de cocina! ¡Jamón al horno! ¡Bah!
Charmian estaba desatando la cinta que sujetaba el fajo de cartas. Y sacando una exclamó:
-¡Cartas de amor!
-¡Qué interesante! -exclamó la señorita Marple-. Tal vez nos explique la razón de que no se casara su tío.
Charmian leyó:
«Mi querido Mathew, debo confesarte que el tiempo se me ha hecho muy largo desde que recibí tu última carta. Trato de ocuparme en las distintas tareas que me fueron encomendadas, y me digo a menudo lo afortunada que soy al poder ver tantas partes del globo, aunque bien poco pensaba, cuando me fui a América, que iba a viajar hasta estas lejanas islas.»
Charmian hizo una pausa.
-¿Dónde está fechado esto? ¡Oh, en Hawai!
«Cielos, estos nativos están todavía muy lejos de ver la luz. Viven semidesnudos y en un estado completamente salvaje; pasan la mayor parte del tiempo nadando o bailando, y adornándose con guirnaldas de flores. El señor Gray ha conseguido convertir a algunos, pero es una tarea difícil y él y su esposa se sienten muy descorazonados. Yo procuro hacer lo que puedo para animarlo, mas yo también me siento triste a menudo por la razón que puedes adivinar, querido Mathew. La ausencia es una dura prueba para un corazón enamorado. Tus renovadas promesas de amor me causaron gran alegría. Ahora y siempre te pertenecerá mi corazón, querido Mathew, y seré siempre tuya,
betty martin
P. D.: Dirijo mi carta a nuestra mutua amiga Matilde Graves, como de costumbre. Espero que el Cielo perdone este subterfugio.»
Eduardo lanzó un silbido.
-¡Una misionera! Conque ése fue el amor de tío Mathew. Me pregunto por qué no se casaron.
-Al parecer recorrió casi todo el mundo -dijo Charmian examinando las misivas-. Mauricio... toda clase de sitios. Probablemente moriría víctima de la fiebre amarilla o algo así.
Una risa divertida les sobresaltó. La señorita Marple lo estaba pasando en grande.
-Vaya, vaya -dijo-. ¡Fíjense en esto ahora!
Estaba leyendo para sí la receta de jamón al horno, y al ver sus miradas interrogadoras, prosiguió en voz alta:
«Jamón al horno con espinacas. Se toma un pedazo bonito de jamón, rellénese de dientes de ajo y cúbrase con azúcar moreno. Cuézase a fuego lento. Servirlo con un borde de puré de espinacas.»
-¿Qué opinan de esto?
-Yo creo que debe resultar un asco -dijo Eduardo.
-No, no, tiene que resultar muy bueno..., pero, ¿qué opinan de todo esto?
-¿Usted cree que se trata de una clave... o algo parecido? -exclamó Eduardo con el rostro iluminado y cogiendo el papel-. Escucha, Charmian, ¡podría ser! Por otra parte, no hay razón para guardar una receta de cocina en un lugar secreto.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Ya sé lo que puede ser... una tinta simpática -dijo Charmian-. Vamos a calentarlo. Enciende una bombilla.
Pero hecha la prueba, no apareció ningún signo de escritura invisible.
-La verdad -dijo la señorita Marple, carraspeando-, creo que lo están complicando demasiado. Esta receta es sólo una indicación, por así decir. Según mi parecer, son las cartas lo significativo.
-¿Las cartas?
-Especialmente la firma.
Mas Eduardo apenas la escuchaba, y gritó excitado:
-¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene razón... Mira... los sobres son bastante antiguos, pero las cartas fueron escritas muchos años después.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Sólo se ha tratado de que parezcan antiguas. Apuesto a que el propio tío Mathew lo hizo...
-Precisamente -confirmó la solterona.
-Todo esto es un engaño. Nunca existió esa misionera. Debe tratarse de una clave.
-Mis queridos amigos... no hay necesidad de complicar tanto las cosas. Su tío en realidad era un hombre muy sencillo. Quería gastarles una pequeña broma. Eso es todo.
Por primera vez le dedicaron toda su atención.
-¿Qué es exactamente lo que quiere usted decir, señorita Marple? -preguntó Charmian.
-Quiero decir que en este preciso momento tiene usted el dinero en la mano.
Charmian miró el papel.
-La firma, querida. Ahí es donde está la solución. La receta es sólo una indicación. Ajos, azúcar moreno y lo demás, ¿qué es en realidad? Jamón y espinacas. ¿Qué significa? Una tontería. Así que está bien claro que lo importante son las cartas. Y entonces si consideran lo que su tío hizo antes de morir... guiñarles un ojo, según dijeron ustedes. Bien... eso, como ven, les da la pista.
-¿Está usted loca o lo estamos todos? -exclamó Charmian.
-Sin duda, querida, debe haber oído alguna vez la expresión que se emplea para significar que algo no es cierto, ¿o es que ya no se utiliza hoy en día? Tengo más vista que Betty Martin.
Eduardo susurró mirando la carta que tenía en la mano:
-Betty Martin...
-Claro, señor Rossiter. Como usted acaba de decir, no existe... no ha existido jamás semejante persona. Las cartas fueron escritas por su tío, y me atrevo a asegurar que se debió divertir de lo lindo. Como usted dice, la escritura de los sobres es mucho más antigua... en resumen, los sobres no corresponden a las cartas, porque el matasello de una de ellas data de 1851.
Hizo una pausa y repitió con énfasis.
-Mil ochocientos cincuenta y uno. Y eso lo explica todo, ¿verdad?
-A mí no me dice nada absolutamente -repuso Eduardo.
-Pues está bien claro -replicó la señorita Marple-. Confieso que no se me hubiera ocurrido, a no ser por mi sobrino-nieto Lionel. Es un muchacho encantador y un apasionado coleccionista de sellos. Sabe todo lo referente a la filatelia. Fue él quien me habló de ciertos sellos raros y rarísimos, y de un nuevo hallazgo que había sido vendido en subasta. Y ahora recuerdo que mencionó uno... de 1851 de 2 céntimos y color azul. Creo que vale unos veinticinco mil dólares. ¡Imagínese! Me figuro que los demás también serán ejemplares raros y de precio. No dudo de que su tío los compraría por medio de intermediarios y tendría buen cuidado en «despistar», como se dice en los relatos de detectives.
Eduardo lanzó un gemido y, sentándose, escondió el rostro entre las manos.
-¿Qué te ocurre? -quiso saber Charmian.
-Nada. Es sólo de pensar que a no ser por la señorita Marple, pudimos haber quemado esas cartas para no profanar los recuerdos sentimentales de nuestro tío.
-¡Ah! -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que no piensan nunca esos viejos aficionados a las bromas. Recuerdo que mi tío Enrique envió a su sobrina favorita un billete de cinco libras como regalo de Navidad. Los metió dentro de una felicitación que pegó de modo que el billete quedara dentro y escribió encima: «Con cariño y mis mejores augurios. Esto es todo lo que puedo mandarte este año.» La pobre chica se disgustó mucho porque lo creyó un tacaño y arrojó al fuego la felicitación. Y claro, entonces él tuvo que darle otro billete.
Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.
-SeñoritaMiss Marple -dijo-, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su tío Enrique.
FIN
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Tragedia navideña[Cuento. Texto completo]Agatha Christie |
-Debo presentar una queja -dijo don Henry Clithering, mientras sus ojos chispeantes contemplaban a los reunidos.
El coronel Bantry, con las piernas estiradas, tenía el entrecejo fruncido y los ojos fijos en la repisa de la chimenea, como si fuera un soldado culpable, mientras su esposa hojeaba recelosa un catálogo de bulbos que acababa de llegarle en el último correo. El doctor Lloyd observaba con franca admiración a Jane Helier, y la joven y hermosa actriz sus uñas rojas. Sólo aquella anciana solterona, la señorita Marple, estaba sentada muy erguida y sus ojos azules se encontraron con los de don Henry con un guiño interrogador:
-¿Una queja?
-Unas queja muy seria. Nos hallamos reunidos seis personas, tres representantes de cada sexo, y yo protesto en nombre de los caballeros. Esta noche hemos contado tres historias, una cada uno de nosotros. Protesto porque las señoras no cumplen con su parte.
-¡Oh! -exclamó la señora Bantry indignada-. Estoy segura de que hemos cumplido. Hemos escuchado con toda atención, adoptando la actitud más femenina, la de no querer exhibirnos ante las candilejas.
-Es una excusa excelente -replicó don Henry-, pero no sirve. ¡Y eso que tiene un buen precedente en Las mil y una noches! De modo que adelante, Scherezade.
-¿Se refiere a mí? -preguntó la señora Bantry-. ¡Pero si yo no tengo nada que contar! Nunca me he visto rodeada de sangre ni de misterios.
-No ha de tratarse necesariamente de un crimen sangriento -dijo don Henry-. Pero estoy seguro de que una de nuestras tres damas tiene algún misterio pequeñito. Vamos, señorita Marple, cuéntenos “La extraña coincidencia de la asistenta”, o “El misterio de la reunión de madres”. No me decepcione usted en St. Mary Mead.
La señorita Marple meneó la cabeza.
-Nada que pudiera interesarle, don Henry. Tenemos nuestros pequeños misterios, por supuesto: un kilo de camarones que desapareció de la manera más incomprensible, pero eso no puede interesarle porque resultó ser muy trivial, aunque arrojara mucha luz acerca de la naturaleza humana.
