domingo, 5 de agosto de 2012

La muñeca de modista[Cuento. Texto completo]Agatha Christie
La muñeca descansaba en la gran silla tapizada de terciopelo. No había mucha luz en la estancia, pues el cielo de Londres aparecía oscuro. En la suave y gris penumbra se mezclaban los verdes de las cortinas, tapices, tapetes y alfombras. La muñeca, cuya cara semejaba una mascarilla pintada, yacía sobre sus ropas y gorrito de terciopelo verde. No era la clásica que acunan en sus bracitos las niñas. Era un antojo de mujer rica, destinada a lucir junto al teléfono, o entre los almohadones de un diván. Y así permanecía nuestra muñeca, eternamente fláccida, a la vez que extrañamente viva.Sybil Fox se apresuraba en terminar el corte y preparación de un modelo. De modo casual sus ojos se detuvieron un momento en la muñeca, y algo extraño en ella captó su interés. No obstante, fue incapaz de saber qué era, y en su mente se abrió una preocupación más positiva.
«¿Dónde habré puesto el modelo de terciopelo azul? -se preguntó-. Estoy segura de que lo tenía aquí mismo.»
Salió al rellano y gritó:
-¡Elspeth! ¿Tienes ahí el modelo azul? La señora Fellows está al llegar.
Volvió a entrar y encendió las lámparas. De nuevo miró la muñeca.
-Vaya, ¿dónde diablos estará...? ¡Ah, aquí!
Recogía el modelo cuando oyó el ruido peculiar del ascensor que se detenía en el rellano, y, al momento, la señora Fellows entró acompañada de su pekinés, que bufaba alborotador, como un tren de cercanías al aproximarse a una estación pueblerina.
-Vamos a tener aguacero -dijo la dama-. Y será un señor «aguacero».
Se quitó de un tirón los guantes y el abrigo de piel.
Entonces entró Alicia Coombe, como siempre hacía cuando llegaban clientes especiales, y la señora Fellows lo era.
Elspeth, la encargada del taller, bajó con el vestido y Sybil se lo puso a la señora Fellows.
-Bien -dijo Sybil-. Le cae estupendo. Es un color maravilloso, ¿no le parece?
Alicia Coombe se recostó en su silla, estudiando el modelo.
-Sí -exclamó-. Es bonito. Realmente es todo un éxito.
La señora Fellows se volvió de medio lado y se miró al espejo.
-Desde luego, sus vestidos hacen algo en la parte baja de mi espalda.
-Está usted mucho más delgada que tres meses atrás -aseguró Sybil.
-No -dijo ella-, si bien es cierto que lo parezco. En realidad esa sensación la producen sus modelos. Disimulan muy bien mis caderas -suspiró mientras se alisaba las protuberancias de su anatomía-. Siempre ha sido mi pesadilla. Durante años he intentado disimularlo atiesándome. Ahora ya no puedo hacerlo, pues tengo tanto estómago como... Tendrá usted que tener en cuenta ambas cosas, ¿podrá?
-Me gustaría que viese a otras clientes.
La señora Fellows seguía examinándose.
-El estómago es peor -dijo-. Se ve más. Claro que eso puede parecérnoslo porque al hablar con la gente les damos la cara y entonces no ven la espalda. De todos modos he decidido vigilar mi estómago y dejar que lo otro se apañe solo.
Estiró un poco más el cuello para contemplarse, y exclamó de repente:
-¡Oh, esa muñeca me ataca los nervios! ¿Desde cuándo la tienen?
Sybil miró insegura a Alicia, que parecía esforzarse en recordar.
-No lo sé exactamente. Hace bastante tiempo... nunca me acuerdo de las cosas. Es terrible lo que me ocurre, sencillamente no puedo recordar! Sybil, ¿desde cuándo la tenemos?
-No lo sé.
-Es lo mismo; no se preocupen -intervino la señora Fellows-. De todos modos seguirá estropeando mis nervios. Parece vigilarnos y reírse de nosotras desde su envoltorio de terciopelo. Yo me desembarazaría de ella si fuese mía.
Dicho esto acusó un ligero estremecimiento. Luego se puso a discutir sobre detalles de costura. ¿Era evidente acortar las mangas una pulgada? ¿Y el largo? Después que fueron solucionados tan importantes puntos, la señora Fellows se vistió sus prendas y se dispuso a marcharse. Al pasar por delante de la muñeca, volvió la cabeza.
-No -dijo-. No me gusta la muñeca. Da la sensación de ser algo vivo; de ser algo que impone su presencia. No; decididamente, no me gusta.
-¿Qué quiso decir? -preguntó Sybil mientras la señora Fellows descendía las escaleras.
Antes de que Alicia pudiera contestar, la señora Fellows asomó la cabeza por la puerta.
-¡Cielos! Me olvidé de Fou-Ling. ¿Dónde estás, príncipe?
Las tres mujeres miraron a su alrededor. El pekinés se hallaba sentado junto a la silla de terciopelo verde. Sus ojos permanecían fijos en la fláccida muñeca, sin que denotase placer o resentimiento. Simplemente miraba.
-Ven aquí, tesoro de mamita.
El tesoro de mamita no hizo caso.
-Cada día se vuelve más desobediente -explicó su dueña como si alabase una virtud-. Vamos, tesorito. Cariñito.
Fou-Ling volvió la cabeza una pulgada y media hacia ella, y con manifiesto desdén continuó observando la muñeca.
-Mi pequeño Fou-Ling está muy impresionado. No recuerdo que le haya sucedido eso antes. Le ocurre lo mismo que a mí. ¿Estaba la muñeca aquí la última vez que vine?
Las dos mujeres se miraron. Sybil mantenía fruncido el ceño, y Alicia, al responder, hizo otro tanto.
-Ya le dije que... no sé, no logro acordarme de nada. ¿Cuánto hace que la tenemos, Sybil?
-¿Cómo llegó aquí? -preguntó la señora Fellows-. ¿La compraron ustedes?
-Oh, no -Alicia pareció sorprenderse ante la idea-. Oh, no. Supongo que alguien me la regalaría.
Desalentada, denegó con la cabeza antes de continuar:
-Resulta enloquecedor que todo se vaya de la mente cuando una intenta recordar.
-Anda, vamos; no seas estúpido, Fou-Ling. ¡Vamos, camina! Vaya, tendré que cogerte en brazos.
Y en los brazos de su dueña, Fou-Ling emitió un corto ladrido de protesta, antes de salir de la estancia con la cabeza vuelta hacia la silla.
-¡Esa muñeca rompe mis nervios! -exclamó la señora Groves.
La señora Groves era la asistenta. Había acabado de fregar el suelo, moviéndose como los cangrejos. Entonces se hallaba en pie, y con un trapo sacudía el polvo de los muebles.
-¡Qué cosa más extraña! -continuó-. Nadie advirtió su presencia hasta ayer. Y sucedió de repente, como usted misma me dijo.
-¿No le gusta? -preguntó Sybil.
-¡No! Ya lo he dicho: me rompe los nervios. Es... es antinatural, si me entiende lo que quiero decir. Sus largas piernas colgantes, el modo de yacer y la mirada astuta de sus ojos impresionan.
-Nunca se ha quejado de ella -dijo Sybil, sorprendida.
-Créame, hasta hoy me ha pasado inadvertida. Sí, ya sé que lleva tiempo aquí, pero... -enmudeció mientras en su rostro se reflejaba una expresión de miedo-. Parece una de esas criaturas terroríficas que una sueña a veces.
La señora Groves recogió sus utensilios de limpieza y se dio prisa en abandonar la salita de pruebas.
Sybil miró la muñeca y no pudo evitar una oprimente sensación inexplicable. La entrada de Alicia distrajo su atención.
-Señorita Coombe, ¿desde cuándo tiene usted esta muñeca?
-¿La muñeca? Querida, ya sabe que no recuerdo las cosas. Ayer... ¡qué absurdo! Ayer quise asistir a una conferencia y no había recorrido la mitad de la calle cuando advertí que no recordaba dónde iba. Después de mucho pensar me dije que sería a casa Fortnums. Había algo que deseaba comprar allí -se pasó la mano por la frente-. Le será difícil creerme, y, sin embargo, es verdad. Cuando tomaba el té en casa me acordé de la conferencia. Ya sé que la gente se vuelve desmemoriada con los años, pero a mí me ocurre demasiado pronto. Ahora mismo no sé dónde he puesto el bolso... y mis gafas. ¿Dónde puse las gafas? Las tenía hace un momento, ¡leía algo en el periódico!
-Las gafas están en la repisa de la chimenea -dijo Sybil dándoselas-. ¿Desde cuándo está aquí la muñeca? ¿Quién se la regaló?
-Son dos respuestas en blanco. Alguien debió de enviármela, supongo. Es raro, pero todos parecen extrañar su presencia aquí.
-Desde luego. Sí, resulta curioso; yo misma soy incapaz de acordarme cuando la vi por vez primera.
-No se vuelva como yo -exclamó Alicia-. Usted es joven todavía.
-Esto no remedia mi falta de memoria, señorita Coombe. Ayer, al fijarme en ella, pensé que tenía algo... algo impalpable. Creo que la señora Groves está en lo cierto. La muñeca rompe los nervios de cualquiera. Y el caso es que ayer fui consciente de que esa sensación de captar un no sé qué en la muñeca, la he sentido antes, si bien no recuerdo en qué momento. En realidad es como si nunca la hubiese visto, y de pronto descubriese su presencia, segura de conocerla hace mucho tiempo.
-Quizá un día entró volando por la ventana subida en una escoba -dijo Alicia-. Bien, el caso es que está aquí, y es nuestra. -Miró a su alrededor, antes de añadir-: No sabría imaginarme la habitación sin ella. ¿Y usted?
-Tampoco -repuso Sybil, acusando un ligero estremecimiento-. Pero me gustaría poder...
-Poder, ¿qué? -preguntó Alice.
-Imaginar la habitación sin ella.
-¡Caray! ¡Todos se ponen tontos con la muñeca! -exclamo Alicia, no de muy buen talante-. ¿Qué hay de malo en la pobre? Bueno, quizá parezca una col marchita. No, no es eso. La veo así porque no llevo puestas las gafas-. Se las colocó sobre la nariz y miró la muñeca-: Sí, desde luego causa cierta sensación nerviosa. Tal vez sea su mirada triste, aunque burlona.
-Sorprende -dijo Sybil-, que la señora Fellows se sintiera molesta con ella, precisamente hoy.
-Es una mujer que nunca oculta lo que piensa -repuso Alicia.
-Conforme -insistió la otra-; pero lo extraño es que fuese hoy, como si antes no la hubiese visto.
-La gente suele profesar antipatías repentinas.
-Sí, es un aserto irrefutable. ¡Quién sabe! Posiblemente no estaba aquí ayer, y sea cierto que entró por la ventana como usted dijo.
-¡Oh, no, querida! -repuso Alicia-. Eso fue una broma. Yo sé que está en su silla desde hace mucho tiempo. Sólo que hasta ayer no se hizo visible.
-Sí, es una seguridad dormida en nuestro subconsciente. Desde luego hace tiempo que nos hace compañía, si bien hasta ahora no nos hemos percatado de su presencia.
-¡Oh, Sybil! ¡Olvidémoslo! Me da escalofríos. ¿Supongo que no intenta construir una historia sobrenatural, ¿verdad?
Cogió la muñeca, la sacudió, arregló sus hombros y volvió a sentarla en otra silla. La muñeca se movió ligeramente, hasta quedar en una postura de relajamiento.
-¡Qué cosa más sorprendente! -exclamó Alicia, mirándola-. Es una cosa sin vida, y, no obstante, parece que la tiene.
-¡Me ha descompuesto! -dijo la señora Groves, mientras quitaba el polvo de la habitación destinada a exposición-. Me temo que no me quedan ganas de volver al probador.
-¿Quién la ha descompuesto? -preguntó Alice, que se hallaba sentada en un escritorio situado en un ángulo repasando varias cuentas-. Esta mujer -ahora hablaba para ella misma y no para la señora Groves-, piensa que tendrá dos vestidos de noche, tres de cóctel y otro de calle para todos los años sin pagar un solo penique.

-¿Quién ha de ser? ¡Esa muñeca! -gritó la asistenta.
-¡Vaya! ¿Otra vez la muñeca?
-¿No la ha visto sentada al pupitre que hay en el probador, como si fuera un ser humano? ¡Me descompuso!
-¿De qué habla usted, señora Groves? -preguntó Alicia.
Ésta se puso en pie, cruzó la estancia y el recibidor y penetró en el salón de pruebas. La muñeca, como si fuera de carne y hueso, permanecía sentada en una silla, arrimada al pupitre, sobre el cual descansaban sus largos y fláccidos brazos.
-Alguien ha querido gastarme una broma -dijo Alicia-. Pero hay tanta naturalidad en ella que parece estar viva.
En aquel momento Sybil bajaba las escaleras del taller, con un vestido que debía de ser probado aquella mañana.
-Venga, Sybil, y verá la muñeca sentada a mi pupitre, escribiendo cartas.
Las dos mujeres se miraron.
-Me gustaría saber quién la ha colocado ahí, ¿Fue usted?
-No -contestó Sybil-. Quizá haya sido una de las chicas.
-Una broma estúpida, de veras -se quejó Alicia.
Cogió la muñeca del pupitre y la echó encima del sofá.
Sybil colocó el vestido sobre una silla, y, luego, se fue al taller.
-¿Conocen la muñeca de terciopelo que hay en el salón de pruebas? -preguntó.
La encargada y tres chicas alzaron la vista.
-¿Quién gastó la broma de sentarla al pupitre, esta mañana?
Las tres chicas se miraron unas a otras, y Elspeth, la encargada, exclamó sorprendida:
-¿Sentarla al pupitre? ¡Yo no!
-Ni yo -dijo una de las chicas-. ¿Fuiste tú, Marlene?
La aludida sacudió la cabeza.
-¿No será una broma suya, Elspeth?
El aspecto sombrío de la encargada no inducía a suponerla amiga de bromas, y mucho menos cuando tenía la boca llena de alfileres.
-No, desde luego que no. Me sobra trabajo para entretenerme en jugar con muñecas.
-Bueno -intervino Sybil, a quién sorprendió el temblor de su propia voz-. Después de todo es una broma bastante simpática. Me gustaría saber quién lo hizo.
Las tres muchachas se defendieron.
-Se lo hemos dicho, señorita. Ninguna de nosotras lo hizo, ¿verdad Marlene?
-Yo no -afirmó ésta-. Y si Nillie y Margaret dicen que tampoco, pues ninguna de nosotras ha sido.
-Ya ha escuchado antes mi respuesta -dijo Elspeth-. ¿A santo de que viene todo esto? ¿No habrá sido la señora Groves?
Sybil denegó con un gesto de cabeza.
-No; ella no se hubiese atrevido; está asustada.
-Bajaré a ver la muñeca -dijo Elspeth.
-Ya no está en el mismo sitio -informó Sybil-. La señorita Coombe la quitó del pupitre y la puso en el sofá. Pero alguien tuvo que ponerla en la silla. En realidad, su aspecto es gracioso, y no comprendo por qué se oculta quien lo hizo.
-Señorita Fox; lo hemos negado dos veces -habló Margaret-. ¿Por qué se empeña en que mentimos? Ninguna de nosotras hubiera hecho una cosa tan tonta.
-Lo siento -se excusó Sybil-. No quise ofenderlas. ¿Quién pudo ser?
-Quizá fue ella sola -aventuró Marlene, que se puso a reír.
Sybil no agradeció la sugerencia.
-Está bien. Olvidemos lo sucedido -dijo antes de bajar de nuevo las escaleras.
Alicia tarareaba una cancioncilla mientras buscaba algo a su alrededor.
-He vuelto a perder mis gafas -explicó a Sybil-. No importa, en realidad no quiero ver nada en este momento. Lo malo para una persona tan ciega como yo, es que si pierde las gafas y carece de otro par de reserva, nunca logrará hallar las primeras.
-Las buscaré yo -se ofreció Sybil-. Las tenía hace un momento.
-Fui a la otra habitación cuando usted fue arriba. Quizá me las olvidé allí. Es una lata eso de las gafas. Quiero seguir con esas cuentas, ¿cómo lo haré si no las encuentro?
-Iré a su dormitorio a buscarle el otro par.
-Sólo tengo el par que uso.
-¿Qué ha hecho de las otras?
-No lo sé. Creía haberlas olvidado ayer en el restaurante. Pero me informaron por teléfono que no están allí. También llamé a dos tiendas, donde estuve de compras.
-Oh, querida; necesita tres pares.
-Sí, y entonces me pasaré la vida buscándolos. Es mejor tener un solo par.
-Bueno, en alguna parte han de estar -dijo Sybil-. No ha salido usted de estas dos habitaciones. Si no aparecen aquí, han de estar en el probador.
Sybil se encaminó a la otra sala, y tras detenida búsqueda infructuosa, se le ocurrió levantar la muñeca del sofá.
-¡Ya las tengo! -gritó.
-¿Dónde estaban Sybil?
-Debajo de nuestra preciosa muñeca. Supongo que las dejaría en el sofá al ponerla allí.
-No; estoy segura de no haberlo hecho.
-Entonces se las quitaría ella.
-¡Quién sabe! -dijo Alicia, mirando la muñeca-. Parece muy inteligente.
-No me gusta su cara -afirmó Sybil-. Da la impresión de saber algo que nosotros ignoramos.
-Su aspecto es triste y a la vez dulce -comentó Alicia.
-¡Oh! Yo no advierto la más mínima dulzura en ella.
-¿No? Quizá tenga razón. Bueno, sigamos con el trabajo. Lady Lee vendrá antes de diez minutos y quiero acabar estas facturas y mandarlas al correo.
-¡Señorita Fox! ¡Señorita Fox!
-¿Qué pasa, Margaret? ¿Qué ocurre?
Sybil cortaba una pieza de género de satén sobre la mesa de trabajo.
-¡Oh, señorita Fox! Se trata de la muñeca. Bajé el vestido castaño y vi la muñeca sentada delante del pupitre. ¡Yo no he sido, ni las otras chicas! Por favor, créame, nosotros no haríamos una cosa así.
Las tijeras de Sybil se desviaron un poco.
-¡Vaya! -exclamó enojada-. Mire lo que me ha hecho hacer. Espero que podrá arreglarse. Bueno, ¿qué pasa con la muñeca?
-Vuelve a estar sentada ante el pupitre.
Sybil bajó al probador. La muñeca se hallaba sentada al pupitre, exactamente como antes.
-Eres muy decidida, ¿eh? -dijo a la muñeca.
La cogió sin contemplaciones y la echó encima del sofá.
-¡Ese es tu sitio, niña! ¡No te muevas de ahí!
Luego se encaminó a la otra estancia.
-Señorita Coombe.
-Diga, Sybil.
-Alguien nos toma el pelo.
La muñeca volvía a estar sentada ante el pupitre.
-¿Quién le parece que es?
-Tiene que ser una de las tres de arriba. Seguramente lo considerará gracioso. Pero el caso es que todas juran ser inocentes.
-¿No será Margaret?
-No, no lo creo. Margaret estaba sorprendida cuando entró a decírmelo. En todo caso será esa burlona de Marlene.
-Sea quien fuese, hace una tontería.
-Estoy de acuerdo -dijo Sybil-. No obstante, pienso poner coto a eso.
-¿Qué hará para evitarlo?
-Ya lo verá.
Aquella noche, antes de irse, cerró con llave el probador.
-Me llevo la llave.
-Comprendo -repuso Alicia, con cierto aire de diversión-, Usted piensa que soy yo, ¿verdad? Me considera tan distraída como para sentar a la muñeca al pupitre, y que escriba en mi lugar. ¡Claro, y luego me olvido de todo!
-Está dentro de lo posible -admitió Sybil-. En realidad, sólo trato de asegurarme de que nadie repetirá la broma esta noche.
Al día siguiente lo primero que hizo Sybil fue abrir la puerta del probador y entrar dentro. La señorita Groves, manifiestamente agraviada, esperaba con la bayeta en la mano en el recibidor.
-¡Ahora veremos! -dijo Sybil.
Y lo que vio la obligó a dar un respingo.
La muñeca aparecía sentada al pupitre.
-¡Sopla! -exclamó la sirvienta detrás de Sybil-. ¡Eso sí que es misterio! Señorita Fox, se ha puesto algo pálida, como si hubiera recibido un susto. Necesita un sedante. ¿Sabe si la señorita Coombe tiene algún potingue apropiado en su dormitorio?
-Gracias; no lo necesito. Me encuentro bien.
Entonces cogió la muñeca.
-Alguien ha vuelto a gastarnos la misma broma -exclamó la señora Groves.
-No comprendo cómo ha podido ser -repuso Sybil-. Cerré con llave anoche. ¡Nadie pudo entrar!
-Puede que alguien tenga otra llave -aventuró la asistenta.
-No lo creo. Nunca nos hemos molestado en cerrar el probador. La llave de esta puerta es antigua y sólo hay una.
-Quizá encaje la de otra puerta, la de enfrente, por ejemplo.
Probaron todas las llaves; pero ninguna abría la puerta del probador.
-Es raro, señorita Coombe -aseguró Sybil más tarde, mientras comían juntas.
En los ojos de la señorita chispeaba la diversión que todo aquello le producía.
-Querida -le contestó-. Opino que es algo extraordinario. Deberíamos escribir al departamento de psiquiatría. Quien sabe, quizá se le ocurra enviarnos un especialista... un médium, o algo parecido, con el fin de comprobar qué hay de especial en el cuarto.
-Parece ser que no le preocupa.
-Tiene razón. En cierto modo, disfruto. A mi edad resulta divertido que ocurran cosas extrañas, inexplicables y misteriosas. Claro que... -se quedó pensativa un momento-. No; no creo que me guste. Bien, tendremos que admitir que la muñeca se toma muchas libertades, ¿no le parece?
Aquella noche Sybil y Alicia volvieron a cerrar con llave la puerta.
-Sigo creyendo que alguien se divierte con esta clase de bromas -afirmó decidida Sybil-. Si bien no comprendo por qué...
Alice la interrumpió al preguntarle:
-¿Cree que volveremos a encontrarla mañana sentada al pupitre?
-Me temo que así sea.
Se equivocaron. La muñeca no estaba al pupitre, pero sí en el alféizar de la ventana, mirando la calle. Y de nuevo les sorprendió la extraordinaria naturalidad de su posición.
-¡Qué cosa más ridícula! -comentó Alicia mientras tomaban una taza de té aquella tarde.
Las dos mujeres habían estado de acuerdo en tomar el té en la salita del despacho de Alicia, en vez de hacerlo como siempre, en el probador.
-¿Ridículo en qué sentido?
-Me refiero a esa tonta preocupación que nos embarga, sólo porque una muñeca cambia de posición y lugar.
Pero si hasta entonces los movimientos de la muñeca parecían realizarse de noche, días después también se observaban a cualquier hora. Así, cada vez que entraban en el probador, aunque hubieran estado ausentes unos minutos, la encontraban en distinta postura o sitio. A veces quedaba en el sofá y aparecía en una silla, otras en el alféizar, o bien junto al pupitre.
-Se traslada a su antojo -dijo Alicia-. Y creo, Sybil, que eso la divierte.
Las dos mujeres miraban la figura inerte y fláccida de blando terciopelo, con su cara de seda pintada.
-Sólo unos trozos de terciopelo, seda y algo de pintura, eso es lo que es -comentó Alicia-. Podríamos... bueno, creo que podríamos deshacernos de ella.
-¿Cómo?
-Pongámosla en el fuego. Sería una ceremonia semejante a la cremación de una bruja. También podemos tirarla al cubo de la basura.
-Lo último no daría resultado. Seguro que alguien la sacaría para devolvérnosla.
-¿Y si la enviásemos a una de esas sociedades que tantas veces nos piden cosas para sus tómbolas o subastas? Me parece que ésta sería una buena idea.
-No sé... no sé... -Sybil denotaba duda y preocupación-. Tampoco me ofrece confianza.
-¿Por qué?
-Temo que volvería.
-¿Que volvería con nosotras?
-Sí.
-¿Quiere usted decir que haría lo mismo que una paloma mensajera?
-Sí.
-¿No estaremos perdiendo la cabeza? -preguntó Alicia-. Quizá sí, quizá yo me he chiflado y usted se divierte a costa mía.
-No, no eso no. Sin embargo, me siento presa de una desagradable sensación, como si ella fuera demasiado fuerte para nosotras.
-¿Qué dice? ¿Esa masa de harapos?
-Sí, esa horrible masa fláccida de harapos. ¿No lo ve? ¡Es tan decidida!
-¿Decidida?
-Hace lo que le da la gana. Se comporta como si esta habitación le perteneciera en exclusiva.
-Sí -dijo Alicia, mirando a su alrededor-. En realidad, siempre ha sido su habitación. Se me ocurrió que hacía juego con los colores que predominan -y añadió con mayor viveza-: Pero resulta absurdo que una muñeca se adueñe de una estancia. Y lo malo no es eso; lo malo es que la señora Graves se niega a entrar para hacer la limpieza.
-¿Se niega porque le asusta la muñeca?
-No. Simplemente da una u otra excusa -en su voz había pánico al continuar-: ¿Qué haremos, Sybil? ¡Acabara conmigo! No he logrado diseñar nada desde hace varias semanas.
-¡Oh! Yo tampoco logro fijar la mente cuando trabajo -confesó Sybil-. Y eso hace que cometa errores imperdonables. Quizá... -dudó un momento antes de proseguir-, quizá la idea de escribir al centro de investigación psíquica fuese una solución.
-¡Nos creerían un par de locas! -exclamó Alicia-. No lo dije en serio. No; decididamente, no. Seguiremos así hasta que...
-¿Hasta qué...?
-¡Oh, no lo sé! -la risa de Alicia sonó insegura.
Al día siguiente Sybil encontró la puerta del probador cerrada con llave.
-Señorita Coombe, ¿tiene la llave? ¿La cerró usted anoche?
-Sí, la cerré y ya va a permanecer así.
-¿Qué quiere usted decir?
-Sencillamente: que renuncio a esa habitación. ¡Que se la quede la muñeca! No necesitamos esa estancia. Probaremos aquí.
-Pero esta es su salita despacho.
-No importa.
-¿De veras no entrará más en el probador? -preguntó Sybil incrédula.
-¡Exacto!
-Pero, ¿y la limpieza? Se pondrá horrible de suciedad.
-¡Qué se ponga! Si el probador se ha convertido en lugar privado de una muñeca, pues... ¡para ella! Eso sí, que limpie la habitación -y añadió-: Nos odia, ¿no lo sabe?
-¿Qué dice? -preguntó asombrada Sybil-. ¿Qué la muñeca nos odia?
-Sí. ¿No se ha percatado de ello al mirarla?
-Creo que sí -comentó pensativa, Sybil-. Creo que sí lo advertí. Hace mucho tiempo que tengo la sensación de que nos odia y quiere echarnos de allí.
-Es muy cruel -aseguró Alicia-. Bueno, desde ahora podrá vivir satisfecha.
Durante algunos días hubo paz en el taller de modistas. Alicia explicó al resto del personal que había renunciado temporalmente al probador, pues eran demasiadas habitaciones para limpiar todos los días.
Eso no evitó que aquella misma tarde una de las obreras dijese a otra compañera:
-Realmente está ida la señorita Coombe. Siempre me pareció algo rara; sobre todo cuando pierde las cosas y las olvida. Ahora se pasa de la raya. ¡Mira que tenerle ojeriza a la muñeca!
-¿No temes que se vuelva loca -preguntó la otra-, y un mal día nos apuñale, o intente algo parecido?
Alicia, que las oyó, se sentó indignada en su silla. «¿Qué yo estoy ida?» -se preguntó-. Luego, furiosa, dijo en voz alta:
-En realidad, si no fuera por Sybil, creería que es verdad. Ella y la señora Groves temen, como yo, que hay algo en la muñeca.

Tres semanas más tarde Sybil dijo a Alicia:
-Es necesario que entremos en el probador.
-¿Para qué?
-Debe hallarse muy sucio. Además, las polillas atacarán cuanto hay allí dentro. Sería mejor barrer y quitar el polvo, y luego cerrar de nuevo.
-Prefiero que siga como está antes de entrar otra vez.
-Es usted más supersticiosa que yo -dijo Sybil.
-Eso parece -contestó Alicia-. En cierto modo, al principio me divertía. Sin embargo, bien se ve que soy más crédula que usted. Realmente estoy asustada, y prefiero no entrar en esa habitación.
-En tal caso, entraré sola -afirmó Sybil.
-Muy bien. Pero confiese que lo hace por simple curiosidad.
-Tiene usted razón. Me siento curiosa. Quiero ver qué ha hecho la muñeca.
-Sería mejor no molestarla. Desde que la dejamos sola parece estar satisfecha. ¿Para qué perturbar su tranquilidad? -Alicia suspiró hondamente-. ¡Qué bobadas decimos!
-¿Seguro que son bobadas? En todo caso es ella quien nos obliga a decirlas. Y... ¡déme la llave!
-¡Está bien; está bien!
-¿Teme que salga de la habitación o algo parecido? Si es capaz de eso, también podría atravesar puertas y ventanas.
Sybil abrió el probador.
-¡Qué cosa más extraña! -dijo.
-¿Qué pasa? -preguntó Alicia, mirando por encima del hombro de Sybil.
-Apenas hay polvo. Y, lógicamente, después de tan tiempo tendría que haberlo.
-Sí, es raro.
-¡Mírela! -invitó Sybil.
La muñeca se hallaba en el sofá. En vez de fláccida, aparecía erguida con un cojín detrás de ella, mostrando ese aire inconfundible de quien se sabe dueña y señora de su casa. Por su actitud, cualquiera hubiese creído que esperaba visita.
-Ya lo ve -dijo Alicia-. Parece encontrarse en su hogar. Casi siento la necesidad de pedir excusas.
-Vámonos.
Sybil volvió a cerrar la puerta.
Las dos mujeres se miraron, visiblemente temerosas.
-Me gustaría saber por qué nos asusta tanto -dijo Alicia.
-¡Cielos! ¿y quién no se asustaría? -preguntó la otra.
-Bueno, pero después de todo, ¿qué es lo que sucede? ¡Nada; absolutamente nada! Sólo se trata de una especie de marioneta que se mueve a su antojo por la habitación.
-¿Y si no es ella? ¿Y si fuera obra de un prestidigitador?
-¡Quién lo sabe!
-No, seguro que no es eso. Es... la muñeca.
-¿Está segura de que ignora su procedencia, señorita Coombe?
-No tengo ni la menor idea. Y cuanto más lo pienso, más me afianzo en la creencia de que ni la compré ni me la regalaron. Para mí, es que vino sola.
-¿Y se irá algún día del mismo modo que vino?
-¿Por qué ha de irse? Ha logrado cuanto deseaba.
Sin embargo, la muñeca no debía de haber conseguido cuanto deseaba. Pues, al día siguiente, Sybil, al entrar en el salón de exposiciones, se quedó con la boca abierta. Luego gritó por el hueco de las escaleras.
-¡Señorita Coombe! ¡Señorita Coombe; baje en seguida!
-¿Qué ocurre?
Alicia, que se había levantado tarde, descendió cojeando pues sentía dolor reumático en la rodilla derecha.
-¿Qué pasa, Sybil?
-¡Véalo usted misma!
Desde el umbral del salón, Alicia contempló la muñeca, que aparecía sentada en un sillón, tranquilamente apoyada contra el brazo del mismo.
-Ha salido -susurró Sybil-. Se ha salido del probador. Seguro que ahora quiere adueñarse de este salón.
Alicia se sentó junto a la puerta.
-No me extrañaría que piense en quedarse con todas las dependencias.
-Podría ser -dijo Sybil.
-¡Desagradable y perversa muñeca! -gritó Alicia-. ¿Por qué nos fastidias? ¡No te queremos!
Tanto ella como Sybil creyeron percibir que se movía. Fue algo parecido a un relajamiento de sus miembros de trapo. El largo brazo que descansaba en el sofá, medio le ocultaba el rostro, como si las observase astuta y maliciosamente.
-¡Criatura horrible! -volvió a gritar Alicia-. ¡No puedo soportarte! ¡No puedo soportarte más!
Su acción sorprendió a Sybil. Corrió al interior de la estancia, cogió la muñeca, se fue a la ventana, la abrió y tiró el manojo de trapos a la calle.
Sybil, asustada, no pudo reprimir un grito:
-¡Alicia! ¿Qué ha hecho? Estoy segura de que no debió hacerlo.
Luego se unió a ella en la ventana. Sobre el pavimento, la muñeca yacía boca abajo.
-¡La ha matado! -dijo entrecortadamente Sybil.
-¡No sea absurda! ¿Cómo puedo matar una cosa de terciopelo y seda?
-Es horriblemente real -murmuró Sybil.
-¡Cielos! Aquella niña...
Una niña de corta edad, mal vestida, se paró junto a la muñeca en la acera. Miró arriba y abajo de la calle, que apenas tenía tránsito en aquella hora de la mañana, si bien pasaban algunos coches; luego, como satisfecha de su inspección, recogió la muñeca y echó a correr.
-¡Párate! ¡Párate! -gritó Alicia.
Ésta se volvió a Sybil.
-¡Esa niña no debe llevarse la muñeca! ¡No debe! Esa muñeca es peligrosa... Tenemos que evitarlo.
En aquel momento tres taxis circulaban por una dirección y dos camiones por la otra. La niña tuvo que detenerse en una isla en el centro de la calzada. Sybil bajó presurosa las escaleras, seguida de Alicia. Sortearon un par de vehículos, y, al fin, llegaron a la isla antes de que la niña cruzase al lado opuesto.
-No puedes llevarte esa muñeca -dijo Alicia-. Devuélvemela.
La niña, delgada, de unos ocho años y algo bizca, la miró desafiadora.
-¿Por qué tengo que dársela? Usted la tiró por la ventana, ¿no? Yo vi cómo lo hacía. Si usted la tiró por la ventana es que no la quiere. ¡Ahora es mía!
-Te compraré otra -ofreció Alicia-. Iremos a la tienda de juguetes que tú digas, y te compraré la mejor muñeca que tengan. Pero devuélveme ésta.
-¡No!
La niña estrechó protectoramente en sus brazos a la muñeca de terciopelo.
-Tienes que devolvérsela -dijo Sybil-. No es tuya.
Quiso arrebatársela, pero la pequeña dio una patada en el suelo, y les gritó:
-¡No! ¡No! ¡No! Es bien mía. La quiero. Ustedes no la quieren. La odian. Si no la odiaran no la hubieran tirado por la ventana. Yo la quiero, y eso es lo que ella necesita; que la amen.
Luego se deslizó como una anguila entre los vehículos y cruzó la calle, siguió por una callejuela, y desapareció antes de que las dos mujeres se atreviesen a cruzar.
-Se ha ido -exclamó Alicia desalentada.
-La muñeca necesita que la amen -repitió Sybil.
-Puede que sea verdad. Quizá sea cuanto quiso la pobre; ser amada.
En el centro de una calle londinense, dos mujeres se miraron asustadas.
FIN

La señorita de compañía
[Cuento. Texto completo]Agatha Christie
-Ahora usted, doctor Lloyd -dijo la señorita Helier-, ¿no conoce alguna historia espeluznante?Le sonrió con aquella sonrisa que cada noche embrujaba al público que acudía al teatro. Jane Helier era considerada la mujer más hermosa de Inglaterra y algunas de sus compañeras de profesión, celosas de ella, solían decirse entre ellas: Claro que Jane no es una artista. No sabe actuar, en el verdadero sentido de la palabra. ¡Son esos ojos...!

Y esos ojos estaban en aquel momento mirando suplicantes al solterón y anciano doctor que durante los cinco últimos años había atendido todas las dolencias de los habitantes del pueblo de St. Mary Mead.
Con un gesto inconsciente, el médico tiró hacia abajo de las puntas de su chaleco (que empezaba a quedársele estrecho) y buscó afanosamente en su memoria algún recuerdo para no decepcionar a la encantadora criatura que se dirigía a él con tanta confianza.
-Esta noche me gustaría sumergirme en el crimen -dijo Jane con aire soñador.

-Espléndido -exclamó su anfitrión, el coronel Bantry-. Espléndido, espléndido. -Y lanzó su potente risa militar-. ¿No te parece, Dolly?
Su esposa, reclamada tan bruscamente a las exigencias de la vida social (mentalmente estaba planeando qué flores plantaría la próxima primavera), convino con entusiasmo:
-Claro que es espléndido -dijo de corazón, aunque sin saber de qué se trataba-. Siempre lo he pensado.
-¿De veras, querida? -preguntó la señorita Marple cuyos ojos parpadearon rápidamente.
-En St. Mary Mead no tenernos muchos casos espeluznantes... y menos en el terreno criminal, señorita Helier -dijo el doctor Lloyd.
-Me sorprende usted -dijo don Henry Clithering, ex comisionado de Scotland Yard, vuelto hacia la señorita Marple-. Siempre he pensado, por lo que he oído decir a nuestra amiga, que St. Mary Mead es un verdadero nido de crímenes y perversión.
-¡Oh, don Henry! -protestó la señorita Marple mientras sus mejillas enrojecían-. Estoy segura de no haber dicho nunca semejante cosa. Lo único que he dicho alguna vez es que la naturaleza humana es la misma en un pueblo que en cualquier parte, sólo que aquí uno tiene oportunidad y tiempo para estudiarla más de cerca.
-Pero usted no ha vivido siempre aquí -dijo Jane Helier dirigiéndose al médico-. Usted ha estado en toda clase de sitios extraños y en diversas partes del mundo, lugares donde sí ocurren cosas.
-Es cierto, desde luego -dijo el doctor Lloyd pensando desesperadamente-. Sí claro, sí... ¡Ah! ¡Ya lo tengo!
Y se reclinó en su butaca con un suspiro de alivio.
-De esto hace ya algunos años y casi lo había olvidado. Pero los hechos fueron realmente extraños, muy extraños. Y también la coincidencia que me ayudó a desvelar finalmente el misterio.
La señorita Helier acercó su silla un poco más hacia él, se pintó los labios y aguardó impaciente. Los demás también volvieron sus rostros hacia el doctor.
-No sé si alguno de ustedes conoce las Islas Canarias -empezó a decir el médico.
-Deben de ser maravillosas -dijo Jane Helier-. Están en los Mares del Sur, ¿no? ¿O están en el Mediterráneo?
-Yo las visité camino de Sudáfrica -dijo el coronel-. Es muy hermosa la vista del Teide, en Tenerife, iluminado por el sol poniente.
-El incidente que voy a referirles -continuó el médico- sucedió en la isla de Gran Canaria, no en Tenerife. Hace ahora muchos años ya. Mi salud no era muy buena y me vi obligado a dejar mi trabajo en Inglaterra y marcharme al extranjero. Estuve ejerciendo en Las Palmas, que es la capital de Gran Canaria. En cierto modo, allí disfruté mucho. El clima es suave y soleado, excelente playa (yo soy un bañista entusiasta) y la vida del puerto me atraía sobremanera. Barcos de todo el mundo atracan en Las Palmas. Yo acostumbraba a pasear por el muelle cada mañana, más interesado que una dama que pasara por una calle de sombrererías.
"Corno les decía, barcos procedentes de todas las partes del mundo atracan en Las Palmas. Algunas veces hacían escala unas horas y otras un día o dos. En el hotel principal, el Metropol, se veían gentes de todas razas y nacionalidades, aves de paso. Incluso los que se dirigían a Tenerife se quedaban unos días antes de pasar a la otra isla.
"Mi historia comienza allí, en el hotel Metropol, un jueves por la noche del mes de enero. Se celebraba un baile y yo contemplaba la escena sentado en una mesa con un amigo mío. Había algunos ingleses y gentes de otras nacionalidades, pero la mayoría de los que bailaban eran españoles. Cuando la orquesta inició los compases de un tango, sólo media docena de parejas de esta nacionalidad permanecieron en la pista. Todos bailaban admirablemente mientras nosotros los contemplábamos. Una mujer en particular despertó vivamente nuestra admiración. Alta, hermosa e insinuante, se movía con la gracia de una pantera. Había algo peligroso en ella. Así se lo dije a mi compañero, que se mostró de acuerdo conmigo.
"-Las mujeres como ésta -me dijo- suelen tener historia. No pasan por la vida con más pena que gloria.
"-La hermosura es quizá la riqueza más peligrosa -repliqué.

"-No es sólo su belleza -insistió-. Hay algo más. Mírela de nuevo. A esa mujer han de sucederle cosas o sucederán por su causa. Como le digo, la vida no pasa de largo junto a una mujer así. Estoy seguro de que se verá rodeada de sucesos extraños y excitantes. Sólo hay que mirarla para comprenderlo.
"Hizo una pausa y luego agregó con una sonrisa.
"-Igual que sólo hay que mirar a esas dos mujeres de ahí, para saber que nada extraordinario puede sucederles a ninguna de ellas. Han nacido para llevar una existencia segura y tranquila.
"Seguí su mirada. Las dos mujeres a las que se refería eran dos viajeras que acababan de llegar. Un buque holandés había entrado en el puerto aquella noche y sus pasajeros llegaban al hotel.
"Al mirarlas comprendí en el acto lo que quiso decir mi amigo. Eran dos señoras inglesas, el tipo clásico de viajera inglesa que se encuentra en el extranjero. Las dos debían rayar los cuarenta años. Una era rubia y un poco... sólo un poco llenita. La otra era morena y un poco... también sólo un poco exageradamente delgada. Estaban lo que se ha dado en llamar bien conservadas: vestían trajes de buen corte poco ostentosos y no llevaban ninguna clase de maquillaje. Tenían la tranquila prestancia de la mujer inglesa, bien educada y de buena familia. Ninguna de las dos tenía nada de particular. Eran iguales a miles de sus compatriotas: verían lo que quisieran ver, asistidas por sus guías Baedeker, y estarían ciegas a todo lo demás. Acudirían a la biblioteca inglesa y a la iglesia anglicana en cualquier lugar donde se encontrasen, y era probable que una de las dos pintara de vez en cuando. Como mi amigo había dicho, nada excitante o extraordinario habría de ocurrirle nunca a ninguna de las dos por mucho que viajaran alrededor de medio mundo. Aparté mis ojos de ellas para mirar de nuevo a nuestra sensual española de provocativa mirada y sonreí."
-¡Pobrecillas! -dijo Jane Helier con un suspiro-. Me parece estúpido que las personas no saquen el mayor partido posible de sí mismas. Esa mujer de Bond Street, Valentine, es realmente maravillosa. Audrey Denman es cliente suya, ¿y la han visto ustedes en La Pendiente? En el primer acto, en el papel de una colegiala está realmente maravillosa. Y sin embargo, Audrey tiene más de cincuenta años. En realidad, da la casualidad de que sé de muy buena tinta que anda muy cerca de los sesenta.
-Continúe -dijo la señora Bantry al doctor Lloyd-. Me encantan las historias de sensuales bailarinas españolas. Me hacen olvidar lo gorda y vieja que soy.
-Lo siento -dijo el doctor Lloyd a modo de disculpa-, pero, a decir verdad, mi historia no se refiere a la española.
-¿No?
-No. Como suele suceder, mi amigo estaba equivocado. A la belleza española no le ocurrió nada excitante. Se casó con un empleado de una compañía naviera y, cuando yo abandoné la isla, tenía ya cinco hijos y estaba engordando mucho.
-Igual que la hija de Israel Peters -comentó la señorita Marple-. La que se hizo actriz y tenía unas piernas tan bonitas que no tardó en lograr el papel de protagonista. Todo el mundo decía que acabaría mal, pero se casó con un viajante de comercio y sentó la cabeza.
-El paralelismo pueblerino -murmuró don Henry.
-Efectivamente -continuó el médico-, mi historia se refiere a las dos damas inglesas.
-¿Les ocurrió algo? -preguntó la señorita Helier.

-Sí, y precisamente al día siguiente.

-¿Sí? -dijo la señora Bantry intrigada.

-Al salir aquella noche, sólo por curiosidad, miré el libro de registro del hotel y encontré sus nombres con facilidad. Eran la señora Mary Barton y la señorita Amy Durrant, de Little Paddocks, Caughton Weir, Bucks. Poco imaginaba entonces lo pronto que iba a encontrar de nuevo a las propietarias de aquellos nombres y en qué trágicas circunstancias.
"Al día siguiente había planeado ir de excursión con unos amigos. Teníamos que atravesar la isla en automóvil, llevándonos la comida hasta un lugar llamado (apenas lo recuerdo, ¡ha pasado tanto tiempo!) Las Nieves, una bahía resguardada donde podíamos bañarnos si ése era nuestro deseo. Seguimos el programa tal como habíamos pensado, si exceptuamos el hecho de que salimos más tarde de lo previsto y nos detuvimos por el camino para comer, por lo que llegamos a Las Nieves a tiempo para bañarnos antes de la hora del té.
"Al aproximarnos a la playa, percibimos en seguida una gran conmoción. Todos los habitantes del pequeño pueblecito parecían haberse reunido en la orilla y, en cuanto nos vieron, corrieron hacia el coche y empezaron a explicarnos lo ocurrido con gran excitación. Como nuestro español no era demasiado bueno, me costó bastante entenderlo, pero al fin lo logré.
"Dos de esas chaladas inglesas habían ido allí a bañarse y una se alejó demasiado de la orilla y no pudo volver. La otra acudió en su auxilio para intentar traerla a la playa, pero le fallaron las fuerzas y se hubiera ahogado también de no ser porque un hombre salió en un bote y las recogió, aunque la primera estaba más allá de toda ayuda.
"Tan pronto como supe lo que ocurría, aparté a la multitud y corrí hasta la playa. Al principio no reconocí a las dos mujeres. El traje de baño negro en que se enfundaba la figura rolliza y la apretada gorra de baño verde me impidieron reconocerla cuando alzó la cabeza mirándome con ansiedad. Estaba arrodillada junto al cuerpo de su amiga tratando de hacerle unos torpes remedos de respiración artificial. Cuando le dije que era médico lanzó un suspiro de alivio y yo le mandé que fuera en seguida a una de las casas a darse una buena fricción y a ponerse ropa seca. Una de las señoras que venía con nosotros la acompañó. Me puse a trabajar para devolver la vida a la ahogada, pero fue en vano. Era evidente que había dejado de existir y al fin tuve que darme por vencido.
"Me reuní con los otros en la casita de un pescador, donde tuve que dar la mala noticia. La superviviente se había vestido ya y entonces la reconocí inmediatamente como una de las recién llegadas de la noche anterior. Recibió la mala nueva con bastante calma y era evidente que el horror de lo ocurrido la había impresionado más que cualquier otro sentimiento personal.
"-Pobre Amy -decía-. Pobre, pobrecita Amy. Había deseado tanto poderse bañar aquí. Y era muy buena nadadora, no lo comprendo. ¿Qué cree usted que puede haber sido, doctor?
"-Posiblemente un calambre. ¿Quiere contarme exactamente lo que ha ocurrido?
"-Habíamos estado nadando las dos durante un rato, unos veinte minutos. Entonces dije que iba a salir ya, pero Amy quiso nadar un poco más. Luego la oí gritar y, al comprender que pedía ayuda, nadé hacia ella tan deprisa como pude. Cuando llegué a su lado aún flotaba, pero se agarró a mí con tanta fuerza que nos hundimos las dos. De no haber sido por ese hombre que se acercó con el bote, me hubiera ahogado yo también.
"-Suele ocurrir muy a menudo -dije-. Salvar a una persona que se está ahogando no es tarea fácil.
"-Es horrible -continuó la señorita Barton-. Llegamos ayer y estábamos encantadas con el sol y nuestras vacaciones. Y ahora ocurre esta horrible tragedia.
"Le pedí los datos personales de la difunta, explicándole que haría cuanto pudiese por ella, pero que las autoridades españolas necesitarían disponer de cuanta información tuviera. Ella me dio todos los datos que pudo con presteza.
"La fallecida era la señorita Amy Durrant, su señorita de compañía, que había entrado a su servicio cinco meses atrás. Se llevaban muy bien, pero la señorita Durrant le habló muy poco de su familia. Se había quedado huérfana desde muy tierna edad y fue educada por un tío, ganándose la vida desde los veintiún años."
-Y eso fue todo -continuó el doctor.
Hizo una pausa y volvió a decir, esta vez con cierta intención:
-Y eso fue todo.
-No lo comprendo -dijo Jane Helier-. ¿Es eso todo? Quiero decir que es muy trágico, pero no... bueno, no es precisamente lo que yo llamo espeluznante.
-Yo creo que la historia no acaba ahí -intervino don Henry.
-Sí -replicó el doctor Lloyd-, sí que continúa. Desde el principio me di cuenta de que había algo extraño. Desde luego interrogué a los pescadores sobre lo que habían visto. Ellos eran testigos presenciales. Y una de las mujeres me contó una historia bastante curiosa a la que entonces no presté atención, pero que recordé más tarde. Insistió en que la señorita Durrant no se encontraba en ningún apuro cuando gritó. La otra nadadora se había acercado a ella, según esta mujer, y deliberadamente le sumergió la cabeza debajo del agua. Como les digo, no le presté mucha atención. Era una historia fantástica y las cosas pueden verse de manera muy distinta desde la playa. Tal vez la señorita Barton había tratado de dejarla inconsciente al ver que la otra, presa del pánico, se agarraba a ella con desesperación y que podían ahogarse las dos. Y según la historia de aquella mujer española, parecía como... como si la señorita Barton hubiera intentado en aquel momento ahogar deliberadamente a su compañera.
"Como les digo, presté poca atención a aquella historia por aquel entonces, pero más tarde acudió a mi memoria. Nuestra mayor dificultad fue averiguar algo de aquella mujer, Amy Durrant. Al parecer no tenía parientes. La señorita Barton y yo revisamos juntos sus cosas. Encontramos una dirección a la que escribimos, pero resultó ser la de una habitación que había alquilado para guardar algunas de sus pertenencias. La patrona nada sabía y sólo la vio al alquilarle la habitación. La señorita Durrant había comentado entonces que le gustaba tener un lugar al que poder llamar suyo y al que poder regresar en un momento dado. Había allí un par de muebles antiguos, algunos cuadros y un baúl lleno de esas cosas que se adquieren en las subastas, pero nada personal. Había mencionado a la patrona que sus padres habían muerto en la India cuando ella era una niña y que fue educada por un tío sacerdote, pero no dijo si era hermano de su padre o de su madre, de modo que el nombre no nos sirvió en absoluto de guía.
"No es que fuese un caso precisamente misterioso, pero sí poco satisfactorio. Debe de haber muchas mujeres solas y orgullosas, en su misma posición. Entre sus cosas encontramos en Las Palmas un par de fotografías, bastante antiguas y desvaídas y que fueron recortadas para que cupieran en sus marcos respectivos, de modo que no constaba en ellas el nombre del fotógrafo, y también había un daguerrotipo antiguo que pudo haber sido de su madre o con más probabilidad de su abuela.
"La señorita Barton tenía, según dijo, la dirección de dos personas que le dieron referencias suyas. Una la había olvidado, pero la otra logró recordarla tras algunos esfuerzos. Resultó ser la de una señora que ahora vivía en Australia. Se le escribió y su respuesta, que naturalmente tardó bastante en llegar, no sirvió de gran ayuda. Decía que la señorita Durrant había sido señorita de compañía suya por un determinado espacio de tiempo, cumpliendo su cometido del modo más eficiente, que era una mujer encantadora, pero nada sabía de sus asuntos particulares ni de sus parientes.
"De modo que, como les digo, no era nada extraordinario en realidad, pero fueron las dos cosas juntas las que despertaron mis recelos. Aquella Amy Durrant de quien nadie sabía nada y la curiosa historia de la española que presenció la escena. Sí, y añadiré otra cosa: cuando me incliné por primera vez sobre el cuerpo de la ahogada y la señorita Barton se dirigía hacia las casetas de los pescadores, se volvió a mirar con una expresión en su rostro que sólo puedo calificar de intensa ansiedad, una especie de duda angustiosa que se me quedó grabada en la mente.
"Entonces no me pareció extraño. Lo atribuí a la terrible pena que sentía por su amiga, pero más tarde comprendí que no era por eso. Entre ellas no existía relación alguna y por ello no podía sentir un hondo pesar. La señorita Barton apreciaba a Amy Durrant y su muerte la había sobresaltado, eso era todo.
"Pero entonces, ¿a qué se debía aquella inmensa angustia? Ésa es la pregunta que me atormentaba. No me equivoqué al interpretar aquella mirada y, casi contra mi voluntad, una respuesta comenzó a tomar forma en mi mente. Supongamos que la historia de la mujer española fuese cierta. Supongamos que Mary Barton hubiera intentado ahogar a sangre fría a Amy Durrant. Consigue mantenerla bajo el agua mientras simula salvaría y es rescatada por un bote. Se encuentra en una playa solitaria, lejos de todas partes, y entonces aparezco yo, lo último que ella esperaba. ¡Un médico! ¡Y un médico inglés! Sabe muy bien que personas que han permanecido sumergidas en el agua más tiempo que Amy Durrant han vuelto a la vida gracias a la respiración artificial. Pero ella tiene que representar su papel y marcharse dejándome solo con su víctima. Y cuando se vuelve a mirar por última vez, una terrible angustia se refleja en su rostro. ¿Volverá a la vida Amy Durrant y contará lo que sabe?"
-¡Oh! -exclamó Jane-. Estoy emocionada.
-Desde este punto de vista, el caso parece más siniestro y la personalidad de Amy Durrant se hace más misteriosa. ¿Quién era Amy Durrant? ¿Por qué habría de ser ella, una insignificante señorita de compañía a quien se paga por su trabajo, asesinada por su ama? ¿Qué historia se escondía tras la fatal excursión a la playa? Había entrado al servicio de Mary Barton unos pocos meses antes. Ésta la lleva consigo al extranjero y, al día siguiente de su llegada, ocurre la tragedia. ¡Y ambas eran dos refinadas inglesas de lo más corriente! La sola idea resultaba fantástica y tuve que reconocer que me estaba dejando llevar por la imaginación.
-Entonces, ¿no hizo nada? -preguntó la señorita Helier.
-Mi querida jovencita, ¿qué podía hacer yo? No existían pruebas. La mayoría de los testigos refirieron la misma historia que la señorita Barton. Yo había basado mis sospechas en una mera expresión pasajera que bien pude haber imaginado. Lo único que podía hacer, y lo hice, era procurar que se continuasen las pesquisas para encontrar a los familiares de Amy Durrant. La siguiente vez que estuve en Inglaterra fui a ver a la patrona que le alquiló la habitación, con los resultados que ya les he referido.
-Pero usted presentía que había algo extraño -dijo la señorita Marple.
El doctor Lloyd asintió.
-La mitad del tiempo me avergonzaba pensar así. ¿Quién era yo para sospechar que aquella dama inglesa simpática y de trato amable hubiera cometido un crimen a sangre fría? Hice cuanto me fue posible por mostrarme cortés con ella durante el corto espacio de tiempo que permaneció en la isla. La ayudé a entenderse con las autoridades españolas e hice todo lo que pude como inglés para ayudar a una compatriota en un país extranjero. No obstante tengo el convencimiento de que ella sabía que me desagradaba y que sospechaba de ella.
-¿Cuánto tiempo permaneció allí? -preguntó la señorita Marple.
-Creo que unos quince días. La señorita Durrant fue enterrada allí y, unos días después, la señorita Barton tomó un barco de regreso a Inglaterra. El golpe la había trastornado tanto que no se sentía capaz de pasar el invierno allí, como había planeado. Eso es lo que dijo.
-¿Y parecía afectada? -quiso saber la señorita Marple.
-Bueno, no creo que aquello la afectara personalmente -replicó el doctor con cierta reserva.
-¿No engordaría por casualidad? -insistió la señorita Marple.
-¿Sabe? Es curioso que diga eso. Ahora que lo pienso, creo que tiene razón. Sí, si en algo cambió, fue en que pareció engordar un poco.
-Qué horrible -dijo Jane Helier con un estremecimiento-. Es como... como engordar con la sangre de la propia víctima.
-Y a pesar de todo, en cierto modo, no podía dejar de sentir que tal vez la estaba haciendo víctima de una injusticia -prosiguió el doctor Lloyd-. Sin embargo, antes de marcharse me dijo algo que parecía indicar lo contrario. Debe de haber, y yo creo que las hay, conciencias que obran muy lentamente y que tardan algún tiempo en despertar de la monstruosidad del delito cometido.
"Fue la noche antes de que partiera de las Canarias. Me había pedido que fuera a verla y me agradeció calurosamente todo lo que había hecho por ella. Yo, como es de suponer, quité importancia al asunto diciéndole que había hecho únicamente lo normal dadas las circunstancias, etc. etc. Después hubo una pausa y, de pronto, me hizo una pregunta.
"-¿Usted cree -me dijo- que alguna vez puede estar justificado tomarse la justicia por propia mano?
"Le respondí que era una pregunta difícil de contestar, pero que en principio yo pensaba que no, que la ley era la ley y que debíamos someternos a ella.
"-¿Incluso cuando es impotente?
"-No la comprendo.
"-Es difícil de explicar, pero uno puede hacer algo que esté considerado como completamente equivocado, que sea considerado incluso un crimen, por una razón buena y justificada.
"Le repliqué secamente que algunos criminales habían pensado eso al cometer sus crímenes y se horrorizó.
"-Pero eso es horrible -murmuró-, horrible.
"Y luego, cambiando de tono, me pidió que le diera algo que la ayudara a dormir, ya que no había podido hacerlo últimamente desde... desde que sufrió aquel terrible golpe.
"-¿Está segura de que es eso? ¿No le ocurre nada? ¿No hay algo que torture su mente?
"-¿Qué supone usted que puede torturar mi mente? -me contestó furiosa y con recelo.
"-Las preocupaciones son muchas veces la causa del insomnio -dije sin darle importancia.
"Pareció reflexionar unos momentos.
"-¿Se refiere a las preocupaciones del porvenir o a las del pasado que ya no tienen remedio?
"-A cualquiera de ellas.
"-Sería inútil preocuparse por el pasado. No puede volver... ¡Oh!, ¿de qué sirve? No debemos pensar más, no se debe pensar en ello.
"Le receté un somnífero y me despedí. Cuando me iba pensé en lo que acababa de decirme. «No puede volver...» ¿Qué? ¿O quién?
"Creo que esta última entrevista me predispuso en cierto modo para lo que iba a suceder después. Yo no lo esperaba, por supuesto, pero cuando ocurrió no me sorprendí. Porque Mary Barton me había dado la impresión de ser una mujer consciente, no una débil pecadora, sino una mujer de convicciones firmes, que actuaría según ellas y que no cejaría mientras siguiera creyendo en ellas. Imaginé que durante nuestra última conversación empezó a dudar de sus propias convicciones. Sus palabras me hicieron creer que empezaba a sentir la comezón de ese terrible hostigador del alma: el remordimiento.
"Lo siguiente sucedió en Cornualles, en un pequeño balneario bastante desierto en aquella época del año. Debía ser, veamos, a finales de marzo, y lo leí en los periódicos. Una señora se había hospedado en un pequeño hotel de aquella localidad, una tal la señorita Barton, cuyo comportamiento fue muy extraño, cosa que fue observada por todos. Por la noche paseaba de un lado a otro de su habitación, hablando sola y sin dejar dormir a las personas de los dormitorios contiguos al suyo. Un día llamó al vicario y le dijo que tenía que comunicarle algo de la mayor importancia y que había cometido un crimen. Y luego, en vez de continuar, se puso en pie violentamente diciéndole que ya regresaría otro día. El vicario la consideró una perturbada mental y no tomó en serio su grave auto acusación.
"A la mañana siguiente se descubrió que había desaparecido de su habitación, donde había dejado una nota dirigida al coronel y que decía lo siguiente:
Ayer intenté hablar con el vicario para confesarme, pero no pude. Ella no me deja. Sólo puedo remediarlo de una manera: dando mi vida por la suya, y debo perderla del mismo modo que ella. Yo también debo ahogarme en el mar. Creí que lo hacía justificadamente. Ahora comprendo que no era así. Si quiero obtener el perdón de Amy debo ir con ella. No se culpe a nadie de mi muerte.
MARY BARTON
 