-Usted me ha enseñado a creer en la naturaleza humana -replicó don Henry en tono solemne.
-¿Y qué nos cuenta usted, señorita Helier? -le preguntó el coronel Bantry-. Debe de haber tenido algunas experiencias interesantes.
-Sí, desde luego -intervino el doctor Lloyd.
-¿Yo? -dijo Jane-. ¿Es que... es que quieren que les cuente algo que me haya ocurrido?
-A usted o a alguno de sus amigos -rectificó decididamente don Henry.
-¡Oh! -dijo Jane con aire ausente-. No creo que nunca me haya ocurrido nada. Me refiero a nada parecido. He recibido muchas flores, por supuesto, y extraños mensajes, pero eso es propio de los hombres, ¿no les parece? No creo... -y haciendo una pausa se quedó absorta en sus recuerdos.
-Veo que tendremos que resignarnos al relato del kilo de camarones -dijo don Henry-. Vamos, señorita Marple.
-Es usted tan aficionado a las bromas, don Henry. Lo de los camarones es una tontería. Pero ahora que lo pienso, recuerdo un incidente... en realidad, no se trata de un incidente sino de algo mucho más serio, una tragedia. Y yo, en cierto modo, me vi mezclada en ella. Y nunca me he arrepentido de lo que hice. No, en absoluto. Pero no ocurrió en St. Mary Mead.
-Eso me decepciona -dijo don Henry-, pero procuraré sobreponerme. Sabía que podíamos confiar en usted.
Y adoptó la posición del oyente, mientras la señorita Marple enrojecía ligeramente.
-Espero que sabré contarlo como es debido -se disculpó preocupada-. Siempre tengo tendencia a divagar. Me voy de una cosa a otra sin darme cuenta de que lo hago. Y es tan difícil recordarlo todo con el debido orden. Tienen que perdonarme si les cuento mal la historia. Ocurrió hace tanto tiempo. Como digo, no tiene relación alguna con St. Mary Mead. A decir verdad, ocurrió en un hidro...
-¿Se refiere a uno de esos aviones que van por el mar? -preguntó Jane con los ojos muy abiertos.
-No, querida -dijo la señora Bantry, que le explicó que se trataba de un balneario hidrotermal, y su esposo agregó este comentario:
-¡Unos lugares horribles, horribles! Hay que levantarse temprano para beber un vaso de agua que sabe a demonios. Hay montones de ancianas sentadas por todas partes e intercambiando todo el día malvadas habladurías. Cielos, cuando pienso...
-Vamos, Arthur -dijo su esposa en tono amable-. Sabes que te sentó admirablemente.
-Montones de ancianas comentando escándalos -gruñó el coronel Bantry.
-Me temo que eso es cierto -dijo la señorita Marple-. Yo misma...
-Mi querida señorita Marple -exclamó el coronel horrorizado-. No quise decir ni por un momento...
Con las mejillas sonrosadas y un ademán de la mano, la señorita Marple lo hizo callar.
-Pero si es cierto, coronel Bantry. Sólo quería decirle esto. Déjeme ordenar mis ideas. Sí, hablan de escándalos, como usted dice, y casi todo el tiempo. La gente es muy aficionada a eso. Especialmente los jóvenes. Mi sobrino, que escribe libros, y muy buenos según creo, ha dicho cosas terribles sobre el hábito de difamar a otras personas sin tener la menor clase de pruebas, de lo malvado que es eso y demás. Pero lo que yo digo es que ninguna persona joven se para a pensar. En realidad, no examinan los hechos. Y sin duda el problema es éste: ¡Cuántas veces son ciertas las habladurías, como usted las llama! ¡Y como les digo, yo creo que, si en realidad examinaran los hechos, descubrirían que son ciertas nueve veces de cada diez! Por eso la gente se molesta tanto por ellas.
-Inspiradas presunciones -dijo don Henry.
-¡No!, ¡nada de eso! En realidad, se trata de una cuestión de práctica y experiencia. Tengo entendido que, si a un egiptólogo se le enseña uno de esos escarabajos tan curiosos, con sólo mirarlo puede decir si data de antes de Jesucristo o se trata de una vulgar imitación. Y no puede dar una regla definitiva de cómo lo consigue. Lo sabe. Se ha pasado toda la vida manejando esas piezas.
"Y eso es lo que estoy tratando de decir (muy mal, ya lo sé). Esas mujeres a quienes mi sobrino califica de “ociosas” disponen de mucho tiempo y su principal interés por lo general es ocuparse de la gente. Y por eso llegan a convertirse en expertas. Ahora los jóvenes hablan con toda libertad de cosas que ni siquiera se mencionaban en mis días, pero, en cambio, tienen una mentalidad absolutamente inocente. Creen en todo y en cualquiera. Y si alguien intenta prevenirlos, aunque sea con prudencia, le dicen que tiene una mentalidad victoriana, y eso, según ellos, es como estar en un pozo."
-¿Y qué tienen de malo los pozos? -dijo don Henry.
-Exacto -respondió la señorita Marple-, es lo más necesario en una casa. Pero desde luego, no es nada romántico. Ahora debo confesarles que yo también tengo mis sentimientos como cualquiera, y en determinadas ocasiones me han herido profundamente con comentarios hechos sin pensar. Sé que a los caballeros no les interesan las cuestiones domésticas, pero debo mencionar a una doncella que tuve, Ethel, una muchacha muy atractiva y cumplidora. Ahora bien, en cuanto la vi, me di cuenta de que era como Annie Webb y la hija de la pobre señora Bruitt. Si se le presentara ocasión, eso de lo mío y de lo tuyo no significaría nada para ella. De modo que la despedí a final de mes, dándole una carta de recomendación en la que decía que era honrada y sensata, pero por mi cuenta advertí a la señora Edwards para que no la contratara, y mi sobrino Raymond se puso furioso y dijo que nunca había visto una maldad semejante, sí, maldad. Pues bien, entró en casa de la señora Ashton, a quien yo no tenía obligación de advertir, ¿y qué ocurrió? Desaparecieron todos los encajes de su ropa interior y dos broches de brillantes. La muchacha se marchó en medio de la noche y nadie ha vuelto tener noticias de ella.
La señorita Marple hizo una pausa para tomar aliento y luego continuó:
-Ustedes dirán que esto no tiene nada que ver con lo que ocurrió en el balneario de Keston Spa, pero lo tiene en cierto modo. Explica que yo no tuviera la menor duda, desde el momento en que vi juntos a los Sanders, de que él pretendía deshacerse de ella.
-¿Eh? -exclamó don Henry, inclinándose hacia delante.
La señorita Marple volvió su apacible rostro hacia él.
-Como le decía, don Henry, no me cupo la menor duda. El señor Sanders era un hombre corpulento, bien parecido, de rostro coloradote, muy franco en su trato y popular entre todos. Y nadie podía ser más amable con su esposa. ¡Pero yo sabía que trataba de deshacerse de ella!
-Mi querida señorita Marple...
-Sí, lo sé. Eso es lo que diría mi sobrino, Raymond West, que no tenía la menor prueba, pero yo recuerdo a Walter Hones. Una noche que volvía paseando con su esposa, ella se cayó al río y él cobró el dinero del seguro. Y también recuerdo a un par de personas que andan sueltas por ahí hasta la fecha. Por cierto que una de ellas pertenece a nuestra misma esfera social. Se marchó a Suiza para hacer excursiones durante el verano con su esposa. Yo le aconsejé que no fuera. La pobre ni siquiera se enfadó conmigo, se limitó a reírse. Le parecía tan gracioso que una viejecita como yo le dijera semejantes cosas de su Harry.
"Bien, bien, sufrió un accidente y ahora Harry está casado con otra, pero, ¿qué podía hacer yo? Lo sabía, pero no tenía la menor prueba."
-¡Oh, señorita Marple! -exclamó la señora Bantry-. No querrá decir que...
-Querida, estas cosas son muy corrientes, ya lo creo que lo son. Y los caballeros se sienten especialmente tentados por ser mucho más fuertes. Es tan fácil que parezca un accidente. Como les digo, en cuanto vi a los Sanders, lo supe. Fue en un tranvía. Estaba lleno y tuve que subir al piso superior. Nos levantamos los tres para apearnos y el señor Sanders perdió el equilibrio, se cayó hacia su esposa y la hizo caer escaleras abajo. Por fortuna, el cobrador era un hombre muy fuerte y logró sujetarla.
-Pero pudo tratarse muy bien de un accidente.
-Desde luego que lo fue, nada pudo ser más accidental. Pero el señor Sanders había pertenecido a la marina mercante, según me dijo, y un hombre que es capaz de conservar el equilibrio en uno de esos barcos que se inclinan tanto, no lo pierde en la imperial de un tranvía, cuando no lo perdió una vieja como yo. ¡No me diga eso!
-Y fue entonces cuando se convenció, ¿no es cierto, señorita Marple? -manifestó don Henry.
La anciana asintió.
-Estaba bastante segura, pero otro incidente ocurrido al cruzar la calle no mucho después me convenció todavía más. Ahora le pregunto a usted, don Henry, ¿qué podía hacer yo? Allí estaba una mujercita casada y feliz que no tardaría en ser asesinada.
-Mi querida amiga, me deja usted sin respiración.
-Eso le pasa porque, como la mayoría de la gente de hoy en día, no se enfrenta usted a los hechos. Prefiere pensar que ciertas cosas son imposibles. Pero son así y yo lo sabía. ¡Pero una se ve atada de pies y manos! Por ejemplo, no podía acudir a la policía; advertir a la joven hubiera sido inútil. Estaba enamorada de aquel hombre. De modo que me dispuse a averiguar todo lo que pudiera acerca de ellos. Hay un sinfín de oportunidades mientras se hace labor alrededor del fuego. La señora Sanders, Gladys era su nombre de pila, estaba deseosa de hablar. Al parecer no llevaban mucho tiempo casados. Su esposo debía heredar algunas propiedades, pero por el momento estaban bastante mal de dinero. En resumen, vivían de la pequeña renta de ella. Ya había oído la misma historia otras veces. Se lamentaba de no poder tocar el capital. ¡Al parecer, alguien había tenido un poco de sentido común! Pero el dinero era suyo y podía dejárselo a quien quisiera, según averigüé. Ella y su esposo habían hecho testamento, poco después de su matrimonio, uno a favor del otro. Muy conmovedor. Claro que cuando a Jack le fueran bien las cosas... Esa era la carga que debían soportar y entretanto andaban bastante apurados. Por aquel entonces tenían una habitación en el piso más alto, entre las del servicio, y muy peligrosa en caso de incendio, aunque tenían una escalera de incendios precisamente delante de la ventana. Me informé prudentemente de si tenían balcón. Son tan peligrosos los balcones... un empujoncito y...
"Le hice prometer a ella que no se asomaría al balcón, que había tenido un sueño. Esto la impresionó. A veces se puede hacer algún favor aprovechándose de la superstición. Era una joven rubia, de facciones un tanto desdibujadas, que llevaba los cabellos recogidos en un moño sobre la nuca. Y muy crédula. Le contó a su marido lo que yo le había dicho y observé que él me miraba con curiosidad un par de veces. Él no era crédulo y sabía que yo iba en aquel tranvía.
"Pero yo estaba preocupada, muy preocupada, porque no veía cómo podría engañarle. Podía impedir que ocurriese algo en el balneario con sólo decir unas palabras que le demostraran mis sospechas, pero eso únicamente significaría aplazar su plan hasta más tarde. No, empecé a creer que la única política aconsejable era una más osada y, de un modo u otro, tenderle una trampa. Si consiguiera inducirle a atentar contra la vida de su esposa por algún medio escogido por mí, entonces quedaría desenmascarado y ella se vería obligada a enfrentarse con la verdad por mucho que le sorprendiera."
-Me deja usted sin habla -dijo el doctor Lloyd-. ¿Qué plan podía usted seguir?
-Hubiera encontrado alguno, no tema -replicó la señorita Marple-. Pero aquel hombre era demasiado listo para mí y no esperó. Pensó que yo podía sospechar y, por ello, actuó antes de que pudiera asegurarme. Sabía que yo recelaría de un accidente, así que cometió el crimen.
Un murmullo recorrió la habitación, y la señorita Marple asintió con los labios apretados.
-Temo haberlo expuesto con bastante brusquedad. Debo tratar de explicarles exactamente lo ocurrido. Siempre he experimentado un sentimiento de amargura al recordarlo. Siempre me he sentido como si hubiera debido evitarlo a toda costa, pero quién conoce los designios del señor. De todas formas hice lo que pude.
"Se respiraba una atmósfera extraña, como si flotara una amenaza en el aire oprimiéndonos a todos: el presentimiento de una desgracia. Para empezar, primero murió George, el jefe de porteros, que llevaba años en el balneario y conocía a todo el mundo. Cogió una neumonía complicada con bronquitis y falleció en cuatro días. Fue muy triste para todos. Y, además, cuatro días antes de Navidad. Y luego una de las doncellas, una chica muy simpática; se le infectó un dedo y murió a las veinticuatro horas.
"Yo me encontraba en el salón con la señorita Trollope y la anciana señora Carpenter, y ésta se mostraba terriblemente pesimista.
"-Fíjense bien en lo que les digo -anunció-. Seguro que la cosa no acaba aquí. ¿Conocen el refrán? No hay dos sin tres. Siempre resulta cierto. Tendremos otra muerte, no me cabe la menor duda. Y no habrá que esperar mucho. No hay dos sin tres.
"Cuando dijo estas últimas palabras, moviendo afirmativamente la cabeza y haciendo tintinear sus agujas de punto, yo alcé la vista un momento y mis ojos se encontraron con el señor Sanders, que permanecía de pie junto a la puerta. Por un momento le pillé desprevenido y pude leer en su rostro con la misma facilidad que en un libro abierto. Creeré hasta el fin de mis días que las palabras de la señora Carpenter le dieron la idea. Vi que trabajaba su cerebro. Y penetró en la estancia con su habitual sonrisa.
"-¿Puedo hacer alguna compra de Navidad por ustedes, señoras? -preguntó-. Voy a ir ahora a Keston.
"Permaneció en nuestra compañía durante un par de minutos, riéndose y charlando, y luego se marchó. Como les digo, yo estaba preocupada y dije inmediatamente:
"-¿Dónde está la señora Sanders? ¿Alguien lo sabe?
"La señorita Trollope dijo que había ido a jugar al bridge con unos amigos suyos, los Mortimer, y me tranquilicé momentáneamente, pero seguía preocupada, pues no sabía qué hacer. Media hora más tarde, subí a mi habitación y por el camino me encontré al doctor Coler, mi médico, y como quería consultarle acerca de mi reuma, lo llevé a mi habitación. Fue entonces cuando me habló (confidencialmente, según dijo) de la muerte de la pobre Mary, la doncella. El gerente no quería que se supiera y por ello me aconsejó que no se lo dijera a nadie. Desde luego yo no le dije que no hablábamos de otra cosa desde hacía una hora, cuando la pobre joven exhaló su último suspiro. Esas noticias corren en seguida y un hombre de su experiencia debía saberlo bastante bien. Pero el doctor Coler fue siempre un individuo confiado que creía lo que quería creer, y eso fue lo que me alarmó un minuto más tarde, al decirme que Sanders le había pedido que echara un vistazo a su esposa, pues últimamente no hacía bien las digestiones, etc.
"Y aquel mismo día Gladys Sanders me había dicho que había hecho maravillosamente la digestión y que estaba muy contenta.
"¿Comprenden? Todas mis sospechas volvieron a mí centuplicadas. Estaba preparando el camino... ¿para qué? El doctor Coler se marchó antes de que yo me hubiera decidido a hablarle, aunque, de haberlo hecho, no hubiera sabido qué decir. Cuando salí de la habitación, Sanders en persona bajaba del piso de arriba. Iba vestido para salir y me preguntó si quería algo de la ciudad. ¡Hice un esfuerzo terrible para contestarle amablemente! Y luego fui al vestíbulo para pedir un té. Recuerdo que eran más de las cinco y media.
"Ahora quisiera explicarles claramente lo que ocurrió a continuación. A las siete menos cuarto seguía aún en el vestíbulo cuando vi entrar a el señor Sanders acompañado de dos caballeros. Los tres venían muy 'alegres'. El señor Sanders, dejando a sus amigos, vino hacia donde yo me encontraba sentada con la señorita Trollope para pedirnos consejo acerca del regalo de Navidad que pensaba hacerle a su esposa. Se trataba de un bolso de noche muy elegante.
"-Comprenderán, señoras -nos dijo-, que yo soy simplemente un rudo lobo de mar. ¿Qué entiendo yo de estas cosas? Me han dejado tres para que escoja y deseo contar con una opinión experta.
"Por supuesto, nosotras le dijimos que le ayudaríamos encantadas, y nos pidió que le acompañáramos a su habitación, ya que si los bajaba temía que su esposa pudiera llegar en cualquier momento. De modo que subimos con él. Nunca olvidaré lo que ocurrió luego, aún tiemblo al pensarlo.
"El señor Sanders abrió la puerta de su dormitorio y encendió la luz. No sé cuál de nosotras la vio primero.
"La señora Sanders estaba tendida en el suelo, boca abajo, muerta.
"Yo fui la primera en llegar junto a ella. Me arrodillé y le cogí la mano para tomarle el pulso, pero era inútil, su brazo estaba frío y rígido. Junto a su cabeza había un calcetín lleno de arena, el arma con la que la habían golpeado. La señorita Trollope, una criatura estúpida, gemía en la puerta con las manos en la cabeza. Sanders gritó: “Mi esposa, mi esposa”, y corrió hacia ella. Yo le impedí tocarla. Comprendan, en aquel momento estaba segura de que había sido él, y tal vez quisiera quitar u ocultar alguna cosa.
"-No hay que tocar nada -le dije-. Domínese, señor Sanders. Señorita Trollope, haga el favor de ir a buscar al gerente.
"Yo permanecí arrodillada junto al cadáver. No quería que Sanders se quedara a solas con él. Y no obstante tuve que admitir que, si el hombre estaba fingiendo, lo hacía maravillosamente. Daba la impresión de estar completamente fuera de sí.
"El gerente no tardó en reunirse con nosotros y, tras inspeccionar rápidamente la habitación, nos hizo salir a todos y cerró la puerta con una llave que se guardó. Luego fue a telefonear a la policía. Tardaron un siglo en aparecer. Luego supimos que la línea estaba estropeada y que había tenido que enviar a un mozo al puesto de policía, y el balneario está fuera de la ciudad, junto a los páramos. La señora Carpenter estaba muy satisfecha de que su profecía “No hay dos sin tres” se hubiera cumplido tan rápidamente. Oí decir que Sanders paseaba por los alrededores con las manos en la cabeza, gimiendo y demostrando un gran pesar.