"Sus ropas fueron encontradas en una cueva cercana a la playa. Al parecer se había desnudado allí y nadado resueltamente mar adentro, donde la corriente era peligrosa ya que la arrastraría a los acantilados.
"El cadáver no fue recuperado, pero al cabo de un tiempo se la dio por muerta. Era una mujer rica, resultó tener más de cien mil libras. Puesto que murió sin hacer testamento, todo fue a parar a manos de sus parientes más próximos, unos primos que vivían en Australia. Los periódicos hicieron alguna discreta alusión a la tragedia ocurrida en las Islas Canarias y expusieron la teoría de que la muerte de la señorita Durrant había trastornado la razón de su amiga. En la encuesta judicial se pronunció el acostumbrado veredicto de «suicidio cometido en un ataque de locura».
"Y de este modo cayó el telón sobre la tragedia de Amy Durrant y Mary Barton."
Hubo una larga pausa y luego Jane Helier dijo con expresión agitada:
-Oh, pero no debe detenerse ahí, precisamente en el momento más interesante. Continúe.
-Pero comprenda, señorita Helier, esto no es un folletín, sino la vida real, y en la vida real las cosas se detienen inesperadamente.
-Pero yo no quiero que se detengan -dijo Jane-, quiero saber.
-Ahora es cuando debe hacer uso de su inteligencia, señorita Helier -explicó don Henry-. ¿Por qué asesinó Mary Barton a su señorita de compañía? Ése es el problema que nos ha planteado el doctor Lloyd.
-Oh, bueno -replicó la aludida-, pudo ser asesinada por muchísimas razones. Quiero decir... oh, no lo sé. Tal vez se saliera de sus casillas o tuviera celos, aunque el doctor Lloyd no haya mencionado a ningún hombre, pero es posible que durante el viaje en barco... bueno, ya sabe usted lo que dice todo el mundo de los cruceros y los viajes por mar.
La señorita Helier se detuvo por falta de aliento, mientras todo su auditorio pensaba que el exterior de su encantadora cabeza superaba en mucho a lo que tenía dentro.
-A mí me gustaría hacer mil sugerencias -dijo la señora Bantry-, pero supongo que debo limitarme a una. Yo creo que el padre de la señorita Barton haría fortuna arruinando al de Amy Durrant y Amy determinó vengarse. ¡Oh, no! Tendría que haber sido al revés. ¡Qué fastidio! ¿Por qué la rica dama asesinó a su humilde señorita de compañía? Ya lo tengo. La señorita Barton tenía un hermano menor que se enamoró perdidamente de Amy Durrant. La señorita Barton espera su oportunidad. Cuando Amy sale al mundo, la toma como señorita de compañía y la lleva a Canarias para llevar a cabo su venganza. ¿Qué tal?
-Excelente -dijo don Henry-. Sólo que ignoramos que la señorita Barton tuviera un hermano.
-Eso lo he deducido -replicó la señora Bantry-. A menos que tuviera un hermano menor, no veo el motivo. De modo que debía tener uno. ¿No lo ve usted así, Watson?
-Todo esto está muy bien, Dolly -dijo su esposo-, pero es solo una mera conjetura.
-Claro -respondió la señora Bantry-. Es todo lo que podemos hacer, conjeturar. No tenemos la menor pista. Adelante, querido, ahora te toca a ti.
-Les doy mi palabra de que no sé qué decir, pero creo que es acertada la sugerencia de la señorita Helier acerca de que debía haber un hombre de por medio. Mira, Dolly, seguramente debía ser un párroco. Por un decir, las dos le tejen una capa a medida, pero él acepta la de la señorita Durrant primero. Puedes estar segura de que tuvo que ser algo así. Es muy significativo que al final acudiera también a un párroco, ¿no? Ese tipo de mujeres siempre pierden la cabeza por los párrocos bien parecidos. Se oyen casos continuamente.
-Creo que debemos tratar de encontrar una explicación un poco más plausible -dijo don Henry-, aunque admito que también es sólo una conjetura. Yo sugiero que la señorita Barton fue siempre una desequilibrada mental. Hay muchos más casos así de los que pueden imaginar. Su manía fue agudizándose y empezó a creer que su obligación era librar al mundo de ciertas personas, posiblemente de las «mujeres desgraciadas». No sabemos gran cosa del pasado de la señorita Durrant. De modo que es muy posible que tuviera un pasado «desgraciado». La señorita Barton lo averigua y decide exterminarla. Más tarde, su crimen empieza a preocuparle y se siente abrumada por los remordimientos. Su fin demuestra que estaba completamente desequilibrada. Ahora dígame si está de acuerdo conmigo, señorita Marple.
-Me temo que no, don Henry -replicó la señorita Marple sonriendo para disculparse-. Creo que su final demuestra que había sido una mujer inteligente y resuelta.
Jane Helier la interrumpió lanzando un grito.
-¡Oh! ¡Qué tonta he sido! ¿Puedo probar otra vez? Claro que debió ser eso. ¡Chantaje! La señorita de compañía le estaba haciendo victima de su chantaje. Sólo que no comprendo por qué dice la señorita Marple que fue una mujer inteligente por el hecho de que se suicidara. No lo comprendo en absoluto.
-¡Ah! -exclamó don Henry-. Seguro que la señorita Marple conoce un caso exactamente igual ocurrido en St. Mary Mead.
-Usted siempre se burla de mí, don Henry -contestó la señorita Marple con tono de reproche-. Debo confesar que me recuerda un poco, sólo un poco, a la anciana Trout. Cobró las pensiones de tres ancianas fallecidas en distintas parroquias.
-Me parece un crimen muy complicado y muy provechoso -dijo don Henry-, pero no veo que arroje ninguna luz sobre el problema que nos ocupa.
-Claro que no -replicó la señorita Marple-. Usted no, pero algunas de las familias eran muy pobres y la pensión de las ancianas representaba mucho para los niños. Sé que es difícil de entender para los extraños, pero lo que quiero hacer resaltar es que el fraude se apoyaba en el hecho de que una anciana se parece mucho a cualquier otra.
-¿Cómo? -preguntó don Henry intrigado.
-Siempre me explico mal. Lo que quiero decir es que, cuando el doctor Lloyd describió a esas dos señoras, no sabía quién era quién y supongo que tampoco lo sabía nadie del hotel. Desde luego, lo hubieran sabido al cabo de uno o dos días, pero al día siguiente una de las dos pereció ahogada y si la superviviente dijo que era la señorita Barton, no creo que a nadie se le ocurriera dudarlo.
-Usted cree... ¡Oh! Ya comprendo -dijo don Henry despacio.
-Es lo único que tendría un poco de sentido. Nuestra querida señora Bantry ha llegado a la misma conclusión hace tan solo unos momentos. ¿Por qué habría de matar una mujer rica a su humilde acompañante? Es mucho más lógico que fuera lo contrario. Quiero decir que es así como suelen suceder las cosas.
-¿Sí? -comentó don Henry-. Me sorprende usted.
-Pero claro -prosiguió la señorita Marple-, luego tuvo que usar la ropa de la señorita Barton, que probablemente debía quedarle un tanto estrecha, por lo que daría la impresión de haber engordado un poco. Por eso hice esa pregunta. Un caballero seguramente pensaría que estaba aumentando de peso y no que la ropa le quedaba pequeña, aunque no sea éste el modo correcto de explicarlo.
-Pero si Amy Durrant asesinó a la señorita Barton, ¿qué ganaba con ello? -quiso saber la señorita Bantry-. No podía mantener la ficción indefinidamente.
-Sólo la mantuvo por espacio de un mes aproximadamente -indicó la señorita Marple-. Y durante este tiempo supongo que viajaría, manteniéndose alejada de todo el que pudiera conocerla. Eso es lo que quise dar a entender al decir que una mujer de cierta edad resultaba muy parecida a cualquier otra. No creo siquiera que notaran que la fotografía del pasaporte era distinta, ya saben ustedes lo malas que son. Y luego, en marzo, se marchó a ese balneario de Cornualles donde comenzó a actuar de un modo extraño, a atraer la atención de la gente para que cuando encontrasen sus ropas en la playa y leyeran su última carta no repararan en lo obvio.
-¿Que era? -preguntó don Henry.
-Que no había cuerpo -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que hubiera saltado más a la vista de no ser por la cantidad de pistas falsas puestas para apartarlos de la verdadera pista, incluyendo el detalle de la comedia del arrepentimiento: No había cuerpo, ése era el hecho más importante.
-¿Quiere usted decir...? -preguntó la señorita Bantry-. ¿Quiere decir que no hubo tal arrepentimiento? ¿Y que... que no se ahogó?
-¡Ella no! -replicó la señorita Marple-. Igual que la señora Trout. Ella también supo preparar muchas pistas falsas, pero no había contado conmigo. Yo sé ver a través del fingido remordimiento de la señorita Barton. ¿Ahogada ella? Se marchó a Australia y no temo equivocarme.
-No se equivoca, señorita Marple -dijo el doctor Lloyd-. Tiene razón. Otra vez me deja usted sorprendido. Vaya, aquel día en Melbourne casi me caigo redondo de la impresión.
-¿Era eso a lo que se refería usted al hablar de una coincidencia?
El doctor Lloyd asintió.
-Sí, tuvo muy mala suerte la señorita Barton o la señorita Amy Durrant o como quieran llamarla. Durante algún tiempo fui médico de un barco y, al desembarcar en Melbourne, la primera persona que vi cuando paseaba por allí fue a la señora que yo creía que se había ahogado en Cornualles. Ella comprendió que su juego estaba descubierto por lo que a mí se refería e hizo lo más osado que se le ocurrió, convertirme en su confidente. Era una mujer extraña, desprovista de toda moral. Era la mayor de nueve hermanos, todos muy pobres. En una ocasión pidieron ayuda a su prima rica, que vivía en Inglaterra, pero fueron rechazados y la señorita Barton se peleó con su padre. Necesitaban dinero desesperadamente, ya que los tres niños más pequeños estaban delicados y necesitaban un costoso tratamiento médico. Parece ser que entonces Amy Barton planeó su crimen a sangre fría. Se marchó a Inglaterra, ganándose el pasaje como niñera, y obtuvo su empleo de señorita de compañía de la señorita Barton haciéndose llamar Amy Durrant. Alquiló una habitación en la que puso algunos muebles para crearse una cierta personalidad. El plan del ahogamiento fue una inspiración repentina. Había estado esperando que se le presentara alguna oportunidad. Después de representar la escena final del drama, regresó a Australia y, a su debido tiempo, ella y sus hermanos heredaron todo el dinero de la señorita Barton como parientes más próximos.
-Un crimen osado y perfecto -dijo don Henry-. Casi el crimen perfecto. De haber sido la señorita Barton quien muriera en las Canarias, las sospechas hubieran recaído en Amy Durrant y se hubiese descubierto su parentesco con la familia Barton. Pero el cambio de identidad y el doble crimen, como podemos llamarlo, evitó esa posibilidad. Sí, casi fue un crimen perfecto.
-¿Qué fue de ella? -preguntó la señora Bantry-. ¿Cómo actuó en el asunto, doctor Lloyd?
-Me encontraba en una posición muy curiosa, señora Bantry. Pruebas, tal como las entiende la ley, tenía muy pocas todavía. Y también, como médico, me di cuenta de que, a pesar de su aspecto vigoroso y robusto, aquella mujer no iba a vivir mucho. La acompañé a su casa y conocí al resto de los hermanos, una familia encantadora que adoraba a su hermana mayor, completamente ajenos al crimen que había cometido. ¿Por qué llenarlos de pena si no podía probar nada? La confesión de aquella mujer no fue oída por nadie más que por mí y dejé que la naturaleza siguiera su curso. La señorita Amy Barton falleció seis meses después de mi último encuentro con ella. Y a menudo me he preguntado si vivió alegre y sin arrepentimiento hasta que le llegó su fin.
-Seguramente no -dijo la señora Bantry.
-Yo creo que sí -dijo la señorita Marple-. Como la señora Trout.
Jane Helier se estremeció.
-Vaya -dijo-, es muy emocionante. Aunque aún no entiendo quién ahogó a quién y qué tiene que ver esa señora Trout con todo eso.
-No tiene nada que ver, querida -replicó la señorita Marple-. Fue sólo una persona, y no precisamente agradable, que vivía en el pueblo.
-¡Oh! -exclamó Jane-. En el pueblo. Pero si en los pueblos nunca ocurre nada, ¿no es cierto? -suspiró-. Estoy segura de que si viviera en un pueblo sería tonta de remate.
FIN
El caso del bungalow[Cuento. Texto completo]Agatha Christie
-Ahora recuerdo un caso... -dijo Jane Helier. Su bello rostro se iluminó con la sonrisa confiada del niño que busca aprobación. Era la sonrisa que conmovía a diario al público de Londres y que había hecho la fortuna de los fotógrafos-. Le ocurrió a una amiga mía -dijo con precaución.
Todo el mundo hizo hipócritas gestos de aliento. El coronel Bantry, su esposa, don Henry Clithering, el doctor Lloyd y la anciana señorita Marple estaban convencidos de que la “amiga” de Jane era ella misma. Hubiera sido incapaz de recordar o interesarse por algo que afectara a cualquier otra persona.
-Mi amiga -continuó Jane-, no mencionaré su nombre, era una actriz muy conocida.
Nadie exteriorizó la menor sorpresa y don Henry Clithering pensó para sí: “Me pregunto cuánto tardará en olvidarse de la farsa y dirá 'yo' en vez de 'ella'...”
-Mi amiga se encontraba de gira por provincias, de esto hará uno o dos años. Supongo que es mejor no decir el nombre del lugar. Estaba en la ribera de un río, muy cerca de Londres. Lo llamaré...
Hizo una pausa, frunciendo el entrecejo. Al parecer, inventar un simple nombre era demasiado para ella, y don Henry acudió en su ayuda.
-¿Lo llamamos Riverbury? -le sugirió.
-Oh, sí, espléndido, Riverbury, lo recordaré. Bien, como decía, esta amiga mía se encontraba en Riverbury con su compañía cuando ocurrió algo muy curioso.
Volvió a fruncir el entrecejo.
-¡Es tan difícil decir lo que una quiere decir! -se lamentó-. Temo confundirme y decir unas cosas antes que otras.
-Lo hace usted muy bien -le dijo el doctor Lloyd para animarla-. Continúe.
-Bien, pues ocurrió algo muy curioso. Mi amiga fue llevada al puesto de policía. Al parecer se había cometido un robo en su bungalow, situado junto al río, y habían detenido a un joven que les contó una extraña historia, y por eso fueron a buscarla. Nunca había estado en un puesto de policía, pero se mostraron muy amables con ella, amabilísimos.
-No me extraña en absoluto -dijo don Henry.
-El sargento, creo que era un sargento, o tal vez fuese un inspector, la invitó a sentarse y le explicó lo ocurrido. Desde luego yo vi en seguida que se trataba de una equivocación.

“¡Aja! -pensó don Henry-. '¡Yo!' Ya está, lo que imaginaba”.
-Eso dijo mi amiga -continuó Jane, sin advertir su propia traición-. Explicó que había estado ensayando en el hotel con su suplente y que nunca había oído siquiera el nombre de señor Faulkener. Y el sargento dijo: “señorita Hel...”.
Se detuvo muy sonrojada.
-¿Señorita Helman? -le sugirió don Henry con un guiño.
-Sí, sí, eso es. Gracias. El sargento dijo: “Señorita Helman, creo que debe de haber alguna equivocación, puesto que usted se aloja en el Bridge Hotel”. Y luego me preguntó si me importaría que me confrontaran con aquel joven. No sé si se dice confrontar o carear. No lo puedo recordar.
-No importa realmente -le aseguró don Henry.
-De todos modos, yo dije: “Claro que no”. Y lo trajeron y dijeron: “Ésta es señorita Helier” y... ¡Oh! -Jane se interrumpió boquiabierta.
-No importa, querida -le dijo señorita Marple para consolarla-. De todas maneras lo hubiéramos adivinado. Y no nos ha dicho el nombre del lugar ni nada realmente importante.
-Bueno -dijo Jane-. Mi intención era contárselo como si le hubiera ocurrido a otra persona, pero es difícil, ¿verdad? Quiero decir que una se olvida.
Todos le aseguraron que era muy difícil y una vez tranquilizada, prosiguió con su algo enrevesado relato.
-Era un hombre muy atractivo, mucho. Joven y pelirrojo. Al verme se quedó con la boca abierta y el sargento le preguntó: “¿Es ésta la dama?” Y él contestó: “No, desde luego que no. Qué estúpido he sido”. Yo le sonreí, diciéndole que no tenía importancia.

-Me imagino la escena -dijo don Henry.
Jane Helier frunció el entrecejo.
-Déjeme pensar cómo sería mejor continuar.
-¿Y si nos contara de qué se trata, querida? -dijo señorita Marple con tal amabilidad que nadie pudo sospechar su ironía-. Quiero decir que cuál era la equivocación de aquel joven y de qué se trataba el robo.
-Oh, sí -exclamó Jane-. Bien, ese joven, Leslie Faulkener, había escrito una comedia. A decir verdad había escrito varias, aunque nunca le representaron una. Y me envió una en particular para que la leyera. Yo lo ignoraba, ya que recibo cientos de obras de teatro y leo muy pocas, sólo aquéllas de las que sé algo. De todas formas, así fue, y al parecer el señor Faulkener recibió una carta mía, sólo que resultó que no la había escrito yo. ¿Comprenden?
Hizo una pausa con ansiedad y todos le aseguraron que la habían entendido.
-En ella le decía que había leído su comedia, que me gustaba mucho y que viniera a hablar conmigo. Le daba la dirección, el bungalow de Riverbury. De modo que el señor Faulkener, muy satisfecho, fue a verme a ese lugar: el bungalow. Le abrió la puerta una doncella a quien él preguntó por la señorita Helier y ella le dijo que la señorita Helier lo estaba esperando y le hizo pasar al salón, donde lo recibió una mujer que él aceptó como si fuera yo, lo cual resulta bastante extraño, puesto que me había visto actuar y mis fotografías son bien conocidas en todas partes, ¿verdad?

-Por todo lo largo y ancho de Inglaterra -replicó la señora Bantry-. Pero a menudo hay una gran diferencia entre la fotografía y el original, mi querida Jane. Así como cuando se ve a las artistas fuera del escenario. No todas las actrices pueden superar esa prueba como tú, recuérdelo.
-Bueno -dijo Jane un tanto aplacada-, es posible. De todas formas describió a aquella mujer diciendo que era alta, rubia, de grandes ojos azules y muy atractiva, de modo que debía parecerse bastante a mí. Desde luego, él no sospechó nada y ella se sentó, comenzó a charlar de su comedia y de las ganas que tenía de representarla. Mientras hablaban, les sirvieron unos combinados y el señor Faulkener tomó uno. Bueno, eso es todo lo que recuerda, que se bebió el combinado. Cuando despertó, o volvió en sí, estaba tendido en la carretera junto a la cuneta, desde luego donde no había peligro de que lo atropellaran. Estaba muy débil y desorientado, tanto que, cuando se levantó y echó a andar tambaleándose, no sabía adónde se dirigía. Dijo que, de haber estado en posesión de todas sus facultades, hubiera vuelto al bungalow para tratar de averiguar lo ocurrido, pero se sentía tan torpe y aturdido que siguió caminando sin saber apenas lo que hacía. Empezaba a rehacerse cuando fue detenido por la policía.
-¿Por qué lo detuvieron? -preguntó el doctor Lloyd.
-¡Oh! ¿No se lo dije? -exclamó Jane abriendo mucho los ojos-. Qué tonta soy, por el robo.
-Usted mencionó un robo, pero no dijo dónde tuvo lugar ni por qué.
-Bueno, ese bungalow, ese al que fue él, no era mío, por supuesto. Pertenecía a un hombre cuyo nombre era...
De nuevo Jane Helier frunció el entrecejo.

-¿Quiere que vuelva a hacer de padrino? -le preguntó don Henry-. Seudónimos gratis. Descríbame al individuo y yo lo bautizaré.
-Lo había alquilado un acaudalado caballero, de la ciudad.
-Don Herman Cohen -sugirió don Henry.
-Le va perfectamente. Lo alquiló para una mujer, esposa de un actor y también actriz.
-Al actor podemos llamarle Claud Leason -dijo don Henry- y a ella por su nombre artístico, por ejemplo, señorita Mary Kerr.
-Creo que es usted muy inteligente -dijo Jane-. A mí no se me ocurren las cosas tan fácilmente. Bien, era una especie de casita de campo donde don Herman... ¿ha dicho usted Herman?, y la dama pretendían pasar los fines de semana. Por supuesto, la esposa no sabía nada de esto.
-Es lo que suele ocurrir -dijo don Henry.
-Y le había regalado a la actriz una buena cantidad de joyas, incluidas unas esmeraldas muy finas.
-¡Ah! -exclamó el doctor Lloyd-. Ya vamos llegando.
-Estas joyas estaban en el bungalow bien cerradas en un joyero. La policía dijo que era una imprudencia, que cualquiera pudo cogerlas.
-¿Ves, Dolly? -intervino el coronel Bantry-. ¿Qué es lo que te digo siempre?
-Bueno, según he visto por propia experiencia -contestó la señora Bantry-, es siempre la gente cuidadosa la que pierde sus joyas. Yo no encierro las mías en ningún joyero, las guardo sueltas en un cajón debajo de las medias. Me atrevo a decir que si... ¿cómo se llama?, si Mary Kerr hubiese hecho lo mismo, no se las hubieran robado tan fácilmente.
-Las habrían encontrado -replicó Jane-, pues todos los cajones fueron abiertos y su contenido esparcido por el suelo.
-Entonces no andaban buscando joyas -dijo la señora Bantry-, sino documentos secretos. Es lo que ocurre siempre en las novelas.

-No sé nada de ningún documento secreto -respondió Jane pensativa-. No los oí mencionar.
-No se distraiga, señorita Helier -dijo el coronel Bantry-. No se inquiete usted por las pistas falsas disparatadas que diga mi esposa.
-Siga hablando del robo -le indicó amablemente don Henry.
-Sí. La policía recibió una llamada telefónica de alguien que se hizo pasar por Mary Kerr. Dijo que habían robado en el bungalow y describió a un joven pelirrojo que se había presentado aquella mañana en el bungalow. A su doncella le pareció un tipo muy raro y se negó a dejarlo entrar, pero más tarde lo vio salir por una ventana. Lo describió con tanto detalle que la policía lo detuvo media hora después y entonces él contó su historia y mostró mi carta. Vinieron a buscarme y al verme, dijo lo que ya les he contado: ¡que no era yo!
-Una historia muy curiosa -dijo el doctor Lloyd-. ¿El señor Faulkener conocía a esa señorita Kerr?
-No, no la conocía, o por lo menos eso dijo. Pero aún no les he contado lo más curioso. La policía fue al bungalow y lo encontraron tal como lo he descrito antes: los cajones por el suelo y ni rastro de las joyas, pero no había nadie. Hasta algunas horas más tarde no regresó Mary Kerr, quien negó haberles telefoneado y afirmó que nada sabía de lo ocurrido hasta aquel momento. Al parecer había recibido un telegrama de su representante ofreciéndole un papel importante y concertando una entrevista a la que naturalmente se había apresurado a acudir. Al llegar allí, descubrió que todo había sido una broma y que el representante no le había enviado ningún telegrama.
-Un truco bastante usado para quitarla de en medio -comentó don Henry-. ¿Qué me dice de los criados?
-Había ocurrido lo mismo. Sólo tenía una doncella a la que llamaron por teléfono, aparentemente de parte de Mary Kerr, para decirle que ésta se había olvidado algo muy importante y dándole instrucciones para que cogiese cierto bolso de mano que estaba en un cajón de su dormitorio y tomara el primer tren. La doncella así lo hizo, desde luego, y dejó la casa cerrada. Pero cuando llegó al club de la señorita Kerr, que era donde le dijeron que esperara a su señora, la esperó en vano.
-¡Hum! -murmuró don Henry-. Empiezo a comprender. La casa se quedó vacía y entrar por una de sus ventanas no creo que resultara muy difícil. Pero no veo qué pinta en todo esto el señor Faulkener. ¿Y quién telefoneó a la policía, si no fue señorita Kerr?
-Eso nadie llegó a averiguarlo nunca.
-Es curioso -comentó don Henry-. ¿Resultó ser el joven quien dijo ser?
-Oh, sí. Incluso presentó la carta que supuso escrita por mí. La letra no se parecía en nada a la mía, pero, claro, no era de esperar que conociese mi letra.
-Bien, precisemos los hechos con claridad -dijo don Henry-. Corríjame si me equivoco. La señora y la doncella son alejadas de la casa. Atraen a ese joven a la casa por medio de una carta falsa, aprovechando la circunstancia de que usted se encontraba aquella semana actuando en Riverbury. El joven ingiere una droga y la policía recibe una llamada que hace que sospechen de él. Se ha cometido un robo. ¿Supongo que se llevarían las joyas?
-Oh, sí.
-¿Y fueron recuperadas?
-No, nunca. A decir verdad, creo que don Herman intentó echar tierra al asunto. Pero no pudo conseguirlo y me parece que su esposa solicitó el divorcio por este motivo, aunque no lo sé con certeza.
-¿Qué le ocurrió al señor Leslie Faulkener?
-Que al fin fue puesto en libertad. La policía no tenía suficientes pruebas contra él. ¿No les parece que es todo muy extraño?
-Realmente muy extraño. La primera pregunta es: ¿qué historia debemos creer? Señorita Helier, he observado que usted se inclina hacia la del señor Faulkener. ¿Tiene usted alguna razón para ello aparte de su propio instinto?
-No, no -contestó Jane contrariada-. Supongo que no. Pero era tan simpático y se disculpó de tal modo por haber tomado a otra persona por mí, que tuve el convencimiento de que decía la verdad.
-Ya comprendo -dijo don Henry con una sonrisa-. Pero debe admitir que pudo inventar esa historia con toda facilidad y haber escrito él mismo la carta que se suponía que era de usted. También pudo tomar alguna droga después de cometer el robo, pero confieso que no veo qué propósito pudiera tener semejante actuación. Era más sencillo entrar en la casa y desaparecer tranquilamente, a menos que lo hubiese visto algún vecino y él lo supiera. Entonces pudo rápidamente idear este plan para desviar las sospechas y explicar su presencia en la casa.
-¿Tenía dinero? -preguntó la señorita Marple.
-No lo creo -respondió Jane-. No, más bien me parece que andaba bastante apurado.
-Todo este asunto resulta muy curioso -dijo el doctor Lloyd-. Debo confesar que si aceptamos la historia de ese joven como cierta, el caso presenta más dificultades. ¿Para qué iba a querer la dama que pretendía hacerse pasar por la señorita Helier mezclar en el asunto a un desconocido? ¿Por qué montar una comedia tan terriblemente complicada?
-Dime, Jane -dijo la señora Bantry-. ¿Llegó a encontrarse frente a frente el joven Faulkener con Mary Kerr en algún momento durante los interrogatorios?
-No puedo asegurarlo -contestó Jane despacio y esforzándose por recordar.
-¡De no ser así, el caso está resuelto! -exclamó la señora Bantry-. Estoy segura de que tengo razón. ¿Qué es más sencillo que pretender que había sido reclamada en la ciudad? Luego telefonea desde Paddington o cualquier otra estación a su doncella y, mientras ésta va a la ciudad, ella regresa. El joven acude a la cita, lo droga y prepara la escena del robo con el mayor lujo posible de detalles. Telefonea a la policía, les da la descripción de la víctima propiciatoria y vuelve de nuevo a la ciudad. Luego regresa a su casa en el último tren y se hace la inocente y sorprendida.
-Pero, ¿por qué iba a robar sus propias joyas, Dolly?
-Siempre lo hacen -respondió la señora Bantry-. Y de todas formas se me ocurren mil razones. Tal vez quería dinero y es posible que don Herman no se lo diera, por lo que simula el robo de las joyas y luego las vende en secreto. O quizás alguien le estuviera haciendo chantaje, amenazándola con decírselo a su marido o a la esposa de don Herman. También es posible que ya las hubiera vendido, y don Herman lo sospechara, le preguntara por ellas y se viera obligada a hacer algo. Eso sucede muy a menudo en las novelas. O quizá se las estaba haciendo montar de nuevo y tenía en casa una imitación falsa. O bien... ésta es una buena idea y no tan típica... simula que le han sido robadas, se pone frenética y él le regala otras. De este modo tiene dos lotes en vez de uno. Estoy segura de que esa clase de mujeres saben muchos trucos.
-Eres muy inteligente, Dolly -le dijo Jane con admiración-. A mí no se me habría ocurrido.
-Es posible que lo sea, pero no ha dicho que tenga razón -comentó el coronel Bantry-. Yo me inclino a sospechar del caballero de la ciudad. Él sabría la clase de telegrama que haría marcharse de su casa a la actriz y el resto pudo arreglarlo fácilmente con la ayuda de una buena amiga. Al parecer nadie ha pensado en preguntarle a él si tiene una cortada.
-¿Qué opina usted, señorita Marple? -preguntó Jane volviéndose hacia la anciana, que había fruncido el entrecejo.
-Querida, en realidad no sé qué decir. Don Henry se reirá, pero esta vez no recuerdo ningún caso similar ocurrido en el pueblo que me sirva de ayuda. Desde luego, hay varios aspectos de su relato que son muy sugerentes. Por ejemplo, la cuestión del servicio. En... ejem... en una casa de costumbres tan dudosas, la sirvienta debía conocer perfectamente la situación, y una muchacha decente no hubiera aceptado jamás semejante empleo, ni su madre se lo hubiera permitido ni por un momento. De modo que podemos suponer que la doncella no era muy de fiar. Pudo dejarles la casa abierta a los ladrones mientras ella iba a Londres para desviar sospechas. Debo confesar que me parece la solución más probable. Sólo que si fuese obra de unos ladrones corrientes me resultaría muy raro, ya que para un robo así se precisan más conocimientos de los que pueda tener una doncella.
La señorita Marple hizo una pausa antes de proseguir con aire soñador:
-No puedo dejar de pensar que hubo algo más, quiero decir algún conflicto personal. Supongamos, por ejemplo, que alguien se sintiera despechado. ¿Tal vez una joven actriz a quien él no hubiera tratado bien? ¿No creen que eso explicaría mejor las cosas? Un intento deliberado para complicarle la vida: Eso es lo que parece. Y no obstante, no resulta del todo satisfactorio.
-Vaya, doctor, usted no ha dicho nada -dijo Jane-. Me había olvidado de usted.
-De mí se olvida siempre todo el mundo -contestó el doctor con tristeza-. Debo de tener una personalidad muy anodina.
-¡Oh, no! -exclamó Jane-. ¿Quiere, pues, darnos su opinión?
-Me encuentro en la posición de estar de acuerdo con las soluciones de todos y al mismo tiempo con ninguna. Yo tengo la teoría descabellada, y probablemente totalmente errónea, de que la esposa tiene algo que ver en el asunto. Me refiero a la de don Herman. No tengo el menor indicio en qué basarme, sólo sé que les sorprendería saber las cosas extraordinarias, realmente muy extraordinarias, que son capaces de hacer las esposas engañadas si se les mete en la cabeza.
-¡Oh! Doctor Lloyd -exclamó la señorita Marple, excitada-, qué inteligente es usted. No me había acordado para nada de la pobre señora Pebmarsh.
Jane la miró extrañada.
-¿La señora Pebmarsh? ¿Quién es la señora Pebmarsh?
-Pues... -la señorita Marple vacilaba-... ignoro si tendrá algo que ver con esto. Es una lavandera que robó un broche con un ópalo que estaba prendido en una blusa y lo escondió en casa de otra mujer.
Jane pareció más confundida que nunca.
-¿Y eso le hace ver claro este asunto, señorita Marple? -dijo don Henry con su habitual guiño.
Mas, ante su sorpresa, la señorita Marple negó con la cabeza.
-No, me temo que no. Debo confesar que estoy completamente desorientada. Lo que sí sé es que las mujeres deberían estar siempre unidas y defender en caso de apuro a las de su propio sexo. Creo que ésta es la moraleja de la historia que acaba de contarnos la señorita Helier.
-Debo confesar que no había considerado el aspecto ético del misterio -dijo don Henry en tono grave-. Tal vez vea con más claridad el significado de sus palabras cuando la señorita Helier nos haya dado la solución.
-¿Cómo? -exclamó Jane, todavía más asombrada.
-Estoy confesando que "nos damos por vencidos". Usted y sólo usted, señorita Helier, ha tenido el alto honor de presentar un misterio tan complicado que incluso la misma señorita Marple ha tenido que confesar su derrota.
-¿Todos se dan por vencidos? -preguntó en alta voz Jane.
-Sí. -Tras un minuto de silencio durante el cual todos esperaban que los demás tomasen la palabra, don Henry volvió a llevar la voz cantante-. Es decir, que nos limitamos a presentar las soluciones esbozadas por todos nosotros: una de cada caballero, dos de la señorita Marple y cerca de una docena de la señora B.
-No llegaban a una docena -replicó la señora Bantry-. Algunas eran variaciones sobre el mismo tema. ¿Y cuántas veces he de decirle que no quiero que me llame señora B?
-De modo que se dan por vencidos. -Jane estaba pensativa-. Es muy interesante.
Se inclinó hacia delante en la silla y empezó a limarse las uñas con aire ausente.
-Bueno -dijo la señora Bantry-. Vamos, Jane. ¿Cuál es la solución?
-¿La solución?
-Sí. ¿Qué ocurrió en realidad?
Jane la miró de hito en hito.
-No tengo la menor idea.
-¿Cómo?
-Siempre quise saberla y pensé que entre todos ustedes, que son tan inteligentes, podrían dármela.