"Finalmente llegó la policía y subieron a la habitación con el gerente y el señor Sanders. Más tarde enviaron a buscarme. El inspector escribía sentado ante una mesa. Era un hombre inteligente y me gustó.
"-¿Señorita Marple? -preguntó.
"-Sí.
"-Tengo entendido que estaba usted presente cuando fue encontrado el cadáver de la difunta.
"Respondí que sí y pasé a contarle lo ocurrido. Creo que para el buen hombre fue un alivio encontrar a alguien que respondiera a sus preguntas con coherencia, después de haber tenido que tratar con Sanders y Emily Trollope, que estaba completamente desmoronada, es natural, la pobrecilla. Recuerdo que mi querida madre me enseñó que una señora ha de saberse dominar siempre en público, por mucho que se descomponga en privado.
"-Un principio admirable -dijo don Henry con admiración.
"-Cuando hube terminado, el inspector me dijo:
"-Gracias, señora. Ahora lamento tener que pedirle que vuelva a mirar el cadáver. ¿Era ésa exactamente su posición cuando usted entró en la habitación? ¿No ha sido movido?
"Le expliqué que había impedido que lo hiciera el señor Sanders y el inspector asintió con aire de aprobación.
"-El caballero parece muy afectado -observó.
"-Sí, lo parece -repliqué.
"No pensaba haber puesto ningún énfasis especial en el “lo parece”, pero el inspector me miró con interés.
"-¿De modo que el cadáver se encuentra exactamente igual a como estaba cuando lo encontraron? -me dijo.
"-Sí, con la excepción del sombrero -repliqué.
"El inspector me miró sorprendido.
"-¿Qué quiere usted decir? ¿El sombrero?
"Le expliqué que la pobre Gladys lo llevaba puesto, mientras que ahora estaba junto a ella. Yo supuse que había sido cosa de la policía, pero, sin embargo, el inspector lo negó rotundamente. Hasta el momento nada había sido movido o tocado, y permaneció unos instantes contemplando la figura de la difunta con expresión preocupada. Gladys iba vestida como si se dispusiera a salir: llevaba un abrigo de lana rojo oscuro con cuello de piel, y el sombrero, un modelo barato de fieltro rojo, estaba caído junto a su cabeza.
"El inspector se quedó nuevamente en silencio con el entrecejo fruncido. Luego se le ocurrió una idea.
"-¿Recuerda usted por casualidad si la difunta llevaba pendientes o si solía llevarlos?
"Por suerte tengo la costumbre de ser muy observadora. Recordaba haber visto brillar una perla bajo el ala del sombrero, aunque entonces no le presté atención especial, pero pude contestar afirmativamente a la primera pregunta.
"-Entonces concuerda. El contenido del joyero de esta señora ha sido robado, aunque no había en él gran cosa de valor según tengo entendido, y le quitaron los anillos de los dedos. El asesino debió olvidar los pendientes y regresó por ellos después de descubierto el crimen. ¡Qué sangre fría! O tal vez... -miró a su alrededor y continuó despacio-... es posible que haya estado escondido en esta habitación todo el tiempo.
"Pero yo me negué a aceptar la idea. Le expliqué que yo misma había mirado debajo de la cama y que el gerente abrió las puertas del armario, y no existía ningún otro lugar donde pudiera esconderse un hombre. Es cierto que la parte central del armario estaba cerrada con llave, pero era sólo un espacio lleno de estantes y nadie pudo haberse escondido allí.
"El inspector asintió mientras yo le iba explicando todo aquello.
"-Tiene usted razón, señora -me dijo-. En ese caso, como ya le he dicho antes, debió regresar. ¡Un asesino de tremenda sangre fría!
"-¡Pero el gerente cerró la puerta y se guardó la llave!
"-Eso no significa nada. Queda el balcón y la escalera de incendios, por ahí entró el asesino. Es bastante probable que ustedes lo sorprendieran, se deslizara por la ventana y luego, al marcharse ustedes, regresara para continuar su trabajo.
"-¿Está usted seguro -le pregunté- de que era un ladrón?
"Me contestó secamente:
"-Bueno, eso parece, ¿no?
"Pero algo en su tono me tranquilizó. Comprendí que no le convencía el papel de viudo inconsolable que intentaba representar el señor Sanders.
"Admito con toda franqueza que me encontraba bajo lo que nuestros vecinos los franceses llaman ideé fixe. Sabía que aquel hombre, Sanders, intentaba matar a su esposa. Y no cabía desde mi punto de vista la extraña y fantástica posibilidad de una coincidencia. Estaba segura de que mi presentimiento acerca del señor Sanders era absolutamente justificado. Aquel hombre era un malvado. Y a pesar de que todos sus fingimientos hipócritas no habían conseguido engañarme, recuerdo haber pensado que fingía su sorpresa y aflicción maravillosamente bien. Parecían tan espontáneas, ya saben lo que quiero decir. Debo admitir que, después de mi conversación con el inspector, empecé a sentirme invadida por la duda. Porque si Sanders había sido el autor de aquel horrible crimen, yo no podía imaginar razón alguna por la que debiera haber vuelto por la escalera de incendios a llevarse los pendientes de su esposa. No hubiera sido lógico, y Sanders era un hombre muy sensato, por eso lo consideré siempre tan peligroso."
La señorita Marple contempló unos instantes a su audiencia.
-¿Ven tal vez adonde quiero ir a parar? En este caso creo que estaba tan segura que eso me cegó y el resultado me causó profunda sorpresa ya que se probó, sin la menor duda posible, que el señor Sanders no pudo cometer el crimen.
La señora Bantry exclamó un “oh” de sorpresa y la señorita Marple se volvió hacia ella.
-Ya sé, querida, que no era eso lo que usted esperaba cuando empecé mi historia. Yo tampoco lo esperaba. Pero los hechos son los hechos y, si se demuestra que uno se ha equivocado, hay que ser humilde y volver a empezar de nuevo. Yo sabía que el señor Sanders era un asesino en potencia y nunca ocurrió nada que destruyera esta opinión.
"Y ahora supongo que le gustará saber lo que ocurrió en realidad. La señora Sanders, como ya saben, pasó la tarde jugando al bridge con unos amigos, los Mortimer, a los que dejó a eso de las seis y cuarto. De la casa de sus amigos al balneario había un cuarto de hora paseando y algo menos a buen paso. Debió regresar a las seis y media. Nadie la vio entrar, de modo que debió hacerlo por la puerta lateral y subir directamente a su habitación. Allí se cambió (el traje chaqueta que llevaba para jugar al bridge estaba colgado en el armario) y se disponía a salir otra vez cuando la golpearon. Es muy posible que no llegara a enterarse de quién la golpeó. Tengo entendido que un calcetín relleno de arena es un arma eficiente. Eso hace pensar que su agresor debía estar escondido en la habitación, posiblemente en uno de los armarios, el que no abrió.
"Ahora pasemos a relatar los movimientos del señor Sanders. Salió, como ya he dicho, a eso de las cinco y media o un poco después. Realizó algunas compras en un par de tiendas y, cerca de las seis, entró en el Gran Hotel Spa, donde se reunió con dos amigos, los mismos que más tarde lo acompañaron al balneario. Estuvieron jugando al billar y deduzco que también bebieron bastante whisky. Esos dos hombres (se llamaban Hitchcock y Spender) estuvieron con él desde las seis en adelante. Vinieron caminando con él hasta el balneario y sólo se separó de ellos para venir a hablar conmigo y la señorita Trollope, y eso, como les dije, fue cerca de las siete menos cuarto, hora en que su esposa ya debía de estar muerta.
"Debo decirles que yo misma hablé con esos dos amigos y no me gustaron. No eran ni simpáticos ni caballeros, pero tuve la certeza de que decían absolutamente la verdad al declarar que Sanders había pasado todo el tiempo en su compañía.
"Luego se averiguó otra cosa. Al parecer, durante la partida de bridge, llamaron por teléfono a la señora Sanders. Un tal señor Littleworth deseaba hablar con ella. Pareció excitada y satisfecha por algo. Casualmente, cometió un par de errores importantes y se marchó antes de lo que esperaban.
"Le preguntaron al señor Sanders si sabía si aquel señor Littleworth era una de las amistades de su esposa, mas declaró que nunca había oído aquel nombre. Y a mí me pareció, por la actitud de su esposa, que ella tampoco debía saber gran cosa de aquel Littleworth. Sin embargo, volvió del teléfono sonriente y ruborizada, lo cual hace suponer que quienquiera que fuese no dio su verdadero nombre, y eso en sí parece sospechoso, ¿no creen?
"De todas formas, el problema quedaba planteado así: O bien era cierta la historia del ladrón, cosa improbable, o bien la teoría de que la señora Sanders se estaba preparando para ir a reunirse con alguien. ¿Ese alguien entró en su habitación por la escalera de incendios? ¿Hubo una pelea? ¿O la atacó a traición?"
La señorita Marple se detuvo.
-¿Y bien? -preguntó don Henry-. ¿Cuál es la solución?
-Me estaba preguntando si la habría adivinado alguno de ustedes.
-Nunca he sido buena adivina -contestó la señora Bantry-. Me parece una lástima que Sanders tuviera una coartada tan maravillosa. Pero si a usted le satisfizo, tenía que ser cierta.