Todo el mundo disimuló su contrariedad. Todos aceptaban que Jane fuese tan hermosa, pero en aquel momento todos pensaron que había llevado demasiado lejos su estupidez. Incluso la belleza más trascendental no podía excusarla.
-¿Quiere decir que la verdad nunca fue descubierta? -preguntó don Henry.
-No. Y por eso, como les dije, pensé que ustedes me la podrían explicar a mí.

Jane parecía contrariada, como si hubiera sido agraviada.
-Bueno, yo... yo... -dijo el coronel Bantry, y le fallaron las palabras.
-Eres una joven muy irritante, Jane -dijo su esposa-. De todas maneras, estoy segura y siempre lo estaré de que tengo razón. Y si nos dijera los verdaderos nombres de todas esas personas, lo comprobaría.
-No creo que pueda hacerlo -replicó Jane lentamente.
-No, querida -intervino la señorita Marple-. La señorita Helier no puede hacer eso.
-Claro que puede -dijo la señora Bantry-. No seas tan escrupulosa. Los mayores podemos comentar algún que otro escándalo. De todas maneras, díganos por lo menos quién era el magnate de la ciudad.
La señorita Jane negó con la cabeza y la señorita Marple continuó apoyando a la joven.
-Debió de ser un caso muy desagradable -le dijo.
-No -replicó Jane pensativa-. Creo... creo que más bien disfruté.
-Bien, es posible -respondió la señorita Marple-. Supongo que rompería la monotonía. ¿Qué comedia estaba usted representando?
-Smith.
-Oh, sí. Es una de Somerset Maugham, ¿verdad? Todas sus obras son muy inteligentes. Las he visto casi todas.
-Vas a reponerla el próximo otoño, ¿verdad? -le preguntó la señora Bantry.
Jane asintió.
-Bueno -dijo la señorita Marple poniéndose en pie-. Debo irme a casa. ¡Es tan tarde! Pero he pasado una velada muy entretenida. No sucede a menudo. Creo que la historia de la señorita Helier se lleva el premio. ¿No les parece?
-Siento que se hayan disgustado conmigo -dijo Jane-, porque no sé el final. Supongo que debí decirlo antes.
Su tono denotaba pesar y el doctor Lloyd salvó la situación con su galantería acostumbrada.
-Mi querida amiga, ¿por qué había de sentirlo? Usted nos ha presentado un bonito problema para que aguzáramos nuestro ingenio. Lo único que lamento es que ninguno de nosotros haya sabido resolverlo convenientemente.
-Hable por usted -dijo la señora Bantry-. Yo lo he resuelto, estoy completamente convencida.
-¿Sabe que creo que tiene usted razón? -intervino Jane-. Lo que ha dicho parecía muy razonable.
-¿A cuál de sus siete soluciones se refiere? -preguntó don Henry molesto.
El doctor Lloyd ayudaba a la señorita Marple a ponerse sus chanclos. "Sólo por si acaso", dijo. El doctor debía acompañarla hasta su vieja casa y, una vez envuelta en diversos chales de lana, les dio a todos las buenas noches. Después, acercándose a Jane Helier, le murmuró unas palabras en el oído. Tal exclamación de sorpresa salió de los labios de Jane que hizo que los demás se volvieran a mirarla.
Asintiendo con una sonrisa, la señorita Marple se dispuso a marcharse seguida por la mirada de Jane Helier.
-¿Vas a acostarte, Jane? -preguntó la señora Bantry-. ¿Qué te ocurre, Jane? Parece como si acabaras de ver un fantasma.
Con un profundo suspiro, la actriz se rehizo y, sonriendo a los dos hombres, siguió a su anfitriona hacia la escalera. La señora Bantry entró con la joven en su habitación.
-El fuego está casi apagado -dijo removiendo inútilmente el rescoldo-. No son ni capaces de encender bien el fuego, estas estúpidas doncellas. Aunque supongo que ya es muy tarde. ¡Vaya, es más de la una!
-¿Crees que hay muchas personas como ella? -preguntó Jane Helier.
Se había sentado a un lado de la cama, al parecer perdida en sus pensamientos.
-¿Como la doncella?
-No, como esa extraña anciana, ¿cómo se llama? ¿Marple?
-¡Oh! No lo sé. Imagino que es bastante corriente encontrar ancianitas como ella en los pueblos.
-Oh, Dios mío -replicó Jane-. No sé qué hacer, de veras.
Suspiró profundamente.
-¿Qué te ocurre?
-Estoy preocupada.
-¿Por qué?
-Dolly -Jane Helier adquirió de pronto un tono solemne-, ¿sabes lo que esa extraña viejecita me murmuró al oído esta noche un poquito antes de marcharse?
-No. ¿Qué?
-Me dijo: "Si yo fuera usted no lo haría, querida. Nunca se ponga en manos de otra mujer, aunque la considere su amiga". ¿Sabes, Dolly, que eso es absolutamente cierto?
-¿El consejo? Sí, tal vez lo sea, pero no le veo la aplicación.
-Cree que no debo confiar totalmente en otra mujer. Y, además, estaría en sus manos. No se me había ocurrido pensarlo.
-¿De qué mujer estás hablando?
-De Netta Greene, mi suplente.
-¿Y qué diablos sabe la señorita Marple de tu suplente?
-Imagino que lo ha adivinado, aunque no sé cómo.
-Jane, ¿quieres explicarme en seguida de qué estás hablando?
-De mi historia, la que acabo de contarles. Oh, Dolly, esa mujer, la que apartó a Claud de mi lado...
La señora Bantry asintió y a su memoria acudió el primer matrimonio desgraciado de Jane con Claud Averbury, el actor.
-Se casó con ella y yo podía haberle dicho lo que iba a suceder. Claud lo ignoraba, pero ella pasa los fines de semana con don Joseph Salmon en el bungalow del que les he hablado. Yo quería descubrirla, demostrar a todo el mundo la clase de mujer que es. Y con un robo, todo hubiera tenido que salir a relucir.
-¡Jane! -exclamó la señora Bantry-. ¿Imaginaste tú el caso que acabas de contarnos?
Jane asintió.
-Por eso escogí la obra Smith. En ella aparezco vestida de doncella y tengo a mano el disfraz. Y cuando me enviaran al puesto de policía sería lo más sencillo del mundo decir que estaba ensayando mi papel en mi hotel con mi suplente, cuando en realidad estaríamos en el bungalow. Yo me limitaría a abrir la puerta y servir los combinados, y Netta simularía ser yo. Él no volvería a verla, por supuesto, de modo que no habría forma de que la reconociera. Y yo cambio muchísimo vestida de doncella. Y, además, no se mira a las doncellas como si fueran personas. Luego planeábamos llevarlo a la carretera, coger las joyas, telefonear a la policía y regresar al hotel. No me gustaría que sufriera el pobre muchacho, pero don Henry no parece creer que vaya a sufrir, ¿verdad? Y ella saldría en los periódicos y Claud sabría cómo es en realidad.
La señora Bantry se sentó exhalando un gemido.
-Oh, mi cabeza. Y todo este tiempo... Jane Helier, ¡eres terrible! ¡Y nos has contado la historia como si nada!
-Soy una buena actriz -contestó Jane complacida-. Siempre lo he sido, aunque la gente diga lo contrario. No me descubrí en ningún momento, ¿verdad?
-La señorita Marple tenía razón -murmuró la señora Bantry-. El elemento emocional. Oh, sí, el elemento emocional. Jane, pequeña, ¿te das cuenta de que un robo es un robo y de que podrías acabar irremisiblemente en la cárcel?
-Bueno, ninguno de ustedes lo adivinó -respondió Jane-, excepto la señorita Marple.
Su rostro volvió a adquirir una expresión preocupada.
-Dolly, ¿crees realmente que hay mucha gente como ella?
-Con franqueza, no lo creo -contestó la señora Bantry.
Jane volvió a suspirar.
-De todos modos, es mejor no arriesgarse. Y desde luego estaría por completo en las manos de Netta, eso es cierto. Podría hacerme chantaje o volverse contra mí. Me ayudó a pensar todos los detalles y dice que me tiene un gran afecto, pero no hay que fiarse nunca de las mujeres. No, creo que la señorita Marple tiene razón. Será mejor no arriesgarse.
-Pero, querida, si ya te has arriesgado...
-Oh, no. -Jane abrió del todo sus grandes ojos azules-. ¿No lo comprendes? ¡Nada de esto ha ocurrido todavía! Yo intentaba probarlo con ustedes, por así decirlo.
-No lo entiendo -replicó la señora Bantry muy digna-. ¿Quieres decir que se trata de un proyecto futuro y no de un hecho consumado?
-Pensaba ponerlo en práctica este otoño, en septiembre. Ahora no sé qué hacer.
-Y Jane Marple lo adivinó, supo averiguar la verdad y no nos lo dijo -añadió la señora Bantry dolida.
-Creo que por eso dijo lo que dijo: lo de que las mujeres deben ayudarse. No me ha descubierto delante de los caballeros. Ha sido muy generoso por su parte. Pero no me importa que tú lo sepas, Dolly.
-Bueno, renuncia a ese proyecto, Jane. Te lo suplico.
FIN
El cuarto hombre[Cuento. Texto completo]Agatha Christie
El canónigo Parfitt jadeaba. El correr para alcanzar el tren no era cosa que conviniera a un hombre de sus años. Su figura ya no era lo que fue y con la pérdida de su esbelta silueta había ido adquiriendo una tendencia a quedarse sin aliento, que el propio canónigo solía explicar con dignidad diciendo "¡Es el corazón!"Exhalando un suspiro de alivio se dejó caer en una esquina del compartimiento de primera. El calorcillo de la calefacción le resultaba muy agradable. Fuera estaba nevando. Además era una suerte haber conseguido situarse en una esquina siendo el viaje de noche y tan largo. Debieron haber puesto coche-cama en aquel tren.
Las otras tres esquinas estaban ya ocupadas, y al observarlo, el canónigo Parfitt se dio cuenta de que el hombre sentado en la más alejada le sonreía con aire de reconocimiento. Era un caballero pulcramente afeitado, de rostro burlón y cabellos oscuros que comenzaban a blanquear en las sienes. Su profesión era sin duda alguna la de abogado, y nadie lo hubiera tomado por otra cosa ni un momento siquiera. Don Jorge Durand era ciertamente un abogado muy famoso.
-Vaya, Parfitt -comenzó con aire jovial-. Se ha echado usted una buena carrerita, ¿no?
-Y con lo malo que es para mi corazón -repuso el canónigo-. Qué casualidad encontrarle, don Jorge. ¿Va usted muy al norte?
-Hasta Newcastle -replicó don Jorge-. A propósito -añadió-: ¿Conoce usted al doctor Campbell Clark?
Y el caballero sentado en el mismo lado que el canónigo inclinó la cabeza complacido.
-Nos encontramos en la estación -continuó el abogado-. Otra coincidencia.
El canónigo Parfitt vio al doctor Campbell Clark con gran interés. Había oído aquel nombre muy a menudo. El doctor Clark estaba en la primera fila de los médicos especialistas en enfermedades mentales, y su último libro, El problema del subconsciente, había sido la obra más discutida del año.
El canónigo Parfitt vio una mandíbula cuadrada, unos ojos azules de mirada firme, y una cabeza de cabellos rojizos sin una cana, pero que iban clareándose rápidamente. Asimismo tuvo la impresión de hallarse ante una vigorosa personalidad.
Debido a una lógica asociación de ideas, el canónigo miró el asiento situado frente al suyo esperando encontrar allí otra persona conocida, mas el cuarto ocupante del departamento resultó ser totalmente extraño... tal vez un extranjero. Era un hombrecillo moreno de aspecto insignificante, que embutido en un grueso abrigo parecía dormir.
-¿Es usted el canónigo Parfitt de Bradchester? -preguntó el doctor Clark con voz agradable.
El canónigo pareció halagado. Aquellos "sermones científicos" habían sido un gran acierto... especialmente desde que la prensa se había ocupado de ellos. Bueno, aquello era lo que necesitaba la Iglesia... modernizarse.
-He leído su libro con gran interés, doctor Campbell Clark -le dijo-. Aunque es demasiado técnico para mí, y me resulta difícil seguir algunas de sus partes.
Durand intervino.
-¿Prefiere hablar o dormir, canónigo? -le preguntó-. Confieso que sufro de insomnio y, por lo tanto, me inclino en favor de lo primero.
-¡Oh, desde luego! De todas maneras -explicó el canónigo-, yo casi nunca duermo en estosviajes nocturnos y el libro que he traído es muy aburrido.
-Realmente formamos una reunión muy interesante -observó el doctor con una sonrisa-. La Iglesia, la Ley y la profesión médica.
-Es difícil que no podamos formar opinión entre los tres, ¿verdad? El punto de vista espiritual de la Iglesia, el mío puramente legal y mundano, y el suyo, doctor, que abarca el mayor campo, desde lo puramente patológico a lo... superpsicológico. Entre los tres podríamos cubrir cualquier terreno por completo.
-No tanto como usted imagina -dijo el doctor Clark-. Hay otro punto de vista que ha pasado usted por alto y que es en este aspecto muy importante.
-¿A cuál se refiere? -quiso saber el abogado.
-Al punto de vista del hombre de la calle.
-¿Es tan importante? ¿Acaso el hombre de la calle no se equivoca generalmente?
-¡Oh, casi siempre! Pero posee lo que le falta a toda opinión experta... el punto de vista personal. Ya sabe que no puede prescindir de las relaciones personales. Lo he descubierto en mi profesión. Por cada paciente que acude realmente enfermo, hay por lo menos cinco que no tienen otra cosa que incapacidad para vivir felizmente con los inquilinos que habitan en la misma casa. Lo llaman de mil maneras... desde "rodilla de fregona" a "calambre de escribiente", pero es todo lo mismo: asperezas producidas por el roce diario de una mentalidad con otra.
-Tendrá usted muchísimos pacientes con "nervios", supongo -comenzó el canónigo, cuyos nervios eran excelentes.
-Ah, ¿qué es lo que quiere usted decir con eso? -El doctor se volvió hacia él con gesto rápido e impulsivo-. ¡Nervios! La gente suele emplear esa palabra y reírse después, como ha hecho usted. "Esto no tiene importancia -dicen- ¡Sólo son nervios!" ¡Dios mío!, ahí tiene usted elquid de todo. Se puede contraer una enfermedad corporal y curarla, pero hasta la fecha se sabe poco más de las oscuras causas de las ciento y una forma de las enfermedades nerviosas que se sabía... bueno... durante el reinado de la reina Isabel.
-Dios mío -exclamó el canónigo Parfitt un tanto asombrado por su salida-. ¿Es cierto?
-Y creo que es un signo de gracia -continuó el doctor Campbell-. Antiguamente considerábamos al hombre como un simple animal con inteligencia y un cuerpo al que daba más importancia que a nada.
-Inteligencia, cuerpo y alma -corrigió el clérigo con suavidad.
-¿Alma? -El doctor sonrió de un modo extraño-. ¿Qué quiere decir exactamente? Nunca ha estado muy claro, ya sabe. A través de todas las épocas no se han atrevido ustedes a dar una definición exacta.
El canónigo aclaró su garganta dispuesto a pronunciar un discurso, pero ante su disgusto, no le dieron oportunidad, ya que el médico continuó:
-¿Está seguro de que la palabra es alma... y no puede ser almas?
-¿Almas? -preguntó don Jorge Durand enarcando las cejas con expresión divertida.
-Sí -Campbell Clark dirigió su atención hacia él inclinándose hacia delante para tocarle en el pecho-. ¿Está usted seguro -dijo en tono grave-, que hay un solo ocupante en esta estructura... porque esto es lo que es, ya sabe... envidiable residencia que no se alquila amueblada por siete, veintiuno, cuarenta y uno, setenta y un años... los que sean? Y al final el inquilino traslada sus cosas... poco a poco... y luego se marcha de la casa de golpe... y ésta se viene abajo convertida en una masa de ruinas y decadencia. Usted es el dueño de la casa, admitamos eso, pero nunca se percata de la presencia de los demás... criados de pisar quedo, en los que apenas repara, a no ser por el trabajo que realizan... trabajo que usted no tiene conciencia de haber hecho. O amigos... estados de ánimo que se apoderan de uno y le hacen ser un "hombre distinto", como se dice vulgarmente. Usted es el rey del castillo, ciertamente, pero puede estar seguro de que allí está también instalado tranquilamente el "pillastre redomado".
-Mi querido Clark -replicó el abogado-, me hace usted sentirme realmente incómodo. ¿Es que mi interior es, en realidad, campo de batalla en que luchan distintas personalidades? ¿Es la última palabra de la ciencia?
Ahora fue el médico quien se encogió de hombros.
-Su cuerpo lo es -dijo en tono seco-. ¿Por qué no puede serlo también la mente?
-Muy interesante -exclamó el canónico Parfitt-. ¡Ahí Maravillosa ciencia... maravillosa ciencia!
Y para sus adentros agregó:
-Puedo preparar un sermón muy atrayente basado en esta idea.
Mas el doctor Campbell Clark se había vuelto a reclinar en su asiento una vez pasada su excitación momentánea.
-A decir verdad -observó con su aire profesional-, es un caso de doble personalidad el que me lleva esta noche a Newcastle. Un caso interesantísimo. Un individuo neurótico, desde luego, pero un caso auténtico.
-Doble personalidad -repitió don Jorge Durand pensativo-. No es tan raro según tengo entendido. Existe también la pérdida de memoria, ¿no es cierto? El otro día surgió un caso así ante el Tribunal de Testamentarias.
El doctor Clark asintió.
-Desde luego, el caso clásico fue el de Felisa Bault. ¿No recuerda haberlo oído?
-Claro que sí -expuso el canónigo Parfitt-. Recuerdo haberlo leído en los periódicos... pero de eso hace mucho tiempo... por lo menos siete años.
El doctor Campbell asintió.
-Esa muchacha se convirtió en una de las figuras más célebres de Francia, y acudieron a verla científicos de todo el mundo. Tenía cuatro personalidades nada menos, y se las conocía por Felisa Primera, Felisa Segunda, Felisa Tercera y Felisa Cuarta.
-¿Y no cabía la posibilidad de que fuera un truco premeditado? -preguntó don Jorge.
-Las personalidades de Felisa Tres y Felisa Cuatro ofrecían algunas dudas -admito el médico-. Pero el hecho principal persiste. Felisa Bault era una campesina de Bretaña. Era la tercera de cinco hermanos, hija de un padre borracho y de una madre retrasada mental. En uno de sus ataques de alcoholismo el padre estranguló a su mujer, siendo, si no recuerdo mal, desterrado por vida. Felisa tenía entonces cinco años. Unas personas caritativas se interesaron por la criatura, y Felisa fue criada y educada por una dama inglesa que tenía una especie de hogar para niños desvalidos. Aunque consiguió muy poco de Felisa, la describe como una niña anormal, lenta y estúpida, que aprendió a leer y escribir sólo con gran dificultad y cuyas manos eran torpes. Esa dama, la señora Slater, intentó prepararla para el servicio doméstico y le buscó varias casas donde trabajar cuando tuvo la edad conveniente, mas en ninguna estuvo mucho tiempo debido a su estupidez y profunda pereza.
El doctor hizo una pausa, y el canónigo, mientras se arropaba aún más en su manta de viaje, se dio cuenta de pronto de que el hombre sentado frente a él se había movido ligeramente, y sus ojos, que antes tuviera cerrados, ahora estaban abiertos y en ellos brillaba una expresión indescifrable que sobresaltó al clérigo. Era como si hubiese estado regocijándose interiormente por lo que oyera.
-Existe una fotografía de Felisa Bault tomada cuando tenía diecisiete años -prosiguió el médico-. Y en ella aparece como una burda campesina de recia constitución, sin nada que indique que pronto iba a ser una de las personas más famosas de Francia.
"Cinco años más tarde, cuando contaba veintidós, Felisa Bault tuvo una enfermedad nerviosa, y al reponerse empezaron a manifestarse los extraños fenómenos. Lo que sigue a continuación son hechos atestiguados por muchísimos científicos eminentes. La personalidad llamada Felisa Primera era completamente distinta a la Felisa Bault de los últimos años. Felisa Primera escribía apenas el francés, no hablaba ningún otro idioma, y no sabía tocar el piano. Felisa Segunda, por el contrario, hablaba correctamente el italiano y algo de alemán. Su letra era distinta por completo de la de Felisa Primera, y escribía y se expresaba a la perfección en francés. Podía discutir de política, arte y era muy aficionada a tocar el piano. Felisa Tercera tenía muchos puntos en común con Felisa Segunda. Era inteligente y al parecer bien educada, pero en la parte moral era un contraste absoluto. Aparecía como una criatura depravada... pero en un sentido parisiense, no provinciano. Conocía todo el argot de París, y las expresiones del demi monde elegante. Su lenguaje era obsceno, y hablaba mal de la religión y la "gente buena" en los términos más blasfemos. Y por fin surgió la Felisa Cuarta... una criatura soñadora piadosa y clarividente, pero esta cuarta personalidad fue poco satisfactoria y duradera, y se la consideró un truco deliberado por parte de Felisa Tercera... una especie de broma que le gastaba al público crédulo. Debo decir que, aparte de la posible excepción de la Felisa Cuarta, cada personalidad era distinta y separada y no tenía conocimiento de las otras. Felisa Segunda fue sin duda la más predominante y algunas veces duraba hasta quince días, luego Felisa Primera aparecía bruscamente por espacio de uno o dos días. Después, tal vez la Felisa Tercera o Cuarta, pero estas dos últimas rara vez denominaban más de unas pocas horas. Cada cambio iba acompañado de un fuerte dolor de cabeza y sueño profundo, y en cada caso sufría la pérdida completa de la memoria de los otros estados, y la personalidad en cuestión tomaba vida a partir del momento en que la había abandonado, inconsciente del tiempo.
-Muy notable -murmuró el canónigo-. Muy notable. Hasta ahora sabemos apenas nada de las maravillas del universo.
-Sabemos que hay algunos impostores muy astutos -observó el abogado en tono seco.
-El caso de Felisa Bault fue investigado por abogados, así como por médicos y científicos -replicó el doctor Campbell con presteza-. Recuerde que Maitre Quimbellier llevó a cabo la investigación más profunda y confirmó la opinión de los científicos. Y al fin y al cabo, ¿por qué hemos de sorprendernos tanto? ¿No tenemos los huevos de dos yemas? ¿Y los plátanos gemelos? ¿Por qué no ha de poder darse el caso de la doble personalidad... o en este caso, la cuádruple personalidad... en un solo cuerpo?
-¿La doble personalidad? -protestó el canónigo.
El doctor Campbell Clark volvió sus penetrantes ojos azules hacia él.
-¿Cómo podríamos llamarle si no?
-Menos mal que estas cosas son únicamente un capricho de la naturaleza -observó don Jorge-. Si el caso fuera corriente se presentarían muchas complicaciones.
-Desde luego, son casos muy anormales -convino el médico-. Fue una lástima que no pudiera efectuarse otro estudio más prolongado, pero puso fin a todo la inesperada muerte de Felisa.
-Hubo algo raro si no recuerdo mal -dijo el abogado despacio.
El doctor Campbell Clark asintió.
-Fue algo inesperado. Una mañana la muchacha fue encontrada muerta en su cama. Había sido estrangulada, pero ante la estupefacción de todos, demostró sin lugar a dudas que se había estrangulado ella misma. Las señales de su cuello eran las de sus dedos. Un sistema de suicidio que aunque no es físicamente imposible, requiere una extraordinaria fuerza muscular y una voluntad casi sobrehumana. Nunca se supo lo que la había impulsado a suicidarse. Claro que su equilibrio mental siempre había sido insuficiente. Sin embargo, ahí tiene. Se ha corrido para siempre la cortina sobre el misterio de Felisa Bault.
Fue entonces cuando el ocupante de la cuarta esquina se echó a reír.
Los otros tres hombres saltaron como si hubieran oído un disparo. Habían olvidado por completo la existencia del cuarto, y cuando se volvieron hacia el lugar donde se hallaba sentado y todavía arrebujado en su abrigo, rió de nuevo.
-Deben perdonarme, caballeros -dijo en perfecto inglés, aunque con un ligero acento extranjero, y se incorporó mostrando un rostro pálido con un pequeño bigotillo-. Sí, deben ustedes perdonarme -dijo con una cómoda inclinación de cabeza-. Pero la verdad: ¿es que la ciencia dice alguna vez la última palabra?
-¿Sabe algo del caso que estábamos discutiendo? -le preguntó el doctor cortésmente.
-¿Del caso? No. Pero la conocí.
-¿A Felisa Bault?
-Sí. Y a Annette Ravel también. No han oído hablar de Annette Ravel, ¿verdad? Y, no obstante, la historia de una es la historia de la otra. Créame, no sabrán nada de Felisa Bault si no conocen también la historia de Annette Ravel.
Sacó un reloj para consultar la hora.
-Falta media hora hasta la próxima parada. Tengo tiempo de contarles la historia... es decir, si a ustedes les interesa escucharla.
-Cuéntela, por favor -dijo el médico.
-Me encantaría oírla -exclamó el pastor.
Don Jorge Durand se limitó a adoptar una actitud de atenta escucha.
-Mi nombre, caballeros -comentó el extraño compañero de viaje- es Raúl Latardeau. Usted acaba de mencionar a una dama inglesa, la señorita Slater, que se ocupa en obras de caridad. Yo la conocí en Bretaña, en un pueblecito pesquero, y cuando mis padres fallecieron víctimas de un accidente ferroviario, fue la señorita Slater quien vino a rescatarme y me salvó de algo equivalente a los reformatorios ingleses. Tenía unos veinte chiquillos a su cuidado... niños y niñas. Entre éstas se encontraban Felisa Baúl y Annette Ravel. Si no consigo hacerles comprender la personalidad de Annette, caballeros, no comprenderán nada. Era hija de lo que ustedes llaman una filie de joie que había muerto tuberculosa abandonada por su amante. La madre fue bailarina y Annette también tenía el deseo de bailar. Cuando la vi por primera vez tenía once años, y era una niña vivaracha de ojos brillantes y prometedores... una criatura todo fuego y vida. Y en seguida, en seguida... me convirtió en su esclavo. "Raúl, haz esto; Raúl, haz lo otro...", y yo obedecía. Yo la idolatraba y ella lo sabía.
"Solíamos ir a la playa... los tres... ya que Felisa venía con nosotros. Y allí Annette, quitándose los zapatos y las medias, bailaba sobre la arena, y luego, cuando le faltaba el aliento, nos contaba lo que quería llegar a ser.
"-Verán, yo seré famosa. Sí, muy famosa. Tendré cientos y miles de medias de seda... de la seda más fina, y viviré en un departamento maravilloso. Todos mis adoradores serán jóvenes, guapos y ricos; cuando yo baile, todo París irá a verme. Gritarán y se volverán locos con mis danzas. Y durante los inviernos no bailaré. Iré al sur a gozar del sol. Allí hay pueblecitos con naranjos, y comeré naranjas. Y en cuanto a ti, Raúl, nunca te olvidaré por muy rica que sea. Te protegeré para que estudies una carrera. Felisa será mi doncella... no, sus manos son demasiado torpes. Míralas qué grandes y toscas.
"Felisa se ponía furiosa al oír esto, y entonces Annette continuaba pinchándola.
"-Es tan fina, Felisa... tan elegante y distinguida. Es una princesa disfrazada... ja, ja.
"-Mi padre y mi madre estaban casados, y los tuyos no -replicaba Felisa con rencor.
"-Sí, y tu padre mató a tu madre. Bonita cosa ser la hija de un asesino.
"-Y el tuyo dejó morir a tu madre -era la contestación de Felisa.
"-Ah, sí -Annette se ponía pensativa-: Pauvre maman. Hay que conservarse fuerte y bien.
"-Yo soy fuerte como un caballo -presumía Felisa.
"Y desde luego lo era. Tenía dos veces la fuerza de cualquier niña del Hogar y nunca estaba enferma.
"Pero era estúpida, ¿comprenden?, estúpida como una bestia bruta. A menudo me he preguntado por qué seguía a Annette como lo hacía. Era una especie de fascinación. Algunas veces creo que la odiaba, y no es de extrañar, puesto que Annette no era amable con ella. Se burlaba de su lentitud y estupidez, provocándola delante de los demás. Yo había visto a Felisa ponerse lívida de rabia. Algunas veces pensé que iba a rodear la garganta de Annette con sus dedos hasta acabar con su vida. No era lo bastante inteligente como para contestar a los improperios de Annette, pero con el tiempo aprendió una respuesta que nunca fallaba. Era el referirse a su propia salud y fuerza. Había aprendido lo que yo siempre supe: que Annette envidiaba su fortaleza física, y ella atacaba instintivamente el punto débil de la armadura de su enemiga.
"Un día Annette vino hacia mí muy contenta. "Raúl -dijo-, hoy vamos a divertirnos con esa estúpida de Felisa."
"-¿Qué es lo que vas a hacer?
"-Ven detrás del cobertizo y te lo diré.
"Parece que Annette había encontrado cierto libro, parte del cual no entendía y, desde luego, estaba por encima de su cabecita. Era una de las primeras obras de hipnotismo.
-Conseguí que un objeto brillante, el pomo de metal de mi casa, diese vueltas. Hice que Felisa lo mirase anoche. "Míralo fijamente -le dije-. No apartes los ojos de él." Y entonces lo hice girar, Raúl. Estaba asustada. Sus ojos tenían una expresión tan extraña... tan extraña. "Felisa, tú harás siempre lo que yo diga", le dije: "Haré siempre lo que tú digas, Annette", me contestó. Y luego... y luego... dije: "Mañana llevarás un cabo de vela al patio y empezarás a comerla a las doce. Y si alguien te pregunta dirás que es la mejor galleta que has probado en tu vida." ¡Oh, Raúl, imagínate!
"-Pero ella no hará una cosa así -protesté.
"-El libro dice que sí. No es que yo lo crea del todo... ¡pero, oh, Raúl, si lo que dice el libro es cierto, lo que nos vamos a divertir!
"A mí también me pareció divertido. Lo comunicamos a nuestros compañeros y a las doce estábamos todos en el patio. A la hora exacta apareció Felisa con el cabo de la vela en la mano. ¿Y creerán ustedes, caballeros, que empezó a mordisquearlo solemnemente? ¡Todos nos desternillábamos de risa! De vez en cuando alguno de los niños se acercaba a ella y le decía muy serio: ¿Es bueno lo que comes, Felisa? Y ella respondía: "Sí, es una de las mejores galletas que he probado en mi vida."
"Y entonces nos ahogábamos de risa. Al fin nos reímos tan fuerte que el ruido pareció despertar a Felisa y se dio cuenta de lo que estaba haciendo. Parpadeó extrañada, miró la vela y luego a todos, pasándose la mano por la frente.
"-Pero, ¿qué es lo que estoy haciendo aquí? -murmuró.
"-Te estás comiendo una vela de sebo -le gritamos.
"-Yo te lo hice hacer. Yo te lo hice hacer -exclamó Annette bailando a su alrededor.
"Felisa la miró fijamente unos instantes y luego se fue acercando a ella.
"-¿De modo que has sido tú... has sido tú quien me puso en ridículo? Creo recordar. ¡Ah! Te mataré por esto.
"Habló en tono tranquilo, pero Annette echó a correr refugiándose detrás de mí.
"-¡Sálvame, Raúl! Me da miedo Felisa. Ha sido sólo una broma, Felisa. Sólo una broma ¿Comprendes?
"-No me gustan esta clase de bromas -replicó Felisa-. Te odio. Los odio a todos.
"Y echándose a llorar se marchó corriendo.
"Yo creo que Annette estaba asustada por el resultado de su experimento, y no intentó repetirlo, pero a partir de aquel día su ascendencia sobre Felisa se fue haciendo más fuerte.
"Ahora creo que Felisa siempre la odió, pero sin embargo no podía apartarse de su lado y solía seguirla como un perro.
"Poco después de esto, caballeros, me encontraron un empleo y sólo volví al Hogar durante mis vacaciones. No se había tomado en serio el deseo de Annette de ser bailarina, pero su voz se hizo más bonita a medida que iba creciendo, y la señorita Slater consintió gustosamente en dejarla aprender canto.
"Annette no era perezosa, y trabajaba febrilmente, sin descanso, y la señorita Slater se vio obligada a impedir que se excediera, y en cierta ocasión me habló de ella.
"-Tú siempre has apreciado mucho a Annette -me dijo-. Convéncela para que no se esfuerce demasiado. Últimamente tose de una manera que no me gusta.
"Mi trabajo me llevó lejos poco después de esta conversación. Recibí una o dos cartas de Annette al principio, pero luego silencio, los cinco años que permanecí en el extranjero.
"Por pura casualidad, cuando regresé a París me llamó la atención un cartel-anuncio con el nombre de Annette Ravelli y su fotografía. La reconocí en seguida. Aquella noche fui al teatro en cuestión. Annette cantaba en francés e italiano, y en escena estaba maravillosa. Después fui a verla a su camerino y me recibió en seguida.
"-Vaya, Raúl -exclamó tendiéndome las manos-. ¡Esto es maravilloso! ¿Dónde has estado todos estos años?
"Yo se lo hubiera dicho, pero no deseaba escucharme.
"-¡Ves, ya casi he llegado!
"Y con un gesto triunfal me señaló el camerino lleno de flores.
"-La señorita Slater debe estar orgullosa de tu éxito.
"-¿Esa vieja? No, por cierto. Ella me había destinado al Conservatorio... a los conciertos... pero yo soy una artista. Y es aquí, en los teatros de variedades, donde puedo expresar mi personalidad.
"En aquel momento entró un hombre de mediana edad, atractivo y distinguido. Por su comportamiento comprendí en seguida que se trataba del mecenas de Annette. Me miró de soslayo y Annette le explicó:
"-Es un amigo de la infancia. Está de paso en París, ha visto mi retrato en un anuncio, et voilá.
"Aquel hombre era muy amable y cortés, y delante de mí sacó una pulsera de brillantes y rubíes que colocó en la muñeca de Annette. Cuando me levanté para marcharme ella me dirigió una mirada de triunfo diciéndome en un susurro:
"-He llegado, ¿verdad? ¿Comprendes? Tengo el mundo a mis pies.
"Pero al salir del camerino la oí toser con una tos seca y dura. Sabía muy bien lo que significaba. Era la herencia de su madre tuberculosa.
"Volví a verla dos años más tarde. Había ido a buscar refugio junto a la señorita Slater. Su carrera estaba arruinada. Era tal lo avanzado de su enfermedad, que los médicos dijeron que nada podía hacerse.
"¡Ah! ¡Nunca olvidaré cómo la vi entonces! Estaba echada en una especie de cobertizo montado en el jardín. La tenían día y noche al aire libre. Sus mejillas estaban hundidas y sus ojos brillantes y febriles.
"Me saludó con tal desesperación que me quedé estupefacto.
"-Cuánto me alegro de verte, Raúl. ¿Tú ya sabes bien lo que dicen... que no me pondré bien? Lo dicen a mis espaldas, ¿comprendes? Conmigo son todos amables y tratan de consolarme. ¡Pero no es cierto, Raúl, no es cierto! Yo no me dejaré morir. ¿Morir? ¿Con la vida tan hermosa que se extiende ante mí? Es la voluntad de vivir lo que importa. Todos los grandes médicos lo dicen. Yo no soy de esos seres débiles que se abandonan. Ya empiezo a sentirme mejor... muchísimo mejor, ¿oyes?
"Y se incorporó, apoyándose sobre un codo para dar más énfasis a sus palabras, luego cayó hacia atrás, presa de un ataque de tos que estremeció su delgado cuerpo.
"-La tos no es nada -consiguió decir-. Y las hemorragias no me asustan. Sorprenderé a los médicos. Es la voluntad lo que importa. Recuerda, Raúl, yo viviré.
"Era una pena. ¿Comprenden? Una pena.
"En aquel momento llegaba Felisa Bault con una bandeja y un vaso de leche caliente, que dio a Annette, mirando cómo lo bebía con expresión que no pude descifrar... como con cierta satisfacción.
"Annette también captó aquella mirada, y dejó caer el vaso, que se hizo pedazos.
"-¿La has visto? Así es como me mira siempre. ¡Ella se alegra de que vaya a morir! Sí, disfruta. Ella es fuerte y sana. Mírala... ¡nunca ha estado enferma! ¡Ni un solo día! Y todo para nada. ¿De qué le sirve ese corpachón? ¿Qué va a sacar de él?
"Felisa se agachó para coger los pedazos de cristal.
"-No me importa lo que diga -comenzó con voz inexpresiva-. ¿A mí qué? Soy una chica respetable. Y en cuanto a ella, sabrá lo que es el Purgatorio dentro de poco. Yo soy cristiana y nada digo.
"-¡Tú me odias! -exclamó Annette-. Siempre me has odiado. ¡Ah!, pero de todas maneras puedo encantarte. Puedo hacer que hagas mi voluntad. Mira, ahora mismo, si te lo pidiera sin ninguna duda te pondrías de rodillas ante mí encima de la hierba.
"-No seas absurda -dijo Felisa intranquila.
"-Pues sí que lo harás. Lo harás... para complacerme. Arrodíllate. Yo, Annette, te lo pido. Arrodíllate, Felisa.
"No sé si sería por el maravilloso mandato de su voz, o por un motivo más profundo, pero el caso es que Felisa obedeció. Se puso de rodillas lentamente, con los brazos extendidos hacia delante y el rostro ausente mirando estúpidamente al vacío.
"Annette, echando la cabeza hacia atrás, rió con todas sus fuerzas.
"-¡Mira qué cara más estúpida pone! ¡Qué ridícula está! ¡Ya puedes levantarte, Felisa, gracias! Es inútil que frunzas el ceño. Soy tu ama, y tienes que hacer lo que yo diga.
"Se desplomó exhausta sobre las almohadas, y Felisa, recogiendo la bandeja, se alejó lentamente. Una vez se volvió a mirar por encima del hombro, y el profundo resentimiento de su mirada me sobresaltó.
"Yo no estaba allí cuando murió Annette, pero, al parecer, fue terrible. Se aferraba a la vida con desesperación, luchando contra la muerte como una posesa, y gritando: "No moriré. Tengo que vivir... vivir..."
"Me lo contó la señorita Slater, cuando seis meses más tarde fui a verla. "Mi pobre Raúl -me dijo con tono amable-. Tú la querías, ¿verdad?"
"-Siempre la quise... siempre. Pero ¿de qué hubiera podido servirle? No hablemos de eso. Ahora está muerta... ella... tan alegre... y tan llena de vida.
"La señorita Slater era mujer comprensiva y se puso a hablar de otras cosas. Estaba preocupada por Felisa. La joven había sufrido una extraña crisis nerviosa y desde entonces su comportamiento era muy extraño.
"-¿Sabes -me dijo la señorita Slater tras una ligera vacilación- que está aprendiendo a tocar el piano?
"Yo lo ignoraba y me sorprendió mucho. ¡Felisa... aprendiendo a tocar el piano! Yo hubiera jurado que era totalmente incapaz de distinguir una nota de otra.
"-Dicen que tiene talento -continuó la señorita Slater-. No comprendo. Siempre la había considerado..., bueno, Raúl, tú mismo sabes que fue siempre una niña estúpida.
"Asentí.
"-Su comportamiento es tan extraño que no sé qué pensar.
"Pocos minutos después entré en la sala de lectura. Felisa tocaba el piano... la misma tonadilla que oí cantar a Annette en París. Comprendan, caballeros, que me quedé de una pieza. Y luego, al oírme, se interrumpió de pronto volviéndose a mirarme con ojos llenos de malicia e inteligencia. Por un momento pensé..., bueno, no voy a decirles lo que pensé entonces.
"-Tiens! -exclamó-. De manera que es usted... monsieur Raúl.
"No puedo describir cómo lo dijo. Para Annette nunca había dejado de ser Raúl, pero Felisa, desde que volvimos a encontrarnos de mayores, siempre me llamaba monsieur Raúl. Mas entonces lo dijo de un modo distinto..., como si el monsieur fuera algo divertido.
"-Vaya, Felisa -le contesté-, te veo muy cambiada.
"-¿Sí? -replicó pensativa-. Es curioso, pero no te pongas serio, Raúl..., decididamente te llamaré Raúl... ¿Acaso no jugábamos juntos cuando éramos niños...? La vida se ha hecho para reír. Hablemos de la pobre Annette... que está muerta y enterrada. ¿Estará en el Purgatorio o dónde?
"Y tarareó cierta canción..., desentonando bastante, pero las palabras llamaron mi atención.
"-¡Felisa! -exclamé-. ¿Sabes italiano?
"-¿Por qué no, Raúl? Yo no soy tan estúpida como parecía -y se rió de mi confusión.
"-No comprendo... -comencé a decir.
"-Pues yo te lo explicaré. Soy una magnífica actriz, aunque nadie lo sospechaba. Puedo representar muchos papeles... y muy bien, por cierto.
"Volvió a reír y salió corriendo de la habitación antes de que pudiera detenerla.
"La volví a ver antes de marcharme. Estaba durmiendo en un sillón y roncaba pesadamente. La estuve mirando fascinado..., aunque me repelía. De pronto se despertó sobresaltada, y sus ojos apagados y sin vida se encontraron con los míos.
"-Monsieur Raúl -murmuró mecánicamente.
"-Sí, Felisa. Yo me marcho. ¿Querrás tocar algo antes de que me vaya?
"-¿Yo? ¿Tocar? ¿Se está riendo de mí, monsieur Raúl?
"-¿No recuerdas que esta mañana tocaste para mí?
"Felisa meneó la cabeza.
"-¿Tocar yo? ¿Cómo es posible que sepa tocar una pobre chica como yo?
"Hizo una pausa como si reflexionara, y luego se acercó a mí.
"-¡Monsieur Raúl, ocurren cosas extrañas en esta casa! Le gastan a una bromas. Varían las horas del reloj. Sí, sí, sé lo que digo. Y todo eso es obra de ella.
"-¿De quién? -pregunté sobresaltado.
"-De Annette, esta malvada. Cuando vivía siempre me estaba atormentando, y ahora que ha muerto, vuelve del otro mundo para seguir mortificándome.
"La miré fijamente. Ahora comprendo que estaba al borde del terror y sus ojos estaban a punto de salir de sus órbitas.
"-Es mala. Le aseguro que es mala. Sería capaz de quitar a cualquiera el pan de la boca, la ropa y el alma...
"De pronto se agarró a mí.
"-Tengo miedo, se lo aseguro..., miedo. Oigo su voz..., no en mis oídos... sino aquí... en mi cabeza -se tocó la frente-. Se me llevará muy lejos... y entonces, ¿qué haré... qué será de mí?
"Su voz se fue elevando hasta convertirse en un alarido y vi en sus ojos el terror de las bestias acorraladas.
"De pronto sonrió..., fue una sonrisa agradable, llena de astucia, que me hizo estremecer.
"-Si llegara eso, monsieur Raúl..., tengo mucha fuerza en mis manos..., tengo mucha fuerza en las manos.
"Nunca me había fijado particularmente en sus manos. Entonces las miré y me estremecí a pesar mío. Eran unos dedos gruesos, brutales, y como Felisa había dicho, extraordinariamente fuertes. No sabría explicarles la sensación de náuseas que me invadió. Con unas manos como aquéllas su padre debió estrangular a su madre.
"Aquélla fue la última vez que vi a Felisa Bault. Inmediatamente después marché al extranjero..., a Sudamérica. Regresé dos años después de su muerte. Algo había leído en los periódicos de su vida y muerte repentina. Y esta noche me he enterado de más detalles... por ustedes. Felisa Tercera y Felisa Cuarta... Me estoy preguntando si... ¡Era una buena actriz! ¿Saben?"
El tren fue aminorando su velocidad, y el hombre sentado en la esquina se irguió para abrochar mejor su abrigo.
-¿Cuál es su teoría? -preguntó el abogado.
-Apenas puedo creerlo... -comenzó a decir el canónigo Parfitt.
El médico nada dijo, pero miraba fijamente a Raúl Letardeau.
-Es capaz de quitarle a uno el pan de la boca, la ropa..., el alma... -repitió el francés poniéndose en pie-. Les aseguro, messieurs, que la historia de Felisa Bault es la historia de Annette Ravel. Ustedes no la conocieron, caballeros. Yo sí... y amaba mucho la vida.
Con la mano en el pomo de la puerta, dispuesto a apearse, se volvió de pronto, yendo a dar un golpecito en el pecho del canónigo.
-Monsieur le docteur acaba de decir que esto -le dio un golpe en el estómago y el pastor pegó un respingo- es sólo una coincidencia. Dígame, si encontrara un ladrón en su casa, ¿qué haría? Pegarle un tiro, ¿no?
-No -exclamó el canónigo-. No..., quiero decir... que en este país, no.
Pero sus palabras se perdieron en el aire mientras la puerta del compartimiento se cerraba de golpe.
El clérigo, el abogado y el médico se habían quedado solos. El cuarto asiento estaba vacío.
FIN





El caso de la doncella perfecta
[Cuento. Texto completo]
Agatha Christie
-Ah, por favor, señora, ¿podría hablar un momento con usted?
Podría pensarse que esta petición era un absurdo, puesto que Edna, la doncellita de la señorita Marple, estaba hablando con su ama en aquellos momentos.
Sin embargo, reconociendo la expresión, la solterona repuso con presteza:
-Desde luego, Edna, entra y cierra la puerta. ¿Qué te ocurre?
Tras cerrar la puerta obedientemente, Edna avanzó unos pasos retorciendo la punta de su delantal entre sus dedos y tragó saliva un par de veces.
-¿Y bien, Edna? -la animó la señorita Marple.
-Oh, señora, se trata de mi prima Gladdie.
-¡Cielos! -repuso la señorita Marple, pensando lo peor, que siempre suele resultar lo acertado-. No... ¿no estará en un apuro?
Edna se apresuró a tranquilizarla.
-Oh, no, señora, nada de eso. Gladdie no es de esa clase de chicas. Es por otra cosa por lo que está preocupada. Ha perdido su empleo.
-Lo siento. Estaba en Old Hall, ¿verdad?, con la señorita... o señoritas... Skinner.
-Sí, señora. Y Gladdie está muy disgustada... vaya si lo está.
-Gladdie ha cambiado muy a menudo de empleo desde hace algún tiempo, ¿no es así?
-¡Oh, sí, señora! Siempre está cambiando. Gladdie es así. Nunca parece estar instalada definitivamente, no sé si me comprende usted. Pero siempre había sido ella la que quiso marcharse.
-¿Y esta vez ha sido al contrario? -preguntó la señorita Marple con sequedad.
-Sí, señora. Y eso ha disgustado terriblemente a Gladdie.
La señorita Marple pareció algo sorprendida. La impresión que tenía de Gladdie, que alguna vez viera tomando el té en la cocina en sus «días libres», era la de una joven robusta y alegre, de temperamento despreocupado.
Edna proseguía:
-¿Sabe usted, señorita? Ocurrió por lo que insinuó la señorita Skinner.
-¿Qué es lo que insinuó la señorita Skinner? -preguntó la señorita Marple con paciencia.
Esta vez Edna la puso al corriente de todas las noticias.
-¡Oh, señora! Fue un golpe terrible para Gladdie. Desapareció uno de los broches de la señorita Emilia y, claro, a nadie le gusta que ocurra una cosa semejante; es muy desagradable, señora. Y Gladdie les ayudó a buscar por todas partes y la señorita Lavinia dijo que iba a llamar a la policía y entonces apareció caído en la parte de atrás de un cajón del tocador, y Gladdie se alegró mucho.
»Y al día siguiente, cuando Gladdie rompió un plato, la señorita Lavinia le dijo que estaba despedida y que le pagaría el sueldo de un mes. Y lo que Gladdie siente es que no pudo ser por haber roto el plato, sino que la señorita Lavinia lo tomó como pretexto para despedirla, cuando el verdadero motivo fue la desaparición del broche, ya que debió pensar que lo había devuelto al oír que iban a llamar a la policía, y eso no es posible, pues Gladdie nunca haría una cosa así. Y ahora circulará la noticia y eso es algo muy serio para una chica, como ya sabe la señora.
La señorita Marple asintió. A pesar de no sentir ninguna simpatía especial por la robusta Gladdie, estaba completamente segura de la honradez de la muchacha y de lo mucho que debía haberla trastornado aquel suceso.
-Señora -siguió Edna-, ¿no podría hacer algo por ella? Gladdie está en un momento difícil.
-Dígale que no sea tonta -repuso la señorita Marple-. Si ella no cogió el broche... de lo cual estoy segura.., no tiene motivos para inquietarse.
-Pero se sabrá por ahí -repuso Edna con desmayo.
-Yo... er..., arreglaré eso esta tarde -dijo la señorita Marple-. Iré a hablar con las señoritas Skinner.
-¡Oh, gracias, señora!

Old Hall era una antigua mansión victoriana rodeada de bosques y parques. Puesto que había resultado inalquilable e invendible, un especulador la había dividido en cuatro pisos instalando un sistema central de agua caliente, y el derecho a utilizar «los terrenos» debía repartirse entre los inquilinos. El experimento resultó un éxito. Una anciana rica y excéntrica ocupó uno de los pisos con su doncella. Aquella vieja señora tenía verdadera pasión por los pájaros y cada día alimentaba a verdaderas bandadas. Un juez indio retirado y su esposa alquilaron el segundo piso. Una pareja de recién casados, el tercero, y el cuarto fue tomado dos meses atrás por dos señoritas solteras, ya de edad, apellidadas Skinner. Los cuatro grupos de inquilinos vivían distantes unos de otros, puesto que ninguno de ellos tenía nada en común. El propietario parecía hallarse muy satisfecho con aquel estado de cosas. Lo que él temía era la amistad, que luego trae quejas y reclamaciones.
La señorita Marple conocía a todos los inquilinos, aunque a ninguno a fondo. La mayor de las dos hermanas Skinner, la señorita Lavinia, era lo que podría llamarse el miembro trabajador de la empresa. La más joven, la señorita Emilia, se pasaba la mayor parte del tiempo en la casa quejándose de varias dolencias que, según la opinión general de todo Saint Mary Mead, eran imaginarias. Sólo la señorita Lavinia creía sinceramente en el martirio de su hermana, y de buen grado iba una y otra vez al pueblo en busca de las cosas «que su hermana había deseado de pronto».
Según el punto de vista de Saint Mary Mead, si la señorita Emilia hubiera sufrido la mitad de lo que decía, ya hubiese enviado a buscar al doctor Haydock mucho tiempo atrás. Pero cuando se lo sugerían cerraba los ojos con aire de superioridad y murmuraba que su caso no era sencillo... que los mejores especialistas de Londres habían fracasado... y que un médico nuevo y maravilloso la tenía sometida a un tratamiento revolucionario con el cual esperaba que su salud mejorara. No era posible que un vulgar matasanos de pueblo entendiera su caso.
-Y yo opino -decía la franca señorita Hartnell- que hace muy bien en no llamarle. El querido doctor Haydock, con su campechanería, iba a decirle que no le pasa nada y que no tiene por qué armar tanto alboroto. ¡Y le haría mucho bien!
Sin embargo, la señorita Emilia, haciendo caso omiso de un tratamiento tan despótico, continuaba tendida en los divanes, rodeada de cajitas de píldoras extrañas, y rechazando casi todos los alimentos que le preparaban, y pidiendo siempre algo... por lo general difícil de encontrar.
Gladdie abrió la puerta a la señorita Marple con un aspecto mucho más deprimido de lo que ésta pudo imaginar. En la salita, una cuarta parte del antiguo salón, que había sido dividido para formar el comedor, la sala, un cuarto de baño y un cuartito de la doncella, la señorita Lavinia se levantó para saludar a la señorita Marple.
Lavinia Skinner era una mujer huesuda de unos cincuenta años, alta y enjuta, de voz áspera y ademanes bruscos.
-Celebro verla -le dijo a la solterona-. La pobre Emilia está echada... no se siente muy bien hoy. Espero que la reciba a usted, eso la animará, pero algunas veces no se siente con ánimos de ver a nadie. La pobrecilla es una enferma maravillosa.
La señorita Marple contestó con frases amables. El servicio era el tema principal de conversación en Saint Mary Mead, así que no tuvo dificultad en dirigirla en aquel sentido. ¿Era cierto lo que había oído decir, que Gladdie Holmes, aquella chica tan agradable y tan atractiva, se les marchaba? Miss Lavinia asintió.
-El viernes. La he despedido porque lo rompe todo. No hay quien la soporte.
La señorita Marple suspiró y dijo que hoy en día hay que aguantar tanto... que era difícil encontrar muchachas de servicio en el campo. ¿Estaba bien decidida a despedir a Gladdie?
-Sé que es difícil encontrar servicio -admitió la señorita Lavinia-. Los Devereux no han encontrado a nadie..., pero no me extraña... siempre están peleando, no paran de bailar jazz durante toda la noche... comen a cualquier hora.., y esa joven no sabe nada del gobierno de una casa. ¡Compadezco a su esposo! Luego los Larkin acaban de perder a su doncella. Claro que con el temperamento de ese juez indio que quiere el Chota Harzi como él dice, a las seis de la mañana, y el alboroto que arma la señora Larkin, tampoco me extraña. Juanita, la doncella de la señora Carmichael, es la única fija... aunque yo la encuentro muy poco agradable y creo que tiene dominada a la vieja señora.
-Entonces, ¿no piensa rectificar su decisión con respecto a Gladdie? Es una chica muy simpática. Conozco a toda la familia; son muy honrados.
-Tengo mis razones -dijo la señorita Lavinia dándose importancia.
-Tengo entendido que perdió usted un broche... -murmuró la señorita Marple.
-¿Por quién lo ha sabido? Supongo que habrá sido ella quien se lo ha dicho. Con franqueza, estoy casi segura que fue ella quien lo cogió. Y luego, asustada, lo devolvió; pero, claro, no puede decirse nada a menos de que se esté bien seguro -cambió de tema-. Venga usted a ver a Emilia, señorita Marple. Estoy segura de que le hará mucho bien un ratito de charla.
La señorita Marple la siguió obedientemente hasta una puerta a la cual llamó la señorita Lavinia, y una vez recibieron autorización para pasar, entraron en la mejor habitación del piso, cuyas persianas semiechadas apenas dejaban penetrar la luz. La señorita Emilia se hallaba en la cama, al parecer disfrutando de la penumbra y sus infinitos sufrimientos.
La escasa luz dejaba ver una criatura delgada, de aspecto impreciso, con una maraña de pelo gris amarillento rodeando su cabeza, dándole el aspecto de un nido de pájaros, del cual ningún ave se hubiera sentido orgullosa. Olía a agua de colonia, a bizcochos y alcanfor.
Con los ojos entornados y voz débil, Emilia Skinner explicó que aquél era uno de sus «días malos».
-Lo peor de estar enfermo -dijo Emilia en tono melancólico- es que uno se da cuenta de la carga que resulta para los demás.
La señorita Marple murmuró unas palabras de simpatía, y la enferma continuó:
-¡Lavinia es tan buena conmigo! Lavinia, querida, no quisiera darte este trabajo, pero si pudieras llenar mi botella de agua caliente como a mí me gusta... Demasiado llena me pesa... y si lo está a medias se enfría inmediatamente.
-Lo siento, querida. Dámela. Te la vaciaré un poco.
-Bueno, ya que vas a hacerlo, tal vez pudieras volver a calentar el agua. Supongo que no habrá galletas en casa... no, no, no importa. Puedo pasarme sin ellas. Con un poco de té y una rodajita de limón... ¿no hay limones? La verdad, no puedo tomar té sin limón. Me parece que la leche de esta mañana estaba un poco agria, y por eso no quiero ponerla en el té. No importa. Puedo pasarme sin té. Sólo que me siento tan débil... Dicen que las ostras son muy nutritivas. Tal vez pudiera tomar unas pocas... No... no... Es demasiado difícil conseguirlas siendo tan tarde. Puedo ayunar hasta mañana.
Lavinia abandonó la estancia murmurando incoherentemente que iría al pueblo en bicicleta.
La señorita Emilia sonrió débilmente a su visitante y volvió a recalcar que odiaba dar quehacer a los que la rodeaban.