Jane Helier hizo una pregunta moviendo su hermosa cabecita.
-¿Por qué estaba cerrada una puerta del armario?
-Qué inteligente es usted, querida -dijo la señorita Marple con el rostro resplandeciente-. Eso es lo que yo me pregunté, aunque la explicación era bien sencilla. En su interior había un par de zapatillas bordadas y unos pañuelos de bolsillo que la pobrecilla bordaba para su esposo como regalo de Navidad. Por eso estaba cerrado y la llave fue encontrada en su bolso.
-¡Oh! -dijo Jane Helier-. Entonces, al fin y al cabo, no tiene interés.
-¡Oh, claro que sí! -replicó la señorita Marple-. Es precisamente la única cosa interesante, lo que hizo fracasar los planes del asesino.
Todos miraron a la anciana.
-Yo no lo comprendí hasta al cabo de dos días -dijo la señorita Marple-. Le estuve dando vueltas y más vueltas, y de pronto lo vi todo claro. Fui a ver al inspector para pedirle que probara una cosa y lo hizo. Le pedí que le pusiera el sombrero a la pobre difunta, y no pudo, por supuesto. No le cabía. ¿Comprenden?, no era suyo.
La señora Bantry se sobresaltó.
-Pero, ¿no lo tenía puesto al principio?
-En su cabeza no.
La señorita Marple se detuvo un momento para dejar que sus palabras hicieran efecto, y luego continuó:
-Dimos por hecho que aquel cadáver era el de la pobre Gladys, pero no le miramos la cara. Recuerden que estaba boca abajo y el sombrero le tapaba completamente la cabeza.
-Pero, ¿fue asesinada?
-Sí, más tarde. En el momento en que nosotros avisábamos a la policía, Gladys Sanders estaba viva.
-¿Quiere decir que otra persona fingió ser la muerta? Pero sin duda cuando usted la tocó...
-Era un cadáver lo que yo toqué, desde luego -replicó la señorita Marple en tono grave.
-Pero válgame el cielo -dijo el coronel Bantry-, no es posible deshacerse de un cadáver con tanta facilidad. ¿Qué hicieron después con el primero?
-Lo devolvió -dijo la señorita Marple-. Fue una idea malvada, pero muy inteligente, y se la dieron las palabras que nos oyó decir en el salón. ¿Por qué no utilizar el cadáver de la pobre Mary, la doncella? Recuerden que la habitación de los Sanders estaba entre las de los criados. Y la de Mary estaba dos puertas más allá, y los de la funeraria no irían a recoger el cadáver hasta después de que anocheciera. Él contaba con ello. Se llevó el cadáver por el balcón (a las cinco era ya de noche) y lo vistió con un traje de su esposa y su abrigo encarnado. ¡Y entonces encontró cerrada con llave la puerta del armario donde su esposa guardaba los sombreros! Sólo podía hacer una cosa: coger uno de los sombreros de la doncella. Nadie habría de notarlo. Dejó el calcetín relleno de arena junto a ella y fue en busca de sus amigos para establecer su coartada.
"Telefoneó a su esposa dando el nombre de el señor Littleworth. Ignoro lo que le diría, ella era tan crédula, pero consiguió que abandonara su partida de bridge y regresara antes para encontrarse con él a las siete, junto a la escalera de incendios del balneario. Probablemente diciéndole que le reservaba una sorpresa.
"Regresó al balneario con sus amigos y se las arregló de modo que la señorita Trollope y yo descubriéramos el crimen con él. Incluso hizo ademán de querer dar la vuelta al cadáver ¡y yo lo detuve! Luego se avisó a la policía y él salió a lamentarse por los alrededores.
"Nadie le pidió que presentara una coartada después del crimen. Se reúne con su esposa, la hace subir por la escalera de incendios y entrar en su dormitorio. Tal vez le ha contado ya alguna historia para explicar la presencia del cadáver. Ella se inclina junto a él y Sanders la golpea con el calcetín relleno de arena. ¡Oh, Dios mío! ¡Todavía me estremezco! Y la chaqueta la cuelga en el armario y la viste con las ropas del otro cadáver.
"Pero el sombrero no le entra. La cabeza de Mary es pequeña y, en cambio, Gladys Sanders, como ya he dicho, llevaba un gran moño en la nuca. Por ello se ve obligado a dejarlo junto a ella con la esperanza de que nadie lo note. Luego vuelve a llevar el cuerpo de la pobre Mary a su habitación, donde la coloca de nuevo decorosamente."
-Parece increíble -dijo el doctor Lloyd-. Los riesgos que llegó a correr. La policía podía haber llegado demasiado pronto.
-Recuerde que la línea telefónica estaba averiada -replicó la señorita Marple-. Eso fue parte de su obra. No podía arriesgarse a que la policía se presentara demasiado pronto y, cuando llegaron, estuvieron un buen rato en el despacho del gerente antes de subir al dormitorio. Ésa era la parte más peligrosa de su plan: que alguien notara la diferencia entre un cuerpo que llevaba dos horas muerto y otro que sólo llevaba media hora. Pero confiaba en que las personas que habían descubierto el crimen no fueran expertas en la materia.
El doctor Lloyd asintió.
-Se supuso que el crimen había sido cometido a las siete menos cuarto poco más o menos. Y en realidad lo fue a las siete o pocos minutos después. Cuando el forense examinó el cadáver, debían ser cuanto menos las siete y media, y no podía precisarlo.
-Yo era la única que podía haberse dado cuenta -dijo la señorita Marple-. Cogí la mano de la muchacha y estaba fría como el hielo. ¡Poco después el inspector dijo que el crimen debía haberse cometido poco antes de nuestra llegada y yo no me di cuenta!
-Creo que se dio usted cuenta de muchas cosas, señorita Marple -replicó don Henry-. Ese caso ocurrió antes de que yo ocupara mi cargo. Ni siquiera recuerdo haberlo oído. ¿Qué ocurrió?
-Sanders fue ahorcado -explicó la señorita Marple-. Nunca me arrepentiré de haber ayudado a hacer justicia. No tengo esos escrúpulos humanitarios que rechazan la pena capital.
Su rostro se dulcificó.
-Pero me he reprochado a menudo amargamente no haber sabido salvar la vida de aquella pobre joven. ¿Pero quién hubiera escuchado a una pobre vieja? Vaya, vaya, ¿quién sabe? Tal vez fuera mejor para ella morir cuando era feliz que vivir luego desgraciada y desilusionada en un mundo que de pronto le hubiera parecido horrible. Ella amaba a aquel canalla y confiaba en él. Nunca llegó a descubrirlo.
-Bueno, entonces -dijo Jane Helier- todo terminó bien. Muy bien, quiero decir... -Se detuvo.
La señorita Marple miró a la hermosa y célebre Jane Helier y dijo asintiendo hacia ella amablemente:
-Comprendo, querida, comprendo.
FIN
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La hierba mortal[Cuento. Texto completo]Agatha Christie |
Ahora usted, señora B -dijo don Henry Clithering. La señora Bantry, su anfitriona, lo miró con aire de reproche.-Le he dicho muchas veces que no me gusta que me llame señora B. Es una falta de respeto.
-Scherezade, entonces...
-¡Y menos aún Sch... cómo se llame! Nunca fui capaz de contar una historia con propiedad. Pregúntele a Arthur si no me cree.
-Eres bastante buena relatando los hechos, Dolly -exclamó el coronel Bantry-, pero no sabes adornarlos.
-Eso es -respondió la señora Bantry, hojeando el catálogo de bulbos que tenía ante ella-. Les he estado escuchando a todos y no sé cómo lo hacen. "Él dijo, ella dijo, yo me pregunté, ellos pensaron, todos supieron..." Bueno, pues ¡yo no sé! Y además no tengo ninguna historia interesante que contar.
-No podemos creerlo, señora Bantry -dijo el doctor Lloyd meneando su cabeza de grises cabellos con incredulidad.
La anciana señorita Marple dijo con su dulce voz:
-Seguramente, querida...
La señora Bantry continuó insistiendo obstinadamente.
-Ustedes no saben lo monótona que es mi vida. Entre las dificultades del servicio, ir a la ciudad de compras, al dentista y a Ascot (lo que por cierto odia Arthur), y luego el jardín...
-¡Ah! -dijo el doctor Lloyd-. El jardín. Ya sabemos todos dónde tiene usted puesto su corazón, señora Bantry.
-Debe de ser muy bonito tener un jardín -dijo Jane Helier, la hermosa y joven actriz-. Es decir, cuando no hay que cavar y ensuciarse las manos. ¡Me gustan tanto las flores!
-El jardín -exclamó don Henry-. ¿No podríamos tomarlo como punto de partida? Vamos, señora. ¡El bulbo envenenado, los narcisos de la muerte, la hierba mortal!
-Es curioso que haya dicho eso -observó la señora Bantry-. Acabo de recordar una cosa. Arthur, ¿te acuerdas de aquel caso que se presentó ante el juzgado de Clodderham? Ya sabes. El del viejo don Ambrose Bercy. ¿Recuerdas que lo considerábamos un anciano cortés y encantador?
-Vaya, pues es verdad. Sí, fue un caso extraño. Adelante, Dolly.
-Sería mejor que lo contaras tú, querido.
-Tonterías, adelante. Eres muy capaz de dirigir tu propio barco. Yo ya he cumplido con mi parte.