Aquella noche la señorita Marple contó a Edna que su embajada no había tenido éxito.
Se disgustó bastante al descubrir que los rumores sobre la poca honradez de Gladdie se iban extendiendo por el pueblo. En la oficina de Correos, la señorita Ketherby le informó:
-Mi querida Juana, le han dado una recomendación escrita diciendo que es bien dispuesta, sensata y respetable, pero no hablan para nada de su honradez. ¡Eso me parece muy significativo! He oído decir que se perdió un broche. Yo creo que debe haber algo más, porque hoy día no se despide a una sirvienta a menos que sea por una causa grave. ¡Es tan difícil encontrar otra...! Las chicas no quieren ir a Old Hall. Tienen verdadera prisa por volver a sus casas en los días libres. Ya verá usted, las Skinner no encontrarán a nadie más, y tal vez entonces esa hipocondríaca tendrá que levantarse y hacer algo.
Grande fue el disgusto de todo el pueblo cuando se supo que las señoritas Skinner habían encontrado nueva doncella por medio de una agencia, y que por todos conceptos era un modelo de perfección.
-Tenemos bonísimas referencias de una casa en la que ha estado «tres años», prefiere el campo y pide menos que Gladdie. La verdad es que hemos sido muy afortunadas.
-Bueno, la verdad -repuso la señorita Marple, a quien miss Lavinia acababa de informar en la pescadería-. Parece demasiado bueno para ser verdad.
Y en Saint Mary Mead se fue formando la opinión de que el modelo se arrepentiría en el último momento y no llegaría.
Sin embargo, ninguno de esos pronósticos se cumplió, y todo el pueblo pudo contemplar a aquel tesoro doméstico llamado Mary Higgins, cuando pasó en el taxi de Red en dirección a Old Hall. Tuvieron que admitir que su aspecto era inmejorable... el de una mujer respetable, pulcramente vestida.
Cuando la señorita Marple volvió de visita a Old Hall con motivo de recolectar objetos para la tómbola del vicariato, le abrió la puerta Mary Higgins. Era, sin duda alguna, una doncella de muy buen aspecto. Representaba unos cuarenta años, tenía el cabello negro y cuidado, mejillas sonrosadas y una figura rechoncha discretamente vestida de negro, con delantal blanco y cofia... «el verdadero tipo de doncella antigua», como luego explicó la señorita Marple, y con una voz mesurada y respetuosa, tan distinta a la altisonante y exagerada de Gladdie.
La señorita Lavinia parecía menos cansada que de costumbre, aunque a pesar de ello se lamentó de no poder concurrir a la tómbola debido a la constante atención que requería su hermana; no obstante le ofreció su ayuda monetaria y prometió contribuir con varios limpiaplumas y zapatitos de niño.
La señorita Marple la felicitó por su magnífico aspecto.
-La verdad es que se lo debo principalmente a Mary. Estoy contenta de haber tomado la resolución de despedir a la otra chica. Mary es maravillosa. Guisa muy bien, sabe servir la mesa, y tiene el piso siempre limpio.., da la vuelta al colchón todos los días... y se porta estupendamente con Emilia.
La señorita Marple se apresuró a preguntar por la salud de Emilia.
-Oh, pobrecilla, últimamente ha sentido mucho el cambio de tiempo. Claro, no puede evitarlo, pero algunas veces nos hace las cosas algo difíciles. Quiere que se le preparen ciertas cosas, y cuando se las llevamos, dice que no puede comerlas... y luego las vuelve a pedir al cabo de media hora, cuando ya se han estropeado y hay que hacerlas de nuevo. Eso representa, naturalmente, mucho trabajo..., pero por suerte a Mary parece que no le molesta. Está acostumbrada a servir a inválidos y sabe comprenderlos. Es una gran ayuda.
-¡Cielos! -exclamó la señorita Marple-. ¡Vaya suerte!
-Sí, desde luego. Me parece que Mary nos ha sido enviada como la respuesta a una plegaria.
-Casi me parece demasiado buena para ser verdad -dijo la señorita Marple-. Yo de usted... bueno... yo en su lugar iría con cuidado.
Lavinia Skinner pareció no captar la intención de la frase.
-¡Oh! -exclamó-. Le aseguro que haré todo lo posible para que se encuentre a gusto. No sé lo que haría si se marchara.
-No creo que se marche hasta que se haya preparado bien -comentó la señorita Marple mirando fijamente a Lavinia.
-Cuando no se tienen preocupaciones domésticas, uno se quita un gran peso de encima, ¿verdad? ¿Qué tal se porta la pequeña Edna?
-Pues muy bien. Claro que no tiene nada de extraordinario. No es como esa Mary. Sin embargo, la conozco a fondo, puesto que es una muchacha del pueblo.
Al salir al recibidor se oyó la voz de la inválida que gritaba:
-Esas compresas se han secado del todo... y el doctor Allerton dijo que debían conservarse siempre húmedas. Vaya, déjelas. Quiero tomar una taza de té y un huevo pasado por agua... que sólo haya cocido tres minutos y medio, recuérdelo. Y vaya a decir a la señorita Lavinia que venga.
La eficiente Mary, saliendo del dormitorio, se dirigió hacia Lavinia.
-La señorita Emilia la llama, señora.
Y dicho esto abrió la puerta a la señorita Marple, ayudándola a ponerse el abrigo y tendiéndole el paraguas del modo más irreprochable.
La señorita Marple dejó caer el paraguas y al intentar recogerlo se le cayó el bolso desparramándose todo su contenido. Mary, toda amabilidad, la ayudó a recoger varios objetos... un pañuelo, un librito de notas, una bolsita de cuero anticuada, dos chelines, tres peniques y un pedazo de caramelo de menta.
La señorita Marple recibió este último con muestras de confusión.
-¡Oh, Dios mío!, debe haber sido el niño de la señora Clement. Recuerdo que lo estaba chupando y me cogió el bolso y estuvo jugando con él. Debió de meterlo dentro. ¡Qué pegajoso está!
-¿Quiere que lo tire, señora?
-¡Oh, si no le molesta...! ¡Muchas gracias...!
Mary se agachó para recoger por último un espejito, que hizo exclamar a la señorita Marple al recuperarlo:
-¡Qué suerte que no se haya roto!
Y abandonó la casa dejando a Mary de pie junto a la puerta con un pedazo de caramelo de menta en la mano y un rostro completamente inexpresivo.

Durante diez largos días todo Saint Mary Mead tuvo que soportar el oír pregonar las excelencias del tesoro de las señoritas Skinner.
Al undécimo, el pueblo se estremeció ante la gran noticia.
¡Mary, el modelo de sirvienta, había desaparecido! No había dormido en su cama y encontraron la puerta de la casa abierta de par en par. Se marchó tranquilamente, durante la noche.
¡Y no era sólo Mary lo que había desaparecido! Sino, además, los broches y cinco anillos de la señora Lavinia; y tres sortijas, un pendentif, una pulsera y cuatro prendedores de la señorita Emilia.
Era el primer capítulo de la catástrofe. La joven señora Devereux había perdido sus diamantes, que guardaba en un cajón sin llave, y también algunas pieles valiosas, regalo de bodas. El juez y su esposa notaron la desaparición de varias joyas y cierta cantidad de dinero. La señora Carmichael fue la más perjudicada. No sólo le faltaron algunas joyas de gran valor, sino que una considerable suma de dinero que guardaba en su piso había volado. Aquella noche, Juana había salido y su ama tenía la costumbre de pasear por los jardines al anochecer llamando a los pájaros y arrojándoles migas de pan. Era evidente que Mary, la doncella perfecta, había encontrado las llaves que abrían todos los pisos.
Hay que confesar que en Saint Mary Mead reinaba cierta malsana satisfacción. ¡La señorita Lavinia había alardeado tanto de su maravillosa Mary...!
-Y, total, ha resultado una vulgar ladrona.
A esto siguieron interesantes descubrimientos. Mary no sólo había desaparecido, sino que la agencia que la colocó pudo comprobar que la Mary Higgins que recurrió a ellos y cuyas referencias dieron por buenas, era una impostora. La verdadera Mary Higgins era una fiel sirvienta que vivía con la hermana de un virtuoso sacerdote en cierto lugar de Cornwall.
-Ha sido endiabladamente lista -tuvo que admitir el inspector Slack-. Y si quieren saber mi opinión, creo que esa mujer trabaja con una banda de ladrones. Hace un año hubo un caso parecido en Northumberland. No la cogieron ni pudo recuperarse lo robado. Sin embargo, nosotros lo haremos algo mejor.
El inspector Slack era un hombre de carácter muy optimista.
No obstante, iban transcurriendo las semanas y Mary Higgins continuaba triunfalmente en libertad. En vano el inspector Slack redoblaba la energía que le era característica.
La señora Lavinia permanecía llorosa, y la señorita Emilia estaba tan contraída e inquieta por su estado que envió a buscar al doctor Haydock.
El pueblo entero estaba ansioso por conocer lo que opinaba de la enfermedad de la señorita Emilia, pero, claro, no podían preguntárselo. Sin embargo, pudieron informarse gracias al señor Meek, el ayudante del farmacéutico, que salía con Clara, la doncella de la señora Price-Ridley. Entonces se supo que el doctor Haydock le había recetado una mezcla de asafétida y valeriana, que según el señor Meek, era lo que daban a los maulas del Ejército que se fingían enfermos.
Poco después supieron que la señorita Emilia, carente de la atención médica que precisaba, había declarado que en su estado de salud consideraba necesario permanecer cerca del especialista de Londres que comprendía su caso. Dijo que lo hacía sobre todo por Lavinia.
El piso quedó por alquilar.

Varios días después, la señorita Marple, bastante sofocada, llegó al puesto de la policía de Much Benham preguntando por el inspector Slack.
Al inspector Slack no le era simpática la señorita Marple, pero se daba cuenta de que el jefe de Policía, coronel Melchett, no compartía su opinión. Por lo tanto, aunque de mala gana, la recibió.
-Buenas tardes, señorita Marple. ¿En qué puedo servirla?
-¡Oh, Dios mío! -repuso la solterona-. Veo que tiene usted mucha prisa.
-Hay mucho trabajo -replicó el inspector Slack-; pero puedo dedicarle unos minutos.
-¡Oh, Dios mío! Espero saber exponer con claridad lo que vengo a decirle. Resulta tan difícil explicarse, ¿no lo cree usted así? No, tal vez usted no. Pero, compréndalo, no habiendo sido educada por el sistema moderno..., sólo tuve una institutriz que me enseñaba las fechas del reinado de los reyes de Inglaterra y cultura general... Doctor Brewer.., tres clases de enfermedades del trigo... pulgón... añublo... y, ¿cuál es la tercera?, ¿tizón?
-¿Ha venido a hablarme del tizón? -le preguntó el inspector, enrojeciendo acto seguido.
-¡Oh, no, no! -se apresuró a responder la señorita Marple-. Ha sido un ejemplo. Y qué superfluo es todo eso, ¿verdad..., pero no le enseñan a uno a no apartarse de la cuestión, que es lo que yo quiero. Se trata de Gladdie, ya sabe, la doncella de las señoritas Skinner.
-Mary Higgins -dijo el inspector Slack.
-¡Oh, sí! Ésa fue la segunda doncella; pero yo me refiero a Gladdie Holmes..., una muchacha bastante impertinente y demasiado satisfecha de sí misma, pero muy honrada, y por eso es muy importante que se la rehabilite.
-Que yo sepa no hay ningún cargo contra ella -repuso el inspector.
-No; ya sé que no se la acusa de nada..., pero eso aún resulta peor, porque ya sabe usted, la gente se imagina cosas. ¡Oh, Dios mío..., sé que me explico muy mal! Lo que quiero decir es que lo importante es encontrar a Mary Higgins.
-Desde luego -replicó el inspector-. ¿Tiene usted alguna idea?
-Pues a decir verdad, sí -respondió la señorita Marple-. ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿No le sirven de nada las huellas dactilares
-¡Ah! -repuso el inspector Slack-. Ahí es donde fue más lista que nosotros. Hizo la mayor parte del trabajo con guantes de goma, según parece. Y ha sido muy precavida..., limpió todas las que podía haber en su habitación y en la fregadera. ¡No conseguimos dar con una sola huella en toda la casa!
-Y si las tuviera, ¿le servirían de algo?
-Es posible, señora. Pudiera ser que las conocieran en el Yard. ¡No sería éste su primer hallazgo!
La señorita Marple asintió muy contenta y abriendo su bolso sacó una caja de tarjetas; en su interior, envuelto en algodones, había un espejito.
-Es el de mi monedero -explicó-. En él están las huellas digitales de la doncella. Creo que están bien claras... puesto que antes tocó una sustancia muy pegajosa.
El inspector estaba sorprendido.
-¿Las consiguió a propósito?
-¡Naturalmente!
-¿Entonces, sospechaba ya de ella?
-Bueno, ¿sabe usted?, me pareció demasiado perfecta. Y así se lo dije a la señorita Lavinia, pero no supo comprender la indirecta. Inspector, yo no creo en las perfecciones. Todos nosotros tenemos nuestros defectos... y el servicio doméstico los saca a relucir bien pronto.
-Bien -repuso el inspector Slack, recobrando su aplomo-. Estoy seguro de que debo estarle muy agradecido. Enviaré el espejo al Yard y a ver qué dicen.
Se calló de pronto. La señorita Marple había ladeado ligeramente la cabeza y lo contempló con fijeza.
-¿Y por qué no mira algo más cerca, inspector?
-¿Qué quiere decir, señorita Marple?
-Es muy difícil de explicar, pero cuando uno se encuentra ante algo fuera de lo corriente, no deja de notarlo... A pesar de que a menudo pueden resultar simples naderías. Hace tiempo que me di cuenta, ¿sabe? Me refiero a Gladdie y al broche. Ella es una chica honrada; no lo cogió. Entonces, ¿por qué lo imaginó así la señorita Skinner? Miss Lavinia no es tonta..., muy al contrario. ¿Por qué tenía tantos deseos de despedir a una chica que era una buena sirvienta, cuando es tan difícil encontrar servicio? Eso me pareció algo fuera de lo corriente..., y empecé a pensar. Pensé mucho. ¡Y me di cuenta de otra cosa rara! La señorita Emilia es una hipocondríaca, pero es la primera hipocondríaca que no ha enviado a buscar en seguida a uno u otro médico. Los hipocondríacos adoran a los médicos. ¡Pero la señorita Emilia, no!
-¿Qué es lo que insinúa, señorita Marple?
-Pues que las señoritas Skinner son unas personas muy particulares. La señorita Emilia pasa la mayor parte del tiempo en una habitación a oscuras, y si eso que lleva no es una peluca... ¡me como mi moño postizo! Y lo que digo es esto: que es perfectamente posible que una mujer delgada, pálida y de cabellos grises sea la misma que la robusta, morena y sonrosada... puesto que nadie puede decir que haya visto alguna vez juntas a la señorita Emilia y a Mary Higgins. Necesitaron tiempo para sacar copias de todas las llaves, y para descubrir todo lo referente a la vida de los demás inquilinos, y luego... hubo que deshacerse de la muchacha del pueblo. La señorita Emilia sale una noche a dar un paseo por el campo y a la mañana siguiente llega a la estación convertida en Mary Higgins. Y luego, en el momento preciso, Mary Higgins desaparece y con ella la pista. Voy a decirle dónde puede encontrarla, inspector... ¡En el sofá de Emilia Skinner...! Mire si hay huellas dactilares, si no me cree, pero verá que tengo razón. Son un par de ladronas listas... esas Skinner... sin duda en combinación con un vendedor de objetos robados... o como se llame. ¡Pero esta vez no se escaparán! No voy a consentir que una de las muchachas de la localidad sea acusada de ladrona. Gladdie Holmes es tan honrada como la luz del día y va a saberlo todo el mundo. ¡Buenas tardes!
La señorita Marple salió del despacho antes de que el inspector Slack pudiera recobrarse.
-¡Cáspita! -murmuró-. ¿Tendrá razón, acaso?
No tardó en descubrir que la señorita Marple había acertado una vez más.
El coronel Melchett felicitó al inspector Slack por su eficacia y la señorita Marple invitó a Gladdie a tomar el té con Edna, para hablar seriamente de que procurara no dejar un buen empleo cuando lo encontrara.
FIN
Nido de avispas[Cuento. Texto completo]Agatha Christie
John Harrison salió de la casa y se quedó un momento en la terraza de cara al jardín. Era un hombre alto de rostro delgado y cadavérico. No obstante, su aspecto lúgubre se suavizaba al sonreír, mostrando entonces algo muy atractivo.Harrison amaba su jardín, cuya visión era inmejorable en aquel atardecer de agosto, soleado y lánguido. Las rosas lucían toda su belleza y los guisantes dulces perfumaban el aire.
Un familiar chirrido hizo que Harrison volviese la cabeza a un lado. El asombro se reflejó en su semblante, pues la pulcra figura que avanzaba por el sendero era la que menos esperaba.
-¡Qué alegría! -exclamó Harrison-. ¡Si es monsieur Poirot!
En efecto, allí estaba Hércules Poirot, el sagaz detective.
-¡Yo en persona. En cierta ocasión me dijo: "Si alguna vez se pierde en aquella parte del mundo, venga a verme." Acepté su invitación, ¿lo recuerda?
-¡Me siento encantado -aseguró Harrison sinceramente-. Siéntese y beba algo.
Su mano hospitalaria le señaló una mesa en el pórtico, donde había diversas botellas.
-Gracias -repuso Poirot dejándose caer en un sillón de mimbre-. ¿Por casualidad no tiene jarabe? No, ya veo que no. Bien, sírvame un poco de soda, por favor whisky no -su voz se hizo plañidera mientras le servían-. ¡Cáspita, mis bigotes están lacios! Debe de ser el calor.
-¿Qué le trae a este tranquilo lugar? -preguntó Harrison mientras se acomodaba en otro sillón-. ¿Es un viaje de placer?
-No, mon ami; negocios.
-¿Negocios? ¿En este apartado rincón?
Poirot asintió gravemente.
-Sí, amigo mío; no todos los delitos tienen por marco las grandes aglomeraciones urbanas.
Harrison se rió.
-Imagino que fui algo simple. ¿Qué clase de delito investiga usted por aquí? Bueno, si puedo preguntar.
-Claro que sí. No sólo me gusta, sino que también le agradezco sus preguntas.
Los ojos de Harrison reflejaban curiosidad. La actitud de su visitante denotaba que le traía allí un asunto de importancia.
-¿Dice que se trata de un delito? ¿Un delito grave?
-Uno de los más graves delitos.
-¿Acaso un ...?
-Asesinato -completó Poirot.
Tanto énfasis puso en la palabra que Harrison se sintió sobrecogido. Y por si esto fuera poco las pupilas del detective permanecían tan fijamente clavadas en él, que el aturdimiento lo invadió. Al fin pudo articular:
-No sé que haya ocurrido ningún asesinato aquí.
-No -dijo Poirot-. No es posible que lo sepa.
-¿Quién es?
-De momento, nadie.
-¿Qué?
-Ya le he dicho que no es posible que lo sepa. Investigo un crimen aún no ejecutado.
-Veamos, eso suena a tontería.
-En absoluto. Investigar un asesinato antes de consumarse es mucho mejor que después. Incluso, con un poco de imaginación, podría evitarse.
Harrison lo miró incrédulo.
-¿Habla usted en serio, monsieur Poirot?
-Sí, hablo en serio.
-¿Cree de verdad que va a cometerse un crimen? ¡Eso es absurdo!
Hércules Poirot, sin hacer caso de la observación, dijo:
-A menos que usted y yo podamos evitarlo. Sí, mon ami.
-¿Usted y yo?
-Usted y yo. Necesitaré su cooperación.
-¿Esa es la razón de su visita?
Los ojos de Poirot le transmitieron inquietud.
-Vine, monsieur Harrison, porque ... me agrada usted -y con voz más despreocupada añadió-: Veo que hay un nido de avispas en su jardín. ¿Por qué no lo destruye?
El cambio de tema hizo que Harrison frunciera el ceño. Siguió la mirada de Poirot y dijo:
-Pensaba hacerlo. Mejor dicho, lo hará el joven Langton. ¿Recuerda a Claude Langton? Asistió a la cena en que nos conocimos usted y yo. Viene esta noche expresamente a destruir el nido.
-¡Ah! -exclamó Poirot-. ¿Y cómo piensa hacerlo?
-Con petróleo rociado con un inyector de jardín. Traerá el suyo que es más adecuado que el mío.
-Hay otro sistema, ¿no? -preguntó Poirot-. Por ejemplo, cianuro de potasio.
Harrison alzó la vista sorprendido.
-¡Es peligroso! Se corre el riesgo de su fijación en la plantas.
Poirot asintió.
-Sí; es un veneno mortal -guardó silencio un minuto y repitió-: Un veneno mortal.
-Útil para desembarazarse de la suegra, ¿verdad? -se rió Harrison. Hércules Poirot permaneció serio.
-¿Está completamente seguro, monsieur Harrison, de que Langton destruirá el avispero con petróleo?
-¡Segurísimo. ¿Por qué?
-¡Simple curiosidad. Estuve en la farmacia de Bachester esta tarde, y mi compra exigió que firmase en el libro de venenos. La última venta era cianuro de potasio, adquirido por Claude Langton.
Harrison enarcó las cejas.
-¡Qué raro! Langton se opuso el otro día a que empleásemos esa sustancia. Según su parecer, no debería venderse para este fin.
Poirot miró por encima de las rosas. Su voz fue muy queda al preguntar:
-¿Le gusta Langton?
La pregunta cogió por sorpresa a Harrison, que acusó su efecto.
-¡Qué quiere que le diga! Pues sí, me gusta ¿Por qué no ha de gustarme?
-Mera divagación -repuso Poirot-. ¿Y usted es de su gusto?
Ante el silencio de su anfitrión, repitió la pregunta.
-¿Puede decirme si usted es de su gusto?
-¿Qué se propone, monsieur Poirot? No termino de comprender su pensamiento.
-Le seré franco. Tiene usted relaciones y piensa casarse, monsieur Harrison. Conozco a la señorita Moly Deane. Es una joven encantadora y muy bonita. Antes estuvo prometida a Claude Langton, a quien dejó por usted.
Harrison asintió con la cabeza.
-Yo no pregunto cuáles fueron las razones; quizás estén justificadas, pero ¿no le parece justificada también cualquier duda en cuanto a que Langton haya olvidado o perdonado?
-Se equivoca, monsieur Poirot. Le aseguro que está equivocado. Langton es un deportista y ha reaccionado como un caballero. Ha sido sorprendentemente honrado conmigo, y, no con mucho, no ha dejado de mostrarme aprecio.
-¿Y no le parece eso poco normal? Utiliza usted la palabra "sorprendente" y, sin embargo, no demuestra hallarse sorprendido.
-No lo comprendo, monsieur Poirot.
La voz del detective acusó un nuevo matiz al responder:
-Quiero decir que un hombre puede ocultar su odio hasta que llegue el momento adecuado.
-¿Odio? -Harrison sacudió la cabeza y se rió.
-Los ingleses son muy estúpidos -dijo Poirot-. Se consideran capaces de engañar a cualquiera y que nadie es capaz de engañarlos a ellos. El deportista, el caballero, es un Quijote del que nadie piensa mal. Pero, a veces, ese mismo deportista, cuyo valor le lleva al sacrificio, piensa lo mismo de sus semejantes y se equivoca.
-Me está usted advirtiendo en contra de Claude Langton -exclamó Harrison-. Ahora comprendo esa intención suya que me tenía intrigado.
Poirot asintió, y Harrison, bruscamente, se puso en pie.
-¿Está usted loco, monsieur Poirot? ¡Esto es Inglaterra! Aquí nadie reacciona así. Los pretendientes rechazados no apuñalan por la espalda o envenenan. ¡Se equivoca en cuanto a Langton! Ese muchacho no haría daño a una mosca.
-La vida de una mosca no es asunto mío -repuso Poirot plácidamente-. No obstante, usted dice que monsieur Langton no es capaz de matarlas, cuando en este momento debe prepararse para exterminar a miles de avispas.
Harrison no replicó, y el detective, puesto en pie a su vez, colocó una mano sobre el hombro de su amigo, y lo zarandeó como si quisiera despertarlo de un mal sueño.
-¡Espabílese, amigo, espabílese! Mire aquel hueco en el tronco del árbol. Las avispas regresan confiadas a su nido después de haber volado todo el día en busca de su alimento. Dentro de una hora habrán sido destruidas, y ellas lo ignoran, porque nadie les advierte. De hecho carecen de un Hércules Poirot. Monsieur Harrison, le repito que vine en plan de negocios. El crimen es mi negocio, y me incumbe antes de cometerse y después. ¿A qué hora vendrá monsieur Langton a eliminar el nido de avispas?
-Langton jamás...
-¿A qué hora? -lo atajó.
-A las nueve. Pero le repito que está equivocado. Langton jamás...
-¡Estos ingleses! -volvió a interrumpirlo Poirot.
Recogió su sombrero y su bastón y se encaminó al sendero, deteniéndose para decir por encima del hombro.
-No me quedo para no discutir con usted; sólo me enfurecería. Pero entérese bien: regresaré a las nueve.
Harrison abrió la boca y Poirot gritó antes de que dijese una sola palabra:
-Sé lo que va a decirme: "Langton jamás...", etcétera. ¡Me aburre su "Langton jamás"! No lo olvide, regresaré a las nueve. Estoy seguro de que me divertirá ver cómo destruye el nido de avispas. ¡Otro de los deportes ingleses!
No esperó la reacción de Harrison y se fue presuroso por el sendero hasta la verja. Ya en el exterior, caminó pausadamente, y su rostro se volvió grave y preocupado. Sacó el reloj del bolsillo y los consultó. Las manecillas marcaban las ocho y diez.
-Unos tres cuartos de hora -murmuró-. Quizá hubiera sido mejor aguardar en la casa.
Sus pasos se hicieron más lentos, como si una fuerza irresistible lo invitase a regresar. Era un extraño presentimiento, que, decidido, se sacudió antes de seguir hacia el pueblo. No obstante, la preocupación se reflejaba en su rostro y una o dos veces movió la cabeza, signo inequívoco de la escasa satisfacción que le producía su acto.

Minutos antes de las nueve, se encontraba de nuevo frente a la verja del jardín. Era una noche clara y la brisa apenas movía las ramas de los árboles. La quietud imperante rezumaba un algo siniestro, parecido a la calma que antecede a la tempestad.
Repentinamente alarmado, Poirot apresuró el paso, como si un sexto sentido lo pusiese sobre aviso. De pronto, se abrió la puerta de la verja y Claude Langton, presuroso, salió a la carretera. Su sobresalto fue grande al ver a Poirot.
-¡Ah...! ¡Oh...! Buenas noches.
-Buenas noches, monsieur Langton. ¿Ha terminado usted?
El joven lo miró inquisitivo.
-Ignoro a qué se refiere -dijo.
-¿Ha destruido ya el nido de avispas?
-No.
-¡Oh! -exclamó Poirot como si sufriera un desencanto-. ¿No lo ha destruido? ¿Qué hizo usted, pues?
-He charlado con mi amigo Harrison. Tengo prisa, monsieur Poirot. Ignoraba que vendría a este solitario rincón del mundo.
-Me traen asuntos profesionales.
-Hallará a Harrison en la terraza. Lamento no detenerme.
Langton se fue y Poirot lo siguió con la mirada. Era un joven nervioso, de labios finos y bien parecido.
-Dice que encontraré a Harrison en la terraza -murmuró Poirot-. ¡Veamos!
Penetró en el jardín y siguió por el sendero. Harrison se hallaba sentado en una silla junto a la mesa. Permanecía inmóvil, y no volvió la cabeza al oír a Poirot.
-¡Ah, mon ami! -exclamó éste-. ¿Cómo se encuentra?
Después de una larga pausa, Harrison, con voz extrañamente fría, inquirió:
-¿Qué ha dicho?
-Le he preguntado cómo se encuentra.
-Bien. Sí; estoy bien. ¿Por qué no?
-¿No siente ningún malestar? Eso es bueno.
-¿Malestar? ¿Por qué?
-Por el carbonato sódico.
Harrison alzó la cabeza.
-¿Carbonato sódico? ¿Qué significa eso?
Poirot se excusó.
-Siento mucho haber obrado sin su consentimiento, pero me vi obligado a ponerle un poco en uno de sus bolsillos.
-¿Que puso usted un poco en uno de mis bolsillos? ¿Por qué diablos hizo eso?
Poirot se expresó con esa cadencia impersonal de los conferenciantes que hablan a los niños.
-Una de las ventajas o desventajas del detective radica en su conocimiento de los bajos fondos de la sociedad. Allí se aprenden cosas muy interesantes y curiosas. Cierta vez me interesé por un simple ratero que no había cometido el hurto que se le imputaba, y logré demostrar su inocencia. El hombre, agradecido, me pagó enseñándome los viejos trucos de su profesión. Eso me permite ahora hurgar en el bolsillo de cualquiera con solo escoger el momento oportuno. Para ello basta poner una mano sobre su hombro y simular un estado de excitación. Así logré sacar el contenido de su bolsillo derecho y dejar a cambio un poco de carbonato sódico. Compréndalo. Si un hombre desea poner rápidamente un veneno en su propio vaso, sin ser visto, es natural que lo lleve en el bolsillo derecho de la americana.
Poirot se sacó de uno de sus bolsillos algunos cristales blancos y aterronados.
-Es muy peligroso -murmuró- llevarlos sueltos.
Curiosamente y sin precipitarse, extrajo de otro bolsillo un frasco de boca ancha. Deslizó en su interior los cristales, se acercó a la mesa y vertió agua en el frasco. Una vez tapado lo agitó hasta disolver los cristales. Harrison los miraba fascinado.
Poirot se encaminó al avispero, destapó el frasco y roció con la solución el nido. Retrocedió un par de pasos y se quedó allí a la expectativa. Algunas avispas se estremecieron un poco antes de quedarse quietas. Otras treparon por el tronco del árbol hasta caer muertas. Poirot sacudió la cabeza y regresó al pórtico.
-Una muerte muy rápida -dijo.
Harrison pareció encontrar su voz.
-¿Qué sabe usted?
-Como le dije, vi el nombre de Claude Langton en el registro. Pero no le conté lo que siguió inmediatamente después. Lo encontré al salir a la calle y me explicó que había comprado cianuro de potasio a petición de usted para destruir el nido de avispas. Eso me pareció algo raro, amigo mío, pues recuerdo que en aquella cena a que hice referencia antes, usted expuso su punto de vista sobre el mayor mérito de la gasolina para estas cosas, y denunció el empleo de cianuro como peligroso e innecesario.
-Siga.
-Sé algo más. Vi a Claude Langton y a Molly Deane cuando ellos se creían libres de ojos indiscretos. Ignoro la causa de la ruptura de enamorados que llegó a separarlos, poniendo a Molly en los brazos de usted, pero comprendí que los malos entendidos habían acabado entre la pareja y que la señorita Deane volvía a su antiguo amor.
-Siga.
-Nada más. Salvo que me encontraba en Harley el otro día y vi salir a usted del consultorio de cierto doctor, amigo mío. La expresión de usted me dijo la clase de enfermedad que padece y su gravedad. Es una expresión muy peculiar, que sólo he observado un par de veces en mi vida, pero inconfundible. Ella refleja el conocimiento de la propia sentencia de muerte. ¿Tengo razón o no?
-Sí. Sólo dos meses de vida. Eso me dijo.
-Usted no me vio, amigo mío, pues tenía otras cosas en qué pensar. Pero advertí algo más en su rostro; advertí esa cosa que los hombres tratan de ocultar, y de la cual le hablé antes. Odio, amigo mío. No se moleste en negarlo.
-Siga -apremió Harrison.
-No hay mucho más que decir. Por pura casualidad vi el nombre de Langton en el libro de registro de venenos. Lo demás ya lo sabe. Usted me negó que Langton fuera a emplear el cianuro, e incluso se mostró sorprendido de que lo hubiera adquirido. Mi visita no le fue particularmente grata al principio, si bien muy pronto la halló conveniente y alentó mis sospechas. Langton me dijo que vendría a las ocho y media. Usted que a las nueve. Sin duda pensó que a esa hora me encontraría con el hecho consumado.
-¿Por qué vino? -gritó Harrison-. ¡Ojalá no hubiera venido!
-Se lo dije. El asesinato es asunto de mi incumbencia.
-¿Asesinato? ¡Suicidio querrá decir!
-No -la voz de Poirot sonó claramente aguda-. Quiero decir asesinato. Su muerte seria rápida y fácil, pero la que planeaba para Langton era la peor muerte que un hombre puede sufrir. Él compra el veneno, viene a verlo y los dos permanecen solos. Usted muere de repente y se encuentra cianuro en su vaso. ¡A Claude Langton lo cuelgan! Ese era su plan.
Harrison gimió al repetir:
-¿Por qué vino? ¡Ojalá no hubiera venido!
-Ya se lo he dicho. No obstante, hay otro motivo. Lo aprecio monsieur Harrison. Escuche,mon ami; usted es un moribundo y ha perdido la joven que amaba; pero no es un asesino. Dígame la verdad: ¿Se alegra o lamenta ahora de que yo viniese?
Tras una larga pausa, Harrison se animó. Había dignidad en su rostro y la mirada del hombre que ha logrado salvar su propia alma. Tendió la mano por encima de la mesa y dijo:
-Fue una suerte que viniera usted.
FIN