La señora Bantry inhaló profundamente y, entrelazando las manos y con rostro angustiado, empezó a hablar muy deprisa.
-Bueno, en realidad no hay mucho que contar. La hierba mortal es lo que me lo ha hecho recordar, aunque yo lo llamo salvia y dedalera.
-¿Salvia y dedalera? -preguntó el doctor Lloyd.
La señora Bantry asintió.
-Así es como sucedió. Arthur y yo estábamos en casa de don Ambrose Bercy, en Clodderham Court, y un día, por error (un error que siempre consideré muy estúpido), cogieron un montón de hojas de dedalera entre la salvia. Aquella noche cenamos pato relleno con salvia y todos se sintieron mal, y una pobre muchacha, la pupila de don Ambrose, murió.
Se detuvo.
-Vaya, vaya -dijo la señorita Marple-, qué tragedia.
-¿Verdad?
-Bien -replicó don Henry-, ¿y qué pasó luego?
-Pues nada más -contestó la señora Bantry-, eso es todo.
Todos se quedaron sorprendidos. Aunque ya habían sido advertidos, no esperaban una brevedad semejante.
-Pero, mi querida señora -insistió don Henry-, tiene que haber algo más. Lo que usted acaba de contarnos es un caso trágico, pero no tiene nada de problema.
-Bueno, claro que hay algo más -dijo la señora Bantry-. Pero si se lo dijera, ya sabrían de qué se trata.
Y mirando desafiadoramente a los reunidos les dijo con sencillez:
-Ya les dije que yo no sabía adornar las cosas y convertirlas en una verdadera historia.
-¡Aja! -exclamó don Henry ajustándose las gafas-. ¿Sabe, Scherezade, que es muy ingenioso su modo de desafiar nuestro ingenio? No estoy seguro de que no lo haya hecho a propósito para estimular nuestra curiosidad. Propongo una ronda de preguntas. Señorita Marple, ¿quiere usted empezar?
-Me gustaría saber algo de la cocinera -dijo la señorita Marple-. Debía de ser una mujer muy tonta o muy inexperta.
-Era muy tonta -replicó la señora Bantry-. Después se lamentaba un montón y decía que le habían llevado las hojas como si fueran de salvia, ¿y cómo iba ella a saber que no lo eran?
-Cualquiera lo hubiera visto -dijo la señorita Marple.
-¿Probablemente era una mujer mayor y buena cocinera?
-Excelente -contestó la señora Bantry.
-Ahora le toca a usted, señorita Helier -dijo don Henry.
-¡Oh! ¿Se refiere a que me toca preguntar? -hubo una pausa mientras Jane reflexionaba y al fin dijo-: La verdad es que no sé qué preguntar.
Sus hermosos ojos miraron suplicantes a don Henry.
-¿Por qué no pregunta por los personajes del drama? -le sugirió con una sonrisa.
Jane seguía mirándolo desorientada.
-Que haga la presentación de los personajes por orden de aparición -continuó don Henry en tono amable.
-¡Ah, sí! -exclamó Jane-. Es una buena idea.
La señora Bantry empezó a contarlos con los dedos.
-Don Ambrose, Sylvia Keene (la joven que murió), una amiga suya que pasaba unos días allí llamada Maud Wye, una de esas muchachas morenas y feas que no sé cómo se las arreglan para resultar atractivas, nunca he sabido cómo lo consiguen. Luego un tal señor Curie, que había ido a discutir acerca de algunos libros con don Ambrose, libros raros con títulos en latín, todos ellos mohosos pergaminos. Jerry Lorimer, una especie de vecino. Su finca, Firlies, lindaba con la de don Ambrose. Y una tal señora Carpenter, una de esas gatas de mediana edad que siempre se las arreglan para instalarse cómodamente en cualquier parte. Supongo que en cierto modo hacía de dame de compagnie de Sylvia.
-Ahora me toca a mí -dijo don Henry-, puesto que estoy sentado junto a la señorita Helier. Y quiero saber muchas cosas. Quiero que nos haga una breve descripción, señora Bantry, de todos los personajes.
-¡Oh! -la señora Bantry vacilaba.
-Empiece por don Ambrose -continuó don Henry-. ¿Qué tal era?
-¡Oh! Era un anciano de aspecto distinguido y en realidad no muy viejo, supongo que no tendría más de sesenta años. Pero estaba muy delicado, tenía el corazón muy débil y no podía subir la escalera. Tuvieron que ponerle ascensor y por eso parecía mayor de lo que era en realidad. De modales refinados... cortés, sí, creo que ésa es la palabra que mejor lo definiría. Nunca se enfadaba o se mostraba molesto. Tenía unos hermosos cabellos blancos y una voz particularmente agradable.
-Bien -dijo don Henry-. Ya conozco a don Ambrose. Ahora pasemos a Sylvia. ¿Cómo dijo que se llamaba?
-Sylvia Keene. Era muy bonita, mucho. Rubia y con un cutis precioso. Tal vez no muy inteligente, mejor dicho, bastante estúpida.
-¡Oh, vamos, Dolly! -protestó su esposo.
-Es natural que Arthur no piense así -dijo la señora Bantry en tono seco-. Pero era estúpida. En realidad nunca decía nada que valiera la pena escuchar.
-Era una de las criaturas más agraciadas que he visto nunca -dijo el coronel Bantry acaloradamente-. Si la hubiesen visto jugando al tenis: encantadora, realmente encantadora. Y rebosaba simpatía. Era divertidísima y muy bonita. Apuesto a que todos los jóvenes pensaban así.
-Ahí es donde te equivocas -dijo la señora Bantry-. Las jóvenes así no tienen encanto para los muchachos de hoy en día. Sólo a los viejos chapados a la antigua como tú, Arthur, les gustan las chicas jóvenes.
-Ser joven no lo es todo -intervino Jane-. Hay que tener C.S.
-¿Qué es C.S.? -quiso saber exactamente la señorita Marple.
-Carisma sexual -replicó Jane.
-¡Ah, sí! -dijo la señorita Marple-. Lo que en mis tiempos se llamaba "encanto".
-No es mala descripción -comentó don Henry-. Creo haber entendido que ha descrito usted a la dama de compañía como una gata, señora Bantry.
-No me refería a una gata, sino a algo muy distinto -exclamó la señora Bantry-. Adelaida Carpenter era una persona muy dulce.
-¿Qué edad tendría?
-¡Oh! Yo diría que unos cuarenta años. Llevaba algún tiempo en la casa, creo que desde que Sylvia tenía once años. Era una persona de mucho tacto. Una de esas viudas que quedan en una situación económica delicada, con muchos parientes aristócratas, pero sin dinero. A mí no me gustaba mucho, pues nunca me han gustado las personas de manos blancas y largas, ni tampoco los gatos.
-¿Y el señor Curie?
-¡Oh! Era uno de esos ancianos encorvados. Hay tantos como él, que apenas se distinguen unos de otros. Demostraba gran entusiasmo cuando se hablaba de sus librejos, pero ninguno por otras cosas. No creo que don Ambrose lo conociera muy bien.
-¿Y Jerry, el vecino?
-Era un muchacho realmente encantador y estaba prometido a Sylvia. Por eso fue tan triste.
-Quisiera saber... -empezó a decir la señorita Marple, y luego se calló.
-¿Qué?
-Nada, querida.
Don Henry contempló a la anciana con curiosidad y al cabo dijo pensativo:
-De modo que esa joven pareja estaba prometida. ¿Hacía mucho tiempo que eran novios?
-Cosa de un año. Don Ambrose se había opuesto a su noviazgo pretextando que Sylvia era demasiado joven. Pero tras un año de relaciones se prometieron y la boda debía haberse celebrado muy pronto.
-¡Ah! ¿Tenía alguna propiedad esa joven?
-Casi nada, sólo unas cien o doscientas libras al año.
-Ahí no hay gato encerrado, Clithering -dijo el coronel Bantry riendo.
-Ahora le toca preguntar al doctor -dijo don Henry-. Yo me reservo por ahora.
-Mi curiosidad es principalmente profesional -dijo el doctor Lloyd-. Quisiera saber el informe médico que se presentó en la encuesta oficial, es decir, si nuestra anfitriona lo recuerda o lo sabe.
-Creo que lo recuerdo, más o menos -replicó la señora Bantry-. Dijeron que la muerte fue debida a envenenamiento por digitalina. ¿Lo digo bien?
El doctor Lloyd asintió.
-El principio activo de la dedalera, la digitalina, actúa sobre el corazón. Por cierto, que es una droga muy valiosa para ciertas afecciones cardíacas. Es un caso muy curioso. Nunca hubiera pensado que tomar una infusión de hojas de dedalera pudiera resultar fatal. Se han exagerado mucho los daños producidos por comer hojas venenosas y bayas. Muy pocas personas comprenden que el principio vital o alcaloide ha de ser extraído con mucho cuidado y elaboración.
-La señora McArthur envió el otro día unos bulbos especiales a la señora Toomie -explicó la señorita Marple-. La cocinera los tomó por cebollas y, al comerlos, toda la familia se puso enferma.
-Pero no murió nadie -dijo convencido el doctor Lloyd
-No, no se murió nadie -admitió la señorita Marple.
-Una amiga mía murió envenenada por alimentos en mal estado -dijo Jane Helier.
-Debemos continuar con nuestro crimen -intervino don Henry.
-¿Crimen? -exclamó Jane sobresaltada-. Creía que se trataba de un accidente.
-Si fuera un accidente -respondió don Henry en tono amable-, no creo que la señora Bantry nos hubiera contado esta historia. No, por lo que deduzco, fue accidente sólo en apariencia, detrás se escondía algo más siniestro. Recuerdo un caso: varios invitados a una fiesta charlaban después de cenar. Las paredes estaban adornadas con toda clase de armas antiguas. Bromeando, uno de los reunidos cogió una vieja pistola y apuntó a otro simulando disparar. La pistola estaba cargada, se disparó y mató al otro hombre. Tuvimos que averiguar primero quién había preparado secretamente la pistola y, segundo, quién había dirigido la conversación para obtener el resultado final, pues el hombre que había disparado el arma era completamente inocente.
"Me parece que en este caso se nos presenta el mismo problema. Esas hojas de dedalera fueron mezcladas deliberadamente con las de salvia sabiendo cuál sería el resultado. Puesto que descartamos a la cocinera... la descartamos, ¿verdad...?, la pregunta es: '¿Quién cogió las hojas y las llevó a la cocina?'."
-Eso es fácil de responder -dijo la señora Bantry-. Por lo menos la última parte de la pregunta. Fue la propia Sylvia quien las llevó a la cocina. Formaba parte de sus ocupaciones diarias recoger la ensalada, las hierbas, los manojos de zanahorias, todas esas cosas que los jardineros nunca escogen bien. No les gusta coger nada tierno, esperan hasta que maduran demasiado. Sylvia y la señora Carpenter solían ir a buscarlas ellas mismas, y había una mata de dedalera entre las de salvia en una esquina y por ello la equivocación era bastante natural.
-Pero ¿las cogió la propia Sylvia?
-Eso nadie lo sabe, se dio por supuesto.
-Las suposiciones son siempre muy peligrosas -comentó don Henry.
-Pero sé que no fue la señora Carpenter -replicó la señora Bantry-, porque dio la casualidad de que estuvo toda la mañana paseando conmigo por la terraza. Salimos después de desayunar. Hacía un día extraordinariamente cálido y espléndido para estar tan a principios de primavera. Sylvia bajó sola al jardín, pero más tarde la vi paseando del brazo de Maud Wye.
-De modo que eran grandes amigas, ¿verdad? -preguntó la señorita Marple.
-Sí -contestó la señora Bantry y pareció querer añadir algo más, pero no lo hizo.
-¿Llevaba muchos días en la casa? -quiso saber la señorita Marple.
-Unos quince días -dijo la señora Bantry con voz preocupada.
-¿No le gustaba la señorita Wye? -insinuó don Henry.
-Sí, eso es lo malo, que sí.
La preocupación de su voz se trocó en disgusto.
-Usted nos oculta algo, señora Bantry -dijo don Henry en tono acusador.
-Sí, hace un momento también yo he querido preguntarle algo -dijo la señorita Marple-, pero he preferido callar.
-¿El qué?
-Cuando usted dijo que esa joven pareja se había prometido y que por eso resultaba tan triste. Su voz no me sonó del todo convencida cuando lo dijo, no sé si me comprende.
-Qué temible es usted -replicó la señora Bantry-. Parece que siempre sabe las cosas. Sí, pensaba en algo, pero en realidad no sé si debo decirlo o no.
-Tiene que decirlo, déjese de escrúpulos de una vez -intervino don Henry.
-Bien, pues era sólo esto -continuó la señora Bantry-. Una noche, precisamente la anterior a la tragedia, salí a la terraza antes de cenar. La ventana del salón estaba abierta y por casualidad vi a Jerry Lorimer y a Maud Wye. Él... bueno, la estaba besando. Claro que yo ignoraba si se trataba de un flirteo sin importancia, o si... bueno, quiero decir que nunca se sabe. Yo sabía que a don Ambrose nunca le había gustado Jerry Lorimer, tal vez porque sabía que era de ese estilo. Pero de una cosa estoy segura: esa chica, Maud Wye, estaba realmente interesada por él. Sólo había que ver cómo lo miraba cuando no se creía observada. Y, además, hacían mejor pareja que él y Sylvia.
-Voy a hacerle rápidamente una pregunta antes de que se me adelante la señorita Marple -dijo don Henry-. Quiero saber si, después de la tragedia, Jerry Lorimer se casó con Maud Wye.
-Sí -dijo la señora Bantry-, seis meses después.
-¡Oh! Scherezade, Scherezade -dijo don Henry-. ¡Y pensar en cómo nos presentó su historia al principio! Nos dio los huesos pelados y hay que ver la carne que vamos encontrando ahora en ellos.
-No hable usted así, no sea tan macabro -dijo la señora Bantry-. Y no emplee la palabra carne. Los vegetarianos siempre lo hacen. Dicen "yo nunca como carne" de un modo que le quitan a uno las ganas de comerse la chuleta que tiene delante. El señor Curie era vegetariano y solía desayunar una especie de mejunje parecido al salvado. Los ancianos encorvados que llevan barba suelen tener muchas manías y llevan ropa interior muy particular.
-¿Qué sabes tú de la ropa interior que llevaba el señor Curie? -preguntó su marido.
-Nada -replicó la señora Bantry muy digna-. Sólo lo imagino.
-Voy a rectificar mi declaración -dijo don Henry-. Debo reconocer que los personajes de este drama son muy interesantes. Empiezo a conocerlos a todos. ¿Verdad, señorita Marple?
-La naturaleza humana es siempre interesante, don Henry. Y es curioso ver cómo cierto tipo de personas tiende a actuar siempre del mismo modo.
-Dos mujeres y un hombre -dijo don Henry-. El eterno triángulo. ¿Es ésa la base de nuestro problema? Yo creo que sí.
El doctor Lloyd se aclaró la garganta.
-He estado pensando -empezó con bastante dificultad-. ¿Dice usted, señora Bantry, que usted también se sintió indispuesta?
-¡Por supuesto! ¡Y Arthur! ¡Y todos!
-Eso es, todos -dijo el médico-. ¿Comprenden lo que quiero decir? En la historia que don Henry acaba de contarnos, un hombre disparó contra otro, pero no contra todos los que se encontraban reunidos en la habitación.
-No comprendo -replicó Jane-. ¿Quién disparó contra quién?
-Lo que quiero decir es que quienquiera que planease el crimen lo hizo de un modo muy particular. O bien con una fe ciega en la casualidad o con un desprecio absoluto de la vida humana. Apenas puedo creer que exista un hombre capaz de envenenar deliberadamente a ocho personas con el objeto de suprimir a una de ellas.
-Ya veo por dónde va -dijo don Henry pensativo-. Confieso que debiera haber pensado en esto.
-¿Y no pudo haberse envenenado él también? -preguntó Jane.
-¿Faltó alguien a la mesa aquella noche? -quiso saber la señorita Marple.
La señora Bantry meneó la cabeza.
-Excepto el señor Lorimer, supongo, querida. Él no vivía en la casa, ¿no es cierto?
-No, pero aquella noche cenaba con nosotros -respondió la señora Bantry.
-¡Oh! -exclamó la señorita Marple-. Eso cambia mucho las cosas.
Y agregó frunciendo el entrecejo y como para sus adentros:
-He sido una tonta.
-Confieso que sus palabras me han desconcertado, Lloyd -dijo don Henry-. ¿Cómo asegurarse de que la muchacha y sólo ella tomase la dosis fatal?
-No era posible -replicó el doctor-. Eso nos plantea otra cuestión. Supongamos que la joven no fuera la víctima pretendida.
-¿Qué?
-En todos los casos de envenenamiento por vía oral el resultado es muy incierto. Varias personas se sirven del mismo plato, ¿y qué ocurre? Una o dos enferman ligeramente, otras dos, digamos, de gravedad, y otra fallece. Así es como ocurre siempre, no es posible tener plena seguridad. Pero hay casos en los que puede intervenir otro factor. La digitalina es una droga que afecta directamente al corazón, y como les he dicho se receta en ciertos casos. Ahora bien, en la casa había una persona que sufría del corazón. Supongamos que fuese la víctima escogida. Lo que no sería fatal para el resto, lo iba a ser para él, o eso es lo que pudo suponer el asesino. Que todo resultara distinto es sólo una prueba de lo que acabo de decirles: la incertidumbre y relatividad de los efectos de las drogas en los seres humanos.
-¿Cree usted que la víctima tenía que haber sido don Ambrose? -preguntó don Henry.
-Sí, sí, y la muerte de la joven fue un error.
-¿Quién heredó su dinero después de su muerte? -preguntó Jane.
-Una pregunta muy sensata, señorita Helier. Una de las primeras que hacía siempre en mi antigua profesión -dijo don Henry.
-Don Ambrose tenía un hijo -replicó lentamente la señora Bantry-. Se había peleado con él durante muchos años anteriormente. Creo que era muy rebelde. No obstante, no estaba en manos de don Ambrose poder desheredarlo ya que Clodderham Court pasaba de padres a hijos. Martin Bercy heredó el título y la hacienda. Sin embargo, don Ambrose tenía bastantes propiedades más que podía dejar a quien quisiera y que dejó a su pupila Sylvia. Sé que don Ambrose falleció al cabo de medio año de haber sucedido lo que les estoy contando y no se tomó la molestia de hacer nuevo testamento después de la muerte de Sylvia. Creo que el dinero pasó a la Corona, o tal vez a su hijo como pariente más cercano, no lo recuerdo exactamente.