Una broma extraña[Cuento. Texto completo]Agatha Christie
-Y ésta -dijo Juana Helier completando la presentación- es la señorita Marple.
Como era actriz, supo darle entonación a la frase, una mezcla de respeto y triunfo.
Resultaba extraño que el objeto tan orgullosamente proclamado fuese una solterona de aspecto amable y remilgado. En los ojos de los dos jóvenes que acababan de trabar conocimiento con ella gracias a Juana, se leía incredulidad y una ligera decepción. Era una pareja muy atractiva; ella, Charmian Straud, esbelta y morena... él era Eduardo Rossiter, un gigante rubio y afable.
Charmian dijo, algo cortada:
-¡Oh!, estamos encantados de conocerla.
Mas sus ojos no corroboraban tales palabras y los dirigió interrogadores a Juana Helier.
-Querida -dijo ésta, respondiendo a la mirada-, es maravillosa. Déjenselo todo a ella. Te dije que la traería aquí y eso he hecho -se dirigió a la señorita Marple-. Usted lo arreglará. Le será fácil.
La señorita Marple volvió sus ojos de un color azul porcelana hacia el señor Rossiter.
-¿No quiere decirme de qué se trata? -le dijo.
-Juana es amiga nuestra -intervino Charmian, impaciente-. Eduardo y yo estamos en un apuro. Y Juana nos dijo que si veníamos a su fiesta nos presentaría a alguien que era... que haría... que podría...
Eduardo acudió en su ayuda.
-Juana nos dijo que era usted la última palabra en sabuesos, señorita Marple.
Los ojos de la solterona parpadearon de placer, mas protestó con modestia:
-¡Oh, no, no! Nada de eso. Lo que pasa es que viviendo en un pueblecito como vivo yo, una aprende a conocer a sus semejantes. ¡Pero la verdad es que ha despertado usted mi curiosidad! Cuénteme su problema.
-Me temo que sea algo vulgar... Se trata de un tesoro enterrado -explicó Eduardo Rossiter.
-¿De veras? ¡Pues me parece muy interesante!
-¿Sí? ¡Como la Isla del Tesoro! Nuestro problema carece de detalles románticos. No hay un mapa señalado con una calavera y dos tibias cruzadas, ni indicaciones como por ejemplo..., «cuatro pasos a la izquierda; dirección noroeste». Es terriblemente prosaico... Ni tan solo sabemos dónde hemos de escarbar.
-¿Lo ha intentado ya?
-Yo diría que hemos removido dos acres cuadrados. Todo el terreno lo hemos convertido casi en un huerto, y sólo nos falta decidir si sembramos coles o papas.
-¿Podemos contárselo todo? -dijo Charmian con cierta brusquedad.
-Pues claro, querida.
-Entonces busquemos un sitio tranquilo. Vamos, Eduardo.
Y abrió la marcha en dirección a una salita del segundo piso, luego de abandonar aquella estancia tan concurrida y llena de humo.
Cuando estuvieron sentados, Charmian comenzó su relato.
-¡Bueno, ahí va! La historia comienza con tío Mathew, nuestro tío... o mejor dicho, tío abuelo de los dos. Era muy viejo. Eduardo y yo éramos sus únicos parientes. Nos quería y siempre dijo que a su muerte repartiría su dinero entre nosotros. Bien, murió (el mes de marzo pasado) y dejó dispuesto que todo debía repartirse entre Eduardo y yo. Tal vez por lo que he dicho le parezca a usted algo dura... no quiero decir que hizo bien en morirse... los dos loqueríamos..., pero llevaba mucho tiempo enfermo. El caso es que ese «todo» que nos había dejado resultó ser prácticamente nada. Y eso, con franqueza, fue un golpe para los dos, ¿no es cierto, Eduardo?
El bueno de Eduardo asintió:
-Habíamos contado con ello -explicó-. Quiero decir que cuando uno sabe que va a heredar un buen puñado de dinero..., bueno, no se preocupa demasiado en ganarlo. Yo estoy en el ejército... y no cuento con nada más, aparte de mi paga... y Charmian no tiene un peso. Trabaja como directora de escena de un teatro... cosa muy interesante... pero que no da dinero. Teníamos el propósito de casarnos, pero no nos preocupaba la parte monetaria, porque ambos sabíamos que llegaría un día en que heredaríamos.
-¡Y ahora resulta que no heredamos nada! -exclamó Charmian-. Lo que es más, Ansteys... que es la casa solariega, y que tanto queremos Eduardo y yo, tendrá que venderse. ¡Y no podemos soportarlo! Pero si no encontramos el dinero de tío Mathew, tendremos que venderla.
-Charmian, tú sabes que todavía no hemos llegado al punto vital -dijo el joven.
-Bien, habla tú entonces.
Eduardo se volvió hacia la señorita Marple.
-Verá usted -dijo-. A medida que tío Mathew iba envejeciendo, se volvía cada vez más suspicaz, y no confiaba en nadie.
-Muy inteligente por su parte -replicó la señorita Marple-. La corrupción de la naturaleza humana es inconcebible.
-Bueno, tal vez tenga usted razón. De todas formas, tío Mathew lo pensó así. Tenía un amigo que perdió todo su dinero en un Banco, y otro que se arruinó por confiar en su abogado, y él mismo perdió algo en una compañía fraudulenta. De este modo se fue convenciendo de que lo único seguro era convertir el dinero en barras de oro y plata y enterrarlo en algún lugar adecuado.
-¡Ah! -dijo la señorita Marple-. Empiezo a comprender algo.
-Sí. Sus amigos discutían con él, haciéndole ver que de este modo no obtendría interés alguno de aquel capital, pero él sostenía que eso no le importaba. «El dinero -decía- hay que guardarlo en una caja debajo de la cama o enterrarlo en el jardín». Y cuando murió era muy rico. Por eso suponemos que debió enterrar su fortuna. Descubrimos que había vendido valores y sacado grandes sumas de dinero de vez en cuando, sin que nadie sepa lo que hizo con ellas. Pero parece probable que fiel a sus principios comprara oro para enterrarlo y quedar tranquilo -explicó Charmian.
-¿No dijo nada antes de morir? ¿No dejó ningún papel? ¿O una carta?
-Esto es lo más enloquecedor de todo. No lo hizo. Había estado inconsciente durante varios días, pero recobró el conocimiento antes de morir. Nos miró a los dos, se rió... con una risita débil y burlona, y dijo: «Estarán muy bien, pareja de tortolitos.» Y señalándose un ojo... el derecho... nos lo guiñó. Y entonces murió...
-Se señaló un ojo -repitió la señorita Marple, pensativa.
-¿Saca alguna consecuencia de esto? -le preguntó Eduardo con ansiedad-. A mí me hace pensar en el cuento de Arsenio Lupin. Algo escondido en un ojo de cristal. Pero nuestro tío Mathew no tenía ningún ojo de cristal.
-No -dijo la señorita Marple meneando la cabeza-. No se me ocurre nada, de momento.
-¡Juana nos dijo que usted nos diría en seguida dónde teníamos que buscar! -se lamentó Charmian, contrariada.
-No soy precisamente una adivina -la señorita Marple sonreía-. No conocí a su tío, ni sé la clase de hombre que era, ni he visto la casa que les legó ni sus alrededores.
-¿Y si visitase aquello, lo sabría? -preguntó Charmian.
-Bueno, la verdad es que entonces resultaría bastante sencillo -replicó la señorita Marple.
-¡Sencillo! -repitió Charmian-. ¡Venga usted a Ansteys y vea si descubre algo!
Tal vez no esperaba que la señorita Marple tomara en serio sus palabras, pero la solterona repuso con presteza:
-Bien, querida, es usted muy amable. Siempre he deseado tener ocasión de buscar un tesoro enterrado. ¡Y, además, en beneficio de una pareja de enamorados! -concluyó con una sonrisa resplandeciente.

-¡Ya ha visto usted! -exclamó Charmian con gesto dramático.
Acababan de realizar el recorrido completo de Ansteys. Estuvieron en la huerta, convertida en un campo atrincherado. En los bosquecillos, donde se había cavado al pie de cada árbol importante, y contemplaron tristemente lo que antes fuera una cuidada pradera de césped. Subieron al ático, contemplando los viejos baúles y cofres con su contenido esparcido por el suelo. Bajaron al sótano, donde cada baldosa había sido levantada. Midieron y golpearon las paredes y la señorita Marple inspeccionó todos los muebles que tenían o pudieran tener algún cajón secreto.
Sobre una mesa había un montón de papeles... todos los que había dejado el fallecido Mathew Straud. No se destruyó ninguno y Charmian y Eduardo repasaban una y otra vez las facturas, invitaciones y correspondencia comercial, con la esperanza de descubrir alguna pista.
-Cree usted que nos hemos olvidado de mirar en algún sitio? -le preguntó Charmian a la señorita Marple.
-Me parece que ya lo han mirado todo, querida -dijo la solterona moviendo la cabeza-. Tal vez si me permiten decirlo, han mirado demasiado. Siempre he pensado que hay que tener un plan. Es como mi amiga la señorita Eldritch, que tenía una doncella estupenda que enceraba el linóleo a las mil maravillas, pero era tan concienzuda que incluso enceró el suelo del cuarto de baño, y cuando la señora Eldritch salía de la ducha, la alfombrita se escurrió bajo sus pies, y tuvo tan mala caída que se rompió una pierna. Fue muy desagradable, pues naturalmente la puerta del cuarto de baño estaba cerrada y el jardinero tuvo que coger una escalera y entrar por la ventana... con gran disgusto de la señora Eldritch, que era una mujer muy pudorosa.
Eduardo se removió, inquieto.
-Por favor, perdóneme -apresuró a decir la señorita Marple-. Siempre tengo tendencia a salirme por la tangente. Pero es que una cosa me recuerda otra, y algunas veces me resulta provechoso. Lo que quise decir es que tal vez si intentáramos aguzar nuestro ingenio y pensar en un lugar apropiado...
-Piénselo usted, señorita Marple -dijo Eduardo, contrariado-. Charmian y yo tenemos el cerebro en blanco.
-Vamos, vamos. Claro... es una dura prueba para ustedes. Si no les importa voy a repasar bien estos papales. Es decir, si no hay nada personal... no me gustaría que pensaran ustedes que me meto en lo que no me importa.
-Oh, puede hacerlo. Pero me temo que no va a encontrar nada.
Se sentó a la mesa y metódicamente fue mirando el fajo de documentos... y clasificándolos en varios montoncitos. Cuando hubo concluido se quedó mirando al vacío durante varios minutos.
Eduardo le preguntó, no sin cierta malicia:
-¿Y bien, señorita Marple?
Miss Marple se rehizo con un ligero sobresalto.
-Le ruego me perdone. Estos documentos me han servido de gran ayuda.
-¿Ha descubierto algo importante?
-¡Oh!, no, nada de eso. Pero creo que ya sé qué clase de hombre era su tío Mathew... bastante parecido a mi tío Enrique, que era muy aficionado a las bromas. Un solterón sin duda... me pregunto por qué... ¿tal vez a causa de un desengaño prematuro? Metódico hasta cierto punto, pero poco amigo de sentirse atado..., como casi todos los solterones.
A espaldas de la señorita Marple, Charmian hizo un gesto a Eduardo que significaba: «Está loca del todo.»
Miss Marple seguía hablando de su difunto tío Enrique.
-Era muy aficionado a las charadas -explicaba-. Para algunas personas las charadas resultan muy difíciles y les molestan. Un mero juego de palabras puede irritarles. También era un hombre receloso. Siempre pensaba que los criados le robaban. Y algunas veces era verdad, aunque no siempre. Se convirtió en su obsesión. Hacia el fin de su vida pensó que envenenaban su comida, y se negó a comer otra cosa que huevos pasados por agua. Decía que nadie podía alterar el contenido de un huevo. Pobre tío Enrique, ¡era tan alegre en otros tiempos! Le gustaba mucho tomar café después de cenar. Solía decir: «Este café es muy negro», y con ello quería significar que deseaba otra taza.
Eduardo pensó que si oía algo más sobre el tío Enrique se volvería loco.
-Le gustaban mucho las personas jóvenes -proseguía la señorita Marple-, pero se sentía inclinado a atormentarlos un poco... no sé si me entenderán... Solía poner bolsas de caramelos donde los niños no pudieran alcanzarlas.
Dejando los cumplidos a un lado, Charmian exclamó:
-¡Me parece horrible!
-¡Oh, no, querida!, sólo era un viejo solterón, y no estaba acostumbrado a los pequeños. Y la verdad es que no era nada tonto. Acostumbraba a guardar mucho dinero en la casa, y tenía un escondite seguro. Armaba mucho alboroto por ello... diciendo lo bien escondido que estaba. Y por hablar demasiado, una noche entraron los ladrones y abrieron un boquete en el escondrijo.
-Le estuvo muy bien empleado -exclamó Eduardo.
-Pero no encontraron nada -replicó la señorita Marple-. La verdad es que guardaba su dinero en otra parte... detrás de unos libros de sermones, en la biblioteca. ¡Decía que nadie los sacaba nunca de aquel estante!
-Oiga, es una idea -interrumpió Eduardo, excitado-. ¿Qué le parece si miráramos en la biblioteca?
Charmian meneó la cabeza.
-¿Crees que no he pensado en eso? El martes pasado miré todos los libros cuando tú fuiste a Portsmouth. Los saqué uno por uno y los sacudí. Tampoco en la biblioteca hay nada.
Eduardo exhaló un suspiro. Levantándose de su asiento se dispuso a deshacerse con tacto de su insoportable visitante.
-Ha sido usted muy amable al intentar ayudarnos. Siento que no haya servido de nada. Comprendo que hemos abusado de su tiempo. No obstante... sacaré el coche y podrá alcanzar el tren de las tres treinta...
-¡Oh! -repuso la señorita Marple-, pero antes tenemos que encontrar el dinero, ¿verdad? No debe darse por vencido, señor Rossiter. Si la primera vez no tiene éxito, hay que intentarlo otra y otra, y otra vez.
-¿Quiere decir que va a continuar intentándolo?
-Pues para hablar con exactitud -replicó la solterona- todavía no he empezado. Primero se coge la liebre... como dice la señora Beeton en su libro de cocina... un libro estupendo, pero terriblemente imposible... la mayoría de sus recetas empiezan diciendo: «Se toma una docena de huevos y una libra de mantequilla.» Déjeme pensar..., ¿por dónde iba? Oh, sí. Bien, ya tenemos, por así decirlo, nuestra liebre, que es, naturalmente, el tío Mathew, y ahora sólo nos falta decidir dónde podría haber escondido el dinero. Puede que sea bien sencillo.
-¿Sencillo? -se extrañó Charmian.
-Oh, sí, querida. Estoy segura de que habrá utilizado el medio más fácil. Un cajón secreto... ésa es mi solución.
Eduardo dijo con sequedad:
-No pueden guardarse muchos lingotes de oro en un cajoncito secreto.
-No, no, claro que no. Pero no hay razón para creer que el dinero fuese convertido en oro.
-Él siempre decía...
-¡Y mi tío Enrique siempre hablaba de su escondrijo! Por eso creo firmemente que lo dijo para despistar. Los diamantes pueden esconderse con facilidad en un cajón secreto.
-Pero ya lo hemos mirado todo. Hicimos venir a un técnico para que examinase los muebles.
-¿De veras, querida? Hizo usted muy bien. Yo diría que el escritorio de su tío es el lugar más apropiado. ¿Es aquél que está apoyado contra la pared?
-Sí. Voy a enseñárselo.
Charmian se acercó al mueble y lo abrió. En su interior aparecieron varios casilleros y cajoncitos. Luego, accionando una puertecita que había en el centro, tocó un resorte situado en el interior del cajón de la izquierda, El fondo de la caja del centro se adelantó y la joven la sacó dejando un hueco descubierto. Estaba vacío.
-¿No es casualidad? -exclamó la señorita Marple-. Mi tío Enrique tenía un escritorio igual que éste sólo que era de madera de nogal y éste es de caoba.
-De todas maneras -dijo Charmian-, como puede usted ver, aquí no hay nada.
-Me imagino -replicó la señorita Marple- que ese experto que trajeron ustedes sería joven..., y no lo sabía todo. La gente era muy mañosa para construir sus escondrijos en aquellos tiempos. A veces hay un secreto dentro de otro secreto.
Y quitándose una horquilla de entre sus cuidados cabellos grises, la enderezó y apretó con ella un punto de la caja secreta en el que parecía haber un diminuto agujero tal vez producido por la carcoma, y sin grandes dificultades sacó un cajón pequeñito. En él apareció un fajo de cartas descoloridas y un papel doblado.
Eduardo y Charmian se apoderaron del hallazgo. Eduardo desplegó el papel con dedos temblorosos, mas lo dejó caer con una exclamación de disgusto.
-¡Una receta de cocina! ¡Jamón al horno! ¡Bah!
Charmian estaba desatando la cinta que sujetaba el fajo de cartas. Y sacando una exclamó:
-¡Cartas de amor!
-¡Qué interesante! -exclamó la señorita Marple-. Tal vez nos explique la razón de que no se casara su tío.
Charmian leyó:
«Mi querido Mathew, debo confesarte que el tiempo se me ha hecho muy largo desde que recibí tu última carta. Trato de ocuparme en las distintas tareas que me fueron encomendadas, y me digo a menudo lo afortunada que soy al poder ver tantas partes del globo, aunque bien poco pensaba, cuando me fui a América, que iba a viajar hasta estas lejanas islas.»
Charmian hizo una pausa.
-¿Dónde está fechado esto? ¡Oh, en Hawai!
«Cielos, estos nativos están todavía muy lejos de ver la luz. Viven semidesnudos y en un estado completamente salvaje; pasan la mayor parte del tiempo nadando o bailando, y adornándose con guirnaldas de flores. El señor Gray ha conseguido convertir a algunos, pero es una tarea difícil y él y su esposa se sienten muy descorazonados. Yo procuro hacer lo que puedo para animarlo, mas yo también me siento triste a menudo por la razón que puedes adivinar, querido Mathew. La ausencia es una dura prueba para un corazón enamorado. Tus renovadas promesas de amor me causaron gran alegría. Ahora y siempre te pertenecerá mi corazón, querido Mathew, y seré siempre tuya,
betty martin
P. D.: Dirijo mi carta a nuestra mutua amiga Matilde Graves, como de costumbre. Espero que el Cielo perdone este subterfugio.»
Eduardo lanzó un silbido.
-¡Una misionera! Conque ése fue el amor de tío Mathew. Me pregunto por qué no se casaron.
-Al parecer recorrió casi todo el mundo -dijo Charmian examinando las misivas-. Mauricio... toda clase de sitios. Probablemente moriría víctima de la fiebre amarilla o algo así.
Una risa divertida les sobresaltó. La señorita Marple lo estaba pasando en grande.
-Vaya, vaya -dijo-. ¡Fíjense en esto ahora!
Estaba leyendo para sí la receta de jamón al horno, y al ver sus miradas interrogadoras, prosiguió en voz alta:
«Jamón al horno con espinacas. Se toma un pedazo bonito de jamón, rellénese de dientes de ajo y cúbrase con azúcar moreno. Cuézase a fuego lento. Servirlo con un borde de puré de espinacas.»
-¿Qué opinan de esto?
-Yo creo que debe resultar un asco -dijo Eduardo.
-No, no, tiene que resultar muy bueno..., pero, ¿qué opinan de todo esto?
-¿Usted cree que se trata de una clave... o algo parecido? -exclamó Eduardo con el rostro iluminado y cogiendo el papel-. Escucha, Charmian, ¡podría ser! Por otra parte, no hay razón para guardar una receta de cocina en un lugar secreto.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Ya sé lo que puede ser... una tinta simpática -dijo Charmian-. Vamos a calentarlo. Enciende una bombilla.
Pero hecha la prueba, no apareció ningún signo de escritura invisible.
-La verdad -dijo la señorita Marple, carraspeando-, creo que lo están complicando demasiado. Esta receta es sólo una indicación, por así decir. Según mi parecer, son las cartas lo significativo.
-¿Las cartas?
-Especialmente la firma.
Mas Eduardo apenas la escuchaba, y gritó excitado:
-¡Charmian! ¡Ven aquí! Tiene razón... Mira... los sobres son bastante antiguos, pero las cartas fueron escritas muchos años después.
-Exacto -repuso la señorita Marple.
-Sólo se ha tratado de que parezcan antiguas. Apuesto a que el propio tío Mathew lo hizo...
-Precisamente -confirmó la solterona.
-Todo esto es un engaño. Nunca existió esa misionera. Debe tratarse de una clave.
-Mis queridos amigos... no hay necesidad de complicar tanto las cosas. Su tío en realidad era un hombre muy sencillo. Quería gastarles una pequeña broma. Eso es todo.
Por primera vez le dedicaron toda su atención.
-¿Qué es exactamente lo que quiere usted decir, señorita Marple? -preguntó Charmian.
-Quiero decir que en este preciso momento tiene usted el dinero en la mano.
Charmian miró el papel.
-La firma, querida. Ahí es donde está la solución. La receta es sólo una indicación. Ajos, azúcar moreno y lo demás, ¿qué es en realidad? Jamón y espinacas. ¿Qué significa? Una tontería. Así que está bien claro que lo importante son las cartas. Y entonces si consideran lo que su tío hizo antes de morir... guiñarles un ojo, según dijeron ustedes. Bien... eso, como ven, les da la pista.
-¿Está usted loca o lo estamos todos? -exclamó Charmian.
-Sin duda, querida, debe haber oído alguna vez la expresión que se emplea para significar que algo no es cierto, ¿o es que ya no se utiliza hoy en día? Tengo más vista que Betty Martin.
Eduardo susurró mirando la carta que tenía en la mano:
-Betty Martin...
-Claro, señor Rossiter. Como usted acaba de decir, no existe... no ha existido jamás semejante persona. Las cartas fueron escritas por su tío, y me atrevo a asegurar que se debió divertir de lo lindo. Como usted dice, la escritura de los sobres es mucho más antigua... en resumen, los sobres no corresponden a las cartas, porque el matasello de una de ellas data de 1851.
Hizo una pausa y repitió con énfasis.
-Mil ochocientos cincuenta y uno. Y eso lo explica todo, ¿verdad?
-A mí no me dice nada absolutamente -repuso Eduardo.
-Pues está bien claro -replicó la señorita Marple-. Confieso que no se me hubiera ocurrido, a no ser por mi sobrino-nieto Lionel. Es un muchacho encantador y un apasionado coleccionista de sellos. Sabe todo lo referente a la filatelia. Fue él quien me habló de ciertos sellos raros y rarísimos, y de un nuevo hallazgo que había sido vendido en subasta. Y ahora recuerdo que mencionó uno... de 1851 de 2 céntimos y color azul. Creo que vale unos veinticinco mil dólares. ¡Imagínese! Me figuro que los demás también serán ejemplares raros y de precio. No dudo de que su tío los compraría por medio de intermediarios y tendría buen cuidado en «despistar», como se dice en los relatos de detectives.
Eduardo lanzó un gemido y, sentándose, escondió el rostro entre las manos.
-¿Qué te ocurre? -quiso saber Charmian.
-Nada. Es sólo de pensar que a no ser por la señorita Marple, pudimos haber quemado esas cartas para no profanar los recuerdos sentimentales de nuestro tío.
-¡Ah! -replicó la señorita Marple-. Eso es lo que no piensan nunca esos viejos aficionados a las bromas. Recuerdo que mi tío Enrique envió a su sobrina favorita un billete de cinco libras como regalo de Navidad. Los metió dentro de una felicitación que pegó de modo que el billete quedara dentro y escribió encima: «Con cariño y mis mejores augurios. Esto es todo lo que puedo mandarte este año.» La pobre chica se disgustó mucho porque lo creyó un tacaño y arrojó al fuego la felicitación. Y claro, entonces él tuvo que darle otro billete.
Los sentimientos de Eduardo hacia tío Enrique habían sufrido un cambio radical.
-SeñoritaMiss Marple -dijo-, voy a buscar una botella de champaña; brindemos a la salud de su tío Enrique.
FIN

Tragedia navideña[Cuento. Texto completo]Agatha Christie
-Debo presentar una queja -dijo don Henry Clithering, mientras sus ojos chispeantes contemplaban a los reunidos.
El coronel Bantry, con las piernas estiradas, tenía el entrecejo fruncido y los ojos fijos en la repisa de la chimenea, como si fuera un soldado culpable, mientras su esposa hojeaba recelosa un catálogo de bulbos que acababa de llegarle en el último correo. El doctor Lloyd observaba con franca admiración a Jane Helier, y la joven y hermosa actriz sus uñas rojas. Sólo aquella anciana solterona, la señorita Marple, estaba sentada muy erguida y sus ojos azules se encontraron con los de don Henry con un guiño interrogador:

-¿Una queja?

-Unas queja muy seria. Nos hallamos reunidos seis personas, tres representantes de cada sexo, y yo protesto en nombre de los caballeros. Esta noche hemos contado tres historias, una cada uno de nosotros. Protesto porque las señoras no cumplen con su parte.

-¡Oh! -exclamó la señora Bantry indignada-. Estoy segura de que hemos cumplido. Hemos escuchado con toda atención, adoptando la actitud más femenina, la de no querer exhibirnos ante las candilejas.

-Es una excusa excelente -replicó don Henry-, pero no sirve. ¡Y eso que tiene un buen precedente en Las mil y una noches! De modo que adelante, Scherezade.
-¿Se refiere a mí? -preguntó la señora Bantry-. ¡Pero si yo no tengo nada que contar! Nunca me he visto rodeada de sangre ni de misterios.
-No ha de tratarse necesariamente de un crimen sangriento -dijo don Henry-. Pero estoy seguro de que una de nuestras tres damas tiene algún misterio pequeñito. Vamos, señorita Marple, cuéntenos “La extraña coincidencia de la asistenta”, o “El misterio de la reunión de madres”. No me decepcione usted en St. Mary Mead.
La señorita Marple meneó la cabeza.
-Nada que pudiera interesarle, don Henry. Tenemos nuestros pequeños misterios, por supuesto: un kilo de camarones que desapareció de la manera más incomprensible, pero eso no puede interesarle porque resultó ser muy trivial, aunque arrojara mucha luz acerca de la naturaleza humana.
-Usted me ha enseñado a creer en la naturaleza humana -replicó don Henry en tono solemne.
-¿Y qué nos cuenta usted, señorita Helier? -le preguntó el coronel Bantry-. Debe de haber tenido algunas experiencias interesantes.
-Sí, desde luego -intervino el doctor Lloyd.
-¿Yo? -dijo Jane-. ¿Es que... es que quieren que les cuente algo que me haya ocurrido?
-A usted o a alguno de sus amigos -rectificó decididamente don Henry.
-¡Oh! -dijo Jane con aire ausente-. No creo que nunca me haya ocurrido nada. Me refiero a nada parecido. He recibido muchas flores, por supuesto, y extraños mensajes, pero eso es propio de los hombres, ¿no les parece? No creo... -y haciendo una pausa se quedó absorta en sus recuerdos.
-Veo que tendremos que resignarnos al relato del kilo de camarones -dijo don Henry-. Vamos, señorita Marple.
-Es usted tan aficionado a las bromas, don Henry. Lo de los camarones es una tontería. Pero ahora que lo pienso, recuerdo un incidente... en realidad, no se trata de un incidente sino de algo mucho más serio, una tragedia. Y yo, en cierto modo, me vi mezclada en ella. Y nunca me he arrepentido de lo que hice. No, en absoluto. Pero no ocurrió en St. Mary Mead.
-Eso me decepciona -dijo don Henry-, pero procuraré sobreponerme. Sabía que podíamos confiar en usted.
Y adoptó la posición del oyente, mientras la señorita Marple enrojecía ligeramente.
-Espero que sabré contarlo como es debido -se disculpó preocupada-. Siempre tengo tendencia a divagar. Me voy de una cosa a otra sin darme cuenta de que lo hago. Y es tan difícil recordarlo todo con el debido orden. Tienen que perdonarme si les cuento mal la historia. Ocurrió hace tanto tiempo. Como digo, no tiene relación alguna con St. Mary Mead. A decir verdad, ocurrió en un hidro...
-¿Se refiere a uno de esos aviones que van por el mar? -preguntó Jane con los ojos muy abiertos.
-No, querida -dijo la señora Bantry, que le explicó que se trataba de un balneario hidrotermal, y su esposo agregó este comentario:
-¡Unos lugares horribles, horribles! Hay que levantarse temprano para beber un vaso de agua que sabe a demonios. Hay montones de ancianas sentadas por todas partes e intercambiando todo el día malvadas habladurías. Cielos, cuando pienso...
-Vamos, Arthur -dijo su esposa en tono amable-. Sabes que te sentó admirablemente.
-Montones de ancianas comentando escándalos -gruñó el coronel Bantry.
-Me temo que eso es cierto -dijo la señorita Marple-. Yo misma...
-Mi querida señorita Marple -exclamó el coronel horrorizado-. No quise decir ni por un momento...
Con las mejillas sonrosadas y un ademán de la mano, la señorita Marple lo hizo callar.
-Pero si es cierto, coronel Bantry. Sólo quería decirle esto. Déjeme ordenar mis ideas. Sí, hablan de escándalos, como usted dice, y casi todo el tiempo. La gente es muy aficionada a eso. Especialmente los jóvenes. Mi sobrino, que escribe libros, y muy buenos según creo, ha dicho cosas terribles sobre el hábito de difamar a otras personas sin tener la menor clase de pruebas, de lo malvado que es eso y demás. Pero lo que yo digo es que ninguna persona joven se para a pensar. En realidad, no examinan los hechos. Y sin duda el problema es éste: ¡Cuántas veces son ciertas las habladurías, como usted las llama! ¡Y como les digo, yo creo que, si en realidad examinaran los hechos, descubrirían que son ciertas nueve veces de cada diez! Por eso la gente se molesta tanto por ellas.