-De modo que los únicos que podían realmente beneficiarse de la muerte de don Ambrose eran un hijo que no estaba allí y la muchacha que falleció -resumió don Henry, pensativo-. No resulta muy prometedor.
-¿La otra mujer no heredó nada? -preguntó Jane-. Ésa que la señora Bantry califica de "gata".
-En el testamento no constaba su nombre -dijo la señora Bantry.
-Señorita Marple, no nos escucha usted -le dijo don Henry-, parece estar muy lejos.
-Estaba pensando en el anciano señor Badger, el farmacéutico -contestó la aludida-. Tenía un ama de llaves muy joven, lo suficiente no sólo para ser su hija, sino para ser su nieta. No dijo una palabra a nadie, y su familia y un montón de sobrinos abrigaban la esperanza de heredarlo. Y cuando falleció, ¿quieren ustedes creerlo?, llevaba dos años casado con ella en secreto. Claro que el señor Badger era farmacéutico y también un hombre muy rudo y vulgar, y don Ambrose Bercy un caballero muy fino, según dice la señora Bantry, pero en conjunto la naturaleza humana es la misma en todas partes.
Hubo una pausa, durante la cual don Henry miró fijamente a la señorita Marple, quien no apartó sus ojos azules e inteligentes hasta que Jane Helier rompió el silencio con una pregunta.
-¿La señora Carpenter era bien parecida? -preguntó.
-Sí, pero sencilla, nada llamativa.
-Tenía una voz muy agradable -dijo el coronel Bantry.
-Ronroneante, así es como yo la llamo -intervino la señora Bantry-. ¡Ronroneante!
-A ti también van a llamarte "gata" cualquier día de estos, Dolly.
-Me gusta serlo en mi casa -replicó ella-. De todas formas, ya sabes que no me gustan mucho las mujeres. Sólo los hombres y las flores.
-Un gusto excelente -exclamó don Henry-. Especialmente por haber nombrado a los hombres en primer lugar.
-Eso fue por delicadeza -respondió la señora Bantry-. Bueno, ¿qué me dicen de mi problemita? Me parece que he jugado limpio, Arthur. ¿No crees que he jugado muy limpio?
-Sí, querida. Pero no creo que haya una investigación sobre la limpieza de la carrera por los comisarios del Jockey Club.
-Usted primero -dijo la señora Bantry señalando a don Henry.
-Tal vez me extienda excesivamente en mis deducciones, ya que no tengo ninguna seguridad en este caso. Primero consideremos a don Ambrose. No creo que empleara un método tan original para suicidarse, y por otro lado no ganaba nada con la muerte de su pupila. Descartado don Ambrose. Ahora el señor Curie. No tenía motivos para matar a la joven. De haber sido don Ambrose su presunta víctima, posiblemente hubiera robado un par de manuscritos raros que nadie hubiera echado de menos. Es una teoría muy cogida por los pelos y poco probable. De modo que considero que, a pesar de las sospechas de la señora Bantry en cuanto a su ropa interior, el señor Curie queda eliminado. La señorita Wye. ¿Motivos para matar a don Ambrose? Ninguno. ¿Motivos para matar a Sylvia? Poderosos. Ella quería al prometido de Sylvia con locura, según dice la señora Bantry. Aquella mañana estuvo en el jardín con Sylvia, de modo que tuvo oportunidad de coger las hojas. No, no podemos descartar a la señorita Wye así como así y tampoco al joven Lorimer. Existen motivos en ambos casos. Si se deshace de su novia puede casarse con la otra. No obstante, me parece excesivo asesinarla. ¿Qué significa hoy en día la ruptura de un compromiso? Si muere don Ambrose, se casará con una mujer rica en vez de con una pobre. Eso puede tener importancia o no, depende de su situación económica. Si descubro que sus propiedades estaban hipotecadas y la señora Bantry nos ha ocultado deliberadamente este detalle, no habrá sido juego limpio. Ahora la señora Carpenter. Sospecho de la señora Carpenter. Esas manos tan blancas y su magnífica coartada en el momento en que fueron cogidas las hojas. Siempre desconfío de las coartadas. Y tengo otra razón para sospechar de ella, que me reservo. No obstante, a grosso modo, si tuviera que acusar a alguien sería a la señorita Maud Wye ya que tenemos más pruebas contra ella que contra nadie.
-Ahora usted -dijo la señora Bantry señalando al doctor Lloyd.
-Creo que se equivoca usted, Clithering, al aferrarse a la teoría de que la muerte de la joven fuese intencionada. Estoy convencido de que el asesino intentaba deshacerse de don Ambrose. No creo que el joven Lorimer tuviera los conocimientos necesarios y me siento inclinado a creer que la culpa fue de la señora Carpenter. Llevaba mucho tiempo en la casa, conocía el estado de salud de don Ambrose y pudo disponer con facilidad que esa joven Sylvia (que usted misma dice que era bastante estúpida) cogiera las hojas adecuadas. Confieso que no veo qué motivos pudo tener, pero me aventuro a suponer que, en otro tiempo, don Ambrose hizo un testamento en que era mencionada. Es lo mejor que se me ocurre.
La señora Bantry pasó a señalar a Jane Helier.
-Yo no sé qué decir -dijo Jane-, excepto esto: ¿Por qué no pudo haberlo hecho la propia muchacha? Después de todo, ella llevó las hojas a la cocina. Y usted dice que don Ambrose se había opuesto al noviazgo. Al morir él, conseguiría el dinero para poder casarse en seguida. Debía conocer el estado de salud de don Ambrose tan bien como la señora Carpenter.
El índice de la señora Bantry señaló a la señorita Marple.
-Ahora usted, la profesora -le dijo.
-Don Henry lo ha expresado todo claramente, muy claramente -dijo la señorita Marple-. Y el doctor Lloyd también tuvo razón en lo que dijo. Entre los dos lo han dejado todo bien claro. Sólo que no creo que el doctor Lloyd haya comprendido lo que implica algo que él mismo ha dicho. Veamos, al no ser el médico habitual de don Ambrose, no podía saber exactamente qué clase de afección cardiaca padecía, ¿no les parece?
-No acabo de comprender lo que quiere usted decir, señorita Marple -dijo el doctor Lloyd.
-Usted supone que don Ambrose tenía un corazón al que le afectaría la digitalina, pero no hay nada que lo pruebe. Pudo ser todo lo contrario.
-¿Lo contrario?
-Sí, usted dijo que a menudo se receta digitalina para ciertas afecciones del corazón.
-Aunque así sea, señorita Marple, no veo adónde quiere usted ir a parar.
-Pues significaría que podía tener digitalina en su poder con toda naturalidad, sin dar explicaciones. Lo que trato de decir (siempre me expreso tan mal), es esto: Supongamos que usted deseara envenenar a alguien con una dosis mortal de digitalina. ¿No sería lo más sencillo y el medio más fácil procurar que todos sufrieran un envenenamiento producido por hojas de dedalera, que contienen digitalina? No sería fatal para ninguno de los otros, pero nadie se sorprendería de que hubiera una víctima ya que, como ha dicho el doctor Lloyd, estas cosas son muy imprecisas. Nadie se molestaría en averiguar si la joven había tomado ya previamente una dosis fatal de digitalina. Pudo ponérsela en un combinado, en el café o incluso hacérselo beber simplemente como un tónico.
-¿Quiere usted decir que don Ambrose envenenó a su pupila, la encantadora joven a la que tanto apreciaba?
-Exactamente -replicó la señorita Marple-. Igual que el señor Badge y su joven ama de llaves. No me digan que es absurdo que un hombre de sesenta años se enamore de una joven de veinte. Sucede cada día, y me atrevo a decir que un autócrata como don Ambrose pudo tomárselo muy a pecho. Esas cosas a veces se convierten en una obsesión. No podía soportar la idea de verla casada. Hizo cuanto pudo por evitarlo y fracasó. Sus celos crecieron de tal modo que prefirió matarla antes de dejar que se casara con el joven Lorimer. Debía haberlo planeado bastante antes, ya que las semillas de dedalera tuvieron que ser sembradas entre la salvia. Cuando llegó la ocasión, él mismo las cogió y envió a Sylvia con ellas a la cocina. Es horrible pensarlo, pero supongo que debemos juzgarle con toda la benevolencia que podamos. Los hombres de edad son algunas veces muy suyos en lo que se refiere a las chicas jovencitas. Nuestro último organista... pero no hablemos más de los escándalos.
-Señora Bantry -preguntó don Henry-. ¿Fue así?
La señora Bantry asintió.
-Sí, yo no tenía la menor idea, nunca pensé que pudiera tratarse de otra cosa más que de un accidente. Luego, después de la muerte de don Ambrose, recibí una carta. Había dejado instrucciones para que me fuera enviada y en ella me contaba la verdad. No sé por qué, pero él y yo siempre nos habíamos llevado muy bien.
Durante el momentáneo silencio percibió una crítica callada y se apresuró a agregar:
-Ustedes creen que estoy traicionando una confidencia, pero no es así. He cambiado todos los nombres. En realidad, no se llamaba don Ambrose Bercy. ¿No se dieron cuenta de la extrañeza con que me miró Arthur cuando dije el nombre por primera vez? Al principio no me entendía. Lo he cambiado todo. Como dicen en las revistas y al principio de las novelas: "Todos los personajes que aparecen en esta historia son puramente imaginarios". Nunca sabrán ustedes quiénes fueron en realidad.
FIN
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