-Inspiradas presunciones -dijo don Henry.

-¡No!, ¡nada de eso! En realidad, se trata de una cuestión de práctica y experiencia. Tengo entendido que, si a un egiptólogo se le enseña uno de esos escarabajos tan curiosos, con sólo mirarlo puede decir si data de antes de Jesucristo o se trata de una vulgar imitación. Y no puede dar una regla definitiva de cómo lo consigue. Lo sabe. Se ha pasado toda la vida manejando esas piezas.
"Y eso es lo que estoy tratando de decir (muy mal, ya lo sé). Esas mujeres a quienes mi sobrino califica de “ociosas” disponen de mucho tiempo y su principal interés por lo general es ocuparse de la gente. Y por eso llegan a convertirse en expertas. Ahora los jóvenes hablan con toda libertad de cosas que ni siquiera se mencionaban en mis días, pero, en cambio, tienen una mentalidad absolutamente inocente. Creen en todo y en cualquiera. Y si alguien intenta prevenirlos, aunque sea con prudencia, le dicen que tiene una mentalidad victoriana, y eso, según ellos, es como estar en un pozo."
-¿Y qué tienen de malo los pozos? -dijo don Henry.

-Exacto -respondió la señorita Marple-, es lo más necesario en una casa. Pero desde luego, no es nada romántico. Ahora debo confesarles que yo también tengo mis sentimientos como cualquiera, y en determinadas ocasiones me han herido profundamente con comentarios hechos sin pensar. Sé que a los caballeros no les interesan las cuestiones domésticas, pero debo mencionar a una doncella que tuve, Ethel, una muchacha muy atractiva y cumplidora. Ahora bien, en cuanto la vi, me di cuenta de que era como Annie Webb y la hija de la pobre señora Bruitt. Si se le presentara ocasión, eso de lo mío y de lo tuyo no significaría nada para ella. De modo que la despedí a final de mes, dándole una carta de recomendación en la que decía que era honrada y sensata, pero por mi cuenta advertí a la señora Edwards para que no la contratara, y mi sobrino Raymond se puso furioso y dijo que nunca había visto una maldad semejante, sí, maldad. Pues bien, entró en casa de la señora Ashton, a quien yo no tenía obligación de advertir, ¿y qué ocurrió? Desaparecieron todos los encajes de su ropa interior y dos broches de brillantes. La muchacha se marchó en medio de la noche y nadie ha vuelto tener noticias de ella.
La señorita Marple hizo una pausa para tomar aliento y luego continuó:
-Ustedes dirán que esto no tiene nada que ver con lo que ocurrió en el balneario de Keston Spa, pero lo tiene en cierto modo. Explica que yo no tuviera la menor duda, desde el momento en que vi juntos a los Sanders, de que él pretendía deshacerse de ella.
-¿Eh? -exclamó don Henry, inclinándose hacia delante.
La señorita Marple volvió su apacible rostro hacia él.
-Como le decía, don Henry, no me cupo la menor duda. El señor Sanders era un hombre corpulento, bien parecido, de rostro coloradote, muy franco en su trato y popular entre todos. Y nadie podía ser más amable con su esposa. ¡Pero yo sabía que trataba de deshacerse de ella!
-Mi querida señorita Marple...
-Sí, lo sé. Eso es lo que diría mi sobrino, Raymond West, que no tenía la menor prueba, pero yo recuerdo a Walter Hones. Una noche que volvía paseando con su esposa, ella se cayó al río y él cobró el dinero del seguro. Y también recuerdo a un par de personas que andan sueltas por ahí hasta la fecha. Por cierto que una de ellas pertenece a nuestra misma esfera social. Se marchó a Suiza para hacer excursiones durante el verano con su esposa. Yo le aconsejé que no fuera. La pobre ni siquiera se enfadó conmigo, se limitó a reírse. Le parecía tan gracioso que una viejecita como yo le dijera semejantes cosas de su Harry.
"Bien, bien, sufrió un accidente y ahora Harry está casado con otra, pero, ¿qué podía hacer yo? Lo sabía, pero no tenía la menor prueba."
-¡Oh, señorita Marple! -exclamó la señora Bantry-. No querrá decir que...
-Querida, estas cosas son muy corrientes, ya lo creo que lo son. Y los caballeros se sienten especialmente tentados por ser mucho más fuertes. Es tan fácil que parezca un accidente. Como les digo, en cuanto vi a los Sanders, lo supe. Fue en un tranvía. Estaba lleno y tuve que subir al piso superior. Nos levantamos los tres para apearnos y el señor Sanders perdió el equilibrio, se cayó hacia su esposa y la hizo caer escaleras abajo. Por fortuna, el cobrador era un hombre muy fuerte y logró sujetarla.
-Pero pudo tratarse muy bien de un accidente.
-Desde luego que lo fue, nada pudo ser más accidental. Pero el señor Sanders había pertenecido a la marina mercante, según me dijo, y un hombre que es capaz de conservar el equilibrio en uno de esos barcos que se inclinan tanto, no lo pierde en la imperial de un tranvía, cuando no lo perdió una vieja como yo. ¡No me diga eso!
-Y fue entonces cuando se convenció, ¿no es cierto, señorita Marple? -manifestó don Henry.
La anciana asintió.
-Estaba bastante segura, pero otro incidente ocurrido al cruzar la calle no mucho después me convenció todavía más. Ahora le pregunto a usted, don Henry, ¿qué podía hacer yo? Allí estaba una mujercita casada y feliz que no tardaría en ser asesinada.
-Mi querida amiga, me deja usted sin respiración.
-Eso le pasa porque, como la mayoría de la gente de hoy en día, no se enfrenta usted a los hechos. Prefiere pensar que ciertas cosas son imposibles. Pero son así y yo lo sabía. ¡Pero una se ve atada de pies y manos! Por ejemplo, no podía acudir a la policía; advertir a la joven hubiera sido inútil. Estaba enamorada de aquel hombre. De modo que me dispuse a averiguar todo lo que pudiera acerca de ellos. Hay un sinfín de oportunidades mientras se hace labor alrededor del fuego. La señora Sanders, Gladys era su nombre de pila, estaba deseosa de hablar. Al parecer no llevaban mucho tiempo casados. Su esposo debía heredar algunas propiedades, pero por el momento estaban bastante mal de dinero. En resumen, vivían de la pequeña renta de ella. Ya había oído la misma historia otras veces. Se lamentaba de no poder tocar el capital. ¡Al parecer, alguien había tenido un poco de sentido común! Pero el dinero era suyo y podía dejárselo a quien quisiera, según averigüé. Ella y su esposo habían hecho testamento, poco después de su matrimonio, uno a favor del otro. Muy conmovedor. Claro que cuando a Jack le fueran bien las cosas... Esa era la carga que debían soportar y entretanto andaban bastante apurados. Por aquel entonces tenían una habitación en el piso más alto, entre las del servicio, y muy peligrosa en caso de incendio, aunque tenían una escalera de incendios precisamente delante de la ventana. Me informé prudentemente de si tenían balcón. Son tan peligrosos los balcones... un empujoncito y...
"Le hice prometer a ella que no se asomaría al balcón, que había tenido un sueño. Esto la impresionó. A veces se puede hacer algún favor aprovechándose de la superstición. Era una joven rubia, de facciones un tanto desdibujadas, que llevaba los cabellos recogidos en un moño sobre la nuca. Y muy crédula. Le contó a su marido lo que yo le había dicho y observé que él me miraba con curiosidad un par de veces. Él no era crédulo y sabía que yo iba en aquel tranvía.
"Pero yo estaba preocupada, muy preocupada, porque no veía cómo podría engañarle. Podía impedir que ocurriese algo en el balneario con sólo decir unas palabras que le demostraran mis sospechas, pero eso únicamente significaría aplazar su plan hasta más tarde. No, empecé a creer que la única política aconsejable era una más osada y, de un modo u otro, tenderle una trampa. Si consiguiera inducirle a atentar contra la vida de su esposa por algún medio escogido por mí, entonces quedaría desenmascarado y ella se vería obligada a enfrentarse con la verdad por mucho que le sorprendiera."
-Me deja usted sin habla -dijo el doctor Lloyd-. ¿Qué plan podía usted seguir?
-Hubiera encontrado alguno, no tema -replicó la señorita Marple-. Pero aquel hombre era demasiado listo para mí y no esperó. Pensó que yo podía sospechar y, por ello, actuó antes de que pudiera asegurarme. Sabía que yo recelaría de un accidente, así que cometió el crimen.
Un murmullo recorrió la habitación, y la señorita Marple asintió con los labios apretados.
-Temo haberlo expuesto con bastante brusquedad. Debo tratar de explicarles exactamente lo ocurrido. Siempre he experimentado un sentimiento de amargura al recordarlo. Siempre me he sentido como si hubiera debido evitarlo a toda costa, pero quién conoce los designios del señor. De todas formas hice lo que pude.
"Se respiraba una atmósfera extraña, como si flotara una amenaza en el aire oprimiéndonos a todos: el presentimiento de una desgracia. Para empezar, primero murió George, el jefe de porteros, que llevaba años en el balneario y conocía a todo el mundo. Cogió una neumonía complicada con bronquitis y falleció en cuatro días. Fue muy triste para todos. Y, además, cuatro días antes de Navidad. Y luego una de las doncellas, una chica muy simpática; se le infectó un dedo y murió a las veinticuatro horas.
"Yo me encontraba en el salón con la señorita Trollope y la anciana señora Carpenter, y ésta se mostraba terriblemente pesimista.
"-Fíjense bien en lo que les digo -anunció-. Seguro que la cosa no acaba aquí. ¿Conocen el refrán? No hay dos sin tres. Siempre resulta cierto. Tendremos otra muerte, no me cabe la menor duda. Y no habrá que esperar mucho. No hay dos sin tres.
"Cuando dijo estas últimas palabras, moviendo afirmativamente la cabeza y haciendo tintinear sus agujas de punto, yo alcé la vista un momento y mis ojos se encontraron con el señor Sanders, que permanecía de pie junto a la puerta. Por un momento le pillé desprevenido y pude leer en su rostro con la misma facilidad que en un libro abierto. Creeré hasta el fin de mis días que las palabras de la señora Carpenter le dieron la idea. Vi que trabajaba su cerebro. Y penetró en la estancia con su habitual sonrisa.
"-¿Puedo hacer alguna compra de Navidad por ustedes, señoras? -preguntó-. Voy a ir ahora a Keston.
"Permaneció en nuestra compañía durante un par de minutos, riéndose y charlando, y luego se marchó. Como les digo, yo estaba preocupada y dije inmediatamente:
"-¿Dónde está la señora Sanders? ¿Alguien lo sabe?
"La señorita Trollope dijo que había ido a jugar al bridge con unos amigos suyos, los Mortimer, y me tranquilicé momentáneamente, pero seguía preocupada, pues no sabía qué hacer. Media hora más tarde, subí a mi habitación y por el camino me encontré al doctor Coler, mi médico, y como quería consultarle acerca de mi reuma, lo llevé a mi habitación. Fue entonces cuando me habló (confidencialmente, según dijo) de la muerte de la pobre Mary, la doncella. El gerente no quería que se supiera y por ello me aconsejó que no se lo dijera a nadie. Desde luego yo no le dije que no hablábamos de otra cosa desde hacía una hora, cuando la pobre joven exhaló su último suspiro. Esas noticias corren en seguida y un hombre de su experiencia debía saberlo bastante bien. Pero el doctor Coler fue siempre un individuo confiado que creía lo que quería creer, y eso fue lo que me alarmó un minuto más tarde, al decirme que Sanders le había pedido que echara un vistazo a su esposa, pues últimamente no hacía bien las digestiones, etc.
"Y aquel mismo día Gladys Sanders me había dicho que había hecho maravillosamente la digestión y que estaba muy contenta.
"¿Comprenden? Todas mis sospechas volvieron a mí centuplicadas. Estaba preparando el camino... ¿para qué? El doctor Coler se marchó antes de que yo me hubiera decidido a hablarle, aunque, de haberlo hecho, no hubiera sabido qué decir. Cuando salí de la habitación, Sanders en persona bajaba del piso de arriba. Iba vestido para salir y me preguntó si quería algo de la ciudad. ¡Hice un esfuerzo terrible para contestarle amablemente! Y luego fui al vestíbulo para pedir un té. Recuerdo que eran más de las cinco y media.
"Ahora quisiera explicarles claramente lo que ocurrió a continuación. A las siete menos cuarto seguía aún en el vestíbulo cuando vi entrar a el señor Sanders acompañado de dos caballeros. Los tres venían muy 'alegres'. El señor Sanders, dejando a sus amigos, vino hacia donde yo me encontraba sentada con la señorita Trollope para pedirnos consejo acerca del regalo de Navidad que pensaba hacerle a su esposa. Se trataba de un bolso de noche muy elegante.
"-Comprenderán, señoras -nos dijo-, que yo soy simplemente un rudo lobo de mar. ¿Qué entiendo yo de estas cosas? Me han dejado tres para que escoja y deseo contar con una opinión experta.
"Por supuesto, nosotras le dijimos que le ayudaríamos encantadas, y nos pidió que le acompañáramos a su habitación, ya que si los bajaba temía que su esposa pudiera llegar en cualquier momento. De modo que subimos con él. Nunca olvidaré lo que ocurrió luego, aún tiemblo al pensarlo.
"El señor Sanders abrió la puerta de su dormitorio y encendió la luz. No sé cuál de nosotras la vio primero.
"La señora Sanders estaba tendida en el suelo, boca abajo, muerta.
"Yo fui la primera en llegar junto a ella. Me arrodillé y le cogí la mano para tomarle el pulso, pero era inútil, su brazo estaba frío y rígido. Junto a su cabeza había un calcetín lleno de arena, el arma con la que la habían golpeado. La señorita Trollope, una criatura estúpida, gemía en la puerta con las manos en la cabeza. Sanders gritó: “Mi esposa, mi esposa”, y corrió hacia ella. Yo le impedí tocarla. Comprendan, en aquel momento estaba segura de que había sido él, y tal vez quisiera quitar u ocultar alguna cosa.
"-No hay que tocar nada -le dije-. Domínese, señor Sanders. Señorita Trollope, haga el favor de ir a buscar al gerente.
"Yo permanecí arrodillada junto al cadáver. No quería que Sanders se quedara a solas con él. Y no obstante tuve que admitir que, si el hombre estaba fingiendo, lo hacía maravillosamente. Daba la impresión de estar completamente fuera de sí.
"El gerente no tardó en reunirse con nosotros y, tras inspeccionar rápidamente la habitación, nos hizo salir a todos y cerró la puerta con una llave que se guardó. Luego fue a telefonear a la policía. Tardaron un siglo en aparecer. Luego supimos que la línea estaba estropeada y que había tenido que enviar a un mozo al puesto de policía, y el balneario está fuera de la ciudad, junto a los páramos. La señora Carpenter estaba muy satisfecha de que su profecía “No hay dos sin tres” se hubiera cumplido tan rápidamente. Oí decir que Sanders paseaba por los alrededores con las manos en la cabeza, gimiendo y demostrando un gran pesar.
"Finalmente llegó la policía y subieron a la habitación con el gerente y el señor Sanders. Más tarde enviaron a buscarme. El inspector escribía sentado ante una mesa. Era un hombre inteligente y me gustó.
"-¿Señorita Marple? -preguntó.
"-Sí.
"-Tengo entendido que estaba usted presente cuando fue encontrado el cadáver de la difunta.
"Respondí que sí y pasé a contarle lo ocurrido. Creo que para el buen hombre fue un alivio encontrar a alguien que respondiera a sus preguntas con coherencia, después de haber tenido que tratar con Sanders y Emily Trollope, que estaba completamente desmoronada, es natural, la pobrecilla. Recuerdo que mi querida madre me enseñó que una señora ha de saberse dominar siempre en público, por mucho que se descomponga en privado.
"-Un principio admirable -dijo don Henry con admiración.
"-Cuando hube terminado, el inspector me dijo:
"-Gracias, señora. Ahora lamento tener que pedirle que vuelva a mirar el cadáver. ¿Era ésa exactamente su posición cuando usted entró en la habitación? ¿No ha sido movido?
"Le expliqué que había impedido que lo hiciera el señor Sanders y el inspector asintió con aire de aprobación.
"-El caballero parece muy afectado -observó.
"-Sí, lo parece -repliqué.
"No pensaba haber puesto ningún énfasis especial en el “lo parece”, pero el inspector me miró con interés.
"-¿De modo que el cadáver se encuentra exactamente igual a como estaba cuando lo encontraron? -me dijo.
"-Sí, con la excepción del sombrero -repliqué.
"El inspector me miró sorprendido.
"-¿Qué quiere usted decir? ¿El sombrero?
"Le expliqué que la pobre Gladys lo llevaba puesto, mientras que ahora estaba junto a ella. Yo supuse que había sido cosa de la policía, pero, sin embargo, el inspector lo negó rotundamente. Hasta el momento nada había sido movido o tocado, y permaneció unos instantes contemplando la figura de la difunta con expresión preocupada. Gladys iba vestida como si se dispusiera a salir: llevaba un abrigo de lana rojo oscuro con cuello de piel, y el sombrero, un modelo barato de fieltro rojo, estaba caído junto a su cabeza.
"El inspector se quedó nuevamente en silencio con el entrecejo fruncido. Luego se le ocurrió una idea.
"-¿Recuerda usted por casualidad si la difunta llevaba pendientes o si solía llevarlos?
"Por suerte tengo la costumbre de ser muy observadora. Recordaba haber visto brillar una perla bajo el ala del sombrero, aunque entonces no le presté atención especial, pero pude contestar afirmativamente a la primera pregunta.
"-Entonces concuerda. El contenido del joyero de esta señora ha sido robado, aunque no había en él gran cosa de valor según tengo entendido, y le quitaron los anillos de los dedos. El asesino debió olvidar los pendientes y regresó por ellos después de descubierto el crimen. ¡Qué sangre fría! O tal vez... -miró a su alrededor y continuó despacio-... es posible que haya estado escondido en esta habitación todo el tiempo.
"Pero yo me negué a aceptar la idea. Le expliqué que yo misma había mirado debajo de la cama y que el gerente abrió las puertas del armario, y no existía ningún otro lugar donde pudiera esconderse un hombre. Es cierto que la parte central del armario estaba cerrada con llave, pero era sólo un espacio lleno de estantes y nadie pudo haberse escondido allí.
"El inspector asintió mientras yo le iba explicando todo aquello.
"-Tiene usted razón, señora -me dijo-. En ese caso, como ya le he dicho antes, debió regresar. ¡Un asesino de tremenda sangre fría!
"-¡Pero el gerente cerró la puerta y se guardó la llave!
"-Eso no significa nada. Queda el balcón y la escalera de incendios, por ahí entró el asesino. Es bastante probable que ustedes lo sorprendieran, se deslizara por la ventana y luego, al marcharse ustedes, regresara para continuar su trabajo.
"-¿Está usted seguro -le pregunté- de que era un ladrón?
"Me contestó secamente:
"-Bueno, eso parece, ¿no?
"Pero algo en su tono me tranquilizó. Comprendí que no le convencía el papel de viudo inconsolable que intentaba representar el señor Sanders.
"Admito con toda franqueza que me encontraba bajo lo que nuestros vecinos los franceses llaman ideé fixe. Sabía que aquel hombre, Sanders, intentaba matar a su esposa. Y no cabía desde mi punto de vista la extraña y fantástica posibilidad de una coincidencia. Estaba segura de que mi presentimiento acerca del señor Sanders era absolutamente justificado. Aquel hombre era un malvado. Y a pesar de que todos sus fingimientos hipócritas no habían conseguido engañarme, recuerdo haber pensado que fingía su sorpresa y aflicción maravillosamente bien. Parecían tan espontáneas, ya saben lo que quiero decir. Debo admitir que, después de mi conversación con el inspector, empecé a sentirme invadida por la duda. Porque si Sanders había sido el autor de aquel horrible crimen, yo no podía imaginar razón alguna por la que debiera haber vuelto por la escalera de incendios a llevarse los pendientes de su esposa. No hubiera sido lógico, y Sanders era un hombre muy sensato, por eso lo consideré siempre tan peligroso."
La señorita Marple contempló unos instantes a su audiencia.
-¿Ven tal vez adonde quiero ir a parar? En este caso creo que estaba tan segura que eso me cegó y el resultado me causó profunda sorpresa ya que se probó, sin la menor duda posible, que el señor Sanders no pudo cometer el crimen.
La señora Bantry exclamó un “oh” de sorpresa y la señorita Marple se volvió hacia ella.
-Ya sé, querida, que no era eso lo que usted esperaba cuando empecé mi historia. Yo tampoco lo esperaba. Pero los hechos son los hechos y, si se demuestra que uno se ha equivocado, hay que ser humilde y volver a empezar de nuevo. Yo sabía que el señor Sanders era un asesino en potencia y nunca ocurrió nada que destruyera esta opinión.
"Y ahora supongo que le gustará saber lo que ocurrió en realidad. La señora Sanders, como ya saben, pasó la tarde jugando al bridge con unos amigos, los Mortimer, a los que dejó a eso de las seis y cuarto. De la casa de sus amigos al balneario había un cuarto de hora paseando y algo menos a buen paso. Debió regresar a las seis y media. Nadie la vio entrar, de modo que debió hacerlo por la puerta lateral y subir directamente a su habitación. Allí se cambió (el traje chaqueta que llevaba para jugar al bridge estaba colgado en el armario) y se disponía a salir otra vez cuando la golpearon. Es muy posible que no llegara a enterarse de quién la golpeó. Tengo entendido que un calcetín relleno de arena es un arma eficiente. Eso hace pensar que su agresor debía estar escondido en la habitación, posiblemente en uno de los armarios, el que no abrió.
"Ahora pasemos a relatar los movimientos del señor Sanders. Salió, como ya he dicho, a eso de las cinco y media o un poco después. Realizó algunas compras en un par de tiendas y, cerca de las seis, entró en el Gran Hotel Spa, donde se reunió con dos amigos, los mismos que más tarde lo acompañaron al balneario. Estuvieron jugando al billar y deduzco que también bebieron bastante whisky. Esos dos hombres (se llamaban Hitchcock y Spender) estuvieron con él desde las seis en adelante. Vinieron caminando con él hasta el balneario y sólo se separó de ellos para venir a hablar conmigo y la señorita Trollope, y eso, como les dije, fue cerca de las siete menos cuarto, hora en que su esposa ya debía de estar muerta.
"Debo decirles que yo misma hablé con esos dos amigos y no me gustaron. No eran ni simpáticos ni caballeros, pero tuve la certeza de que decían absolutamente la verdad al declarar que Sanders había pasado todo el tiempo en su compañía.
"Luego se averiguó otra cosa. Al parecer, durante la partida de bridge, llamaron por teléfono a la señora Sanders. Un tal señor Littleworth deseaba hablar con ella. Pareció excitada y satisfecha por algo. Casualmente, cometió un par de errores importantes y se marchó antes de lo que esperaban.
"Le preguntaron al señor Sanders si sabía si aquel señor Littleworth era una de las amistades de su esposa, mas declaró que nunca había oído aquel nombre. Y a mí me pareció, por la actitud de su esposa, que ella tampoco debía saber gran cosa de aquel Littleworth. Sin embargo, volvió del teléfono sonriente y ruborizada, lo cual hace suponer que quienquiera que fuese no dio su verdadero nombre, y eso en sí parece sospechoso, ¿no creen?
"De todas formas, el problema quedaba planteado así: O bien era cierta la historia del ladrón, cosa improbable, o bien la teoría de que la señora Sanders se estaba preparando para ir a reunirse con alguien. ¿Ese alguien entró en su habitación por la escalera de incendios? ¿Hubo una pelea? ¿O la atacó a traición?"
La señorita Marple se detuvo.
-¿Y bien? -preguntó don Henry-. ¿Cuál es la solución?
-Me estaba preguntando si la habría adivinado alguno de ustedes.
-Nunca he sido buena adivina -contestó la señora Bantry-. Me parece una lástima que Sanders tuviera una coartada tan maravillosa. Pero si a usted le satisfizo, tenía que ser cierta.
Jane Helier hizo una pregunta moviendo su hermosa cabecita.
-¿Por qué estaba cerrada una puerta del armario?
-Qué inteligente es usted, querida -dijo la señorita Marple con el rostro resplandeciente-. Eso es lo que yo me pregunté, aunque la explicación era bien sencilla. En su interior había un par de zapatillas bordadas y unos pañuelos de bolsillo que la pobrecilla bordaba para su esposo como regalo de Navidad. Por eso estaba cerrado y la llave fue encontrada en su bolso.
-¡Oh! -dijo Jane Helier-. Entonces, al fin y al cabo, no tiene interés.
-¡Oh, claro que sí! -replicó la señorita Marple-. Es precisamente la única cosa interesante, lo que hizo fracasar los planes del asesino.
Todos miraron a la anciana.
-Yo no lo comprendí hasta al cabo de dos días -dijo la señorita Marple-. Le estuve dando vueltas y más vueltas, y de pronto lo vi todo claro. Fui a ver al inspector para pedirle que probara una cosa y lo hizo. Le pedí que le pusiera el sombrero a la pobre difunta, y no pudo, por supuesto. No le cabía. ¿Comprenden?, no era suyo.
La señora Bantry se sobresaltó.
-Pero, ¿no lo tenía puesto al principio?
-En su cabeza no.
La señorita Marple se detuvo un momento para dejar que sus palabras hicieran efecto, y luego continuó:
-Dimos por hecho que aquel cadáver era el de la pobre Gladys, pero no le miramos la cara. Recuerden que estaba boca abajo y el sombrero le tapaba completamente la cabeza.
-Pero, ¿fue asesinada?
-Sí, más tarde. En el momento en que nosotros avisábamos a la policía, Gladys Sanders estaba viva.
-¿Quiere decir que otra persona fingió ser la muerta? Pero sin duda cuando usted la tocó...
-Era un cadáver lo que yo toqué, desde luego -replicó la señorita Marple en tono grave.
-Pero válgame el cielo -dijo el coronel Bantry-, no es posible deshacerse de un cadáver con tanta facilidad. ¿Qué hicieron después con el primero?
-Lo devolvió -dijo la señorita Marple-. Fue una idea malvada, pero muy inteligente, y se la dieron las palabras que nos oyó decir en el salón. ¿Por qué no utilizar el cadáver de la pobre Mary, la doncella? Recuerden que la habitación de los Sanders estaba entre las de los criados. Y la de Mary estaba dos puertas más allá, y los de la funeraria no irían a recoger el cadáver hasta después de que anocheciera. Él contaba con ello. Se llevó el cadáver por el balcón (a las cinco era ya de noche) y lo vistió con un traje de su esposa y su abrigo encarnado. ¡Y entonces encontró cerrada con llave la puerta del armario donde su esposa guardaba los sombreros! Sólo podía hacer una cosa: coger uno de los sombreros de la doncella. Nadie habría de notarlo. Dejó el calcetín relleno de arena junto a ella y fue en busca de sus amigos para establecer su coartada.
"Telefoneó a su esposa dando el nombre de el señor Littleworth. Ignoro lo que le diría, ella era tan crédula, pero consiguió que abandonara su partida de bridge y regresara antes para encontrarse con él a las siete, junto a la escalera de incendios del balneario. Probablemente diciéndole que le reservaba una sorpresa.
"Regresó al balneario con sus amigos y se las arregló de modo que la señorita Trollope y yo descubriéramos el crimen con él. Incluso hizo ademán de querer dar la vuelta al cadáver ¡y yo lo detuve! Luego se avisó a la policía y él salió a lamentarse por los alrededores.
"Nadie le pidió que presentara una coartada después del crimen. Se reúne con su esposa, la hace subir por la escalera de incendios y entrar en su dormitorio. Tal vez le ha contado ya alguna historia para explicar la presencia del cadáver. Ella se inclina junto a él y Sanders la golpea con el calcetín relleno de arena. ¡Oh, Dios mío! ¡Todavía me estremezco! Y la chaqueta la cuelga en el armario y la viste con las ropas del otro cadáver.
"Pero el sombrero no le entra. La cabeza de Mary es pequeña y, en cambio, Gladys Sanders, como ya he dicho, llevaba un gran moño en la nuca. Por ello se ve obligado a dejarlo junto a ella con la esperanza de que nadie lo note. Luego vuelve a llevar el cuerpo de la pobre Mary a su habitación, donde la coloca de nuevo decorosamente."
-Parece increíble -dijo el doctor Lloyd-. Los riesgos que llegó a correr. La policía podía haber llegado demasiado pronto.
-Recuerde que la línea telefónica estaba averiada -replicó la señorita Marple-. Eso fue parte de su obra. No podía arriesgarse a que la policía se presentara demasiado pronto y, cuando llegaron, estuvieron un buen rato en el despacho del gerente antes de subir al dormitorio. Ésa era la parte más peligrosa de su plan: que alguien notara la diferencia entre un cuerpo que llevaba dos horas muerto y otro que sólo llevaba media hora. Pero confiaba en que las personas que habían descubierto el crimen no fueran expertas en la materia.
El doctor Lloyd asintió.
-Se supuso que el crimen había sido cometido a las siete menos cuarto poco más o menos. Y en realidad lo fue a las siete o pocos minutos después. Cuando el forense examinó el cadáver, debían ser cuanto menos las siete y media, y no podía precisarlo.
-Yo era la única que podía haberse dado cuenta -dijo la señorita Marple-. Cogí la mano de la muchacha y estaba fría como el hielo. ¡Poco después el inspector dijo que el crimen debía haberse cometido poco antes de nuestra llegada y yo no me di cuenta!
-Creo que se dio usted cuenta de muchas cosas, señorita Marple -replicó don Henry-. Ese caso ocurrió antes de que yo ocupara mi cargo. Ni siquiera recuerdo haberlo oído. ¿Qué ocurrió?
-Sanders fue ahorcado -explicó la señorita Marple-. Nunca me arrepentiré de haber ayudado a hacer justicia. No tengo esos escrúpulos humanitarios que rechazan la pena capital.
Su rostro se dulcificó.
-Pero me he reprochado a menudo amargamente no haber sabido salvar la vida de aquella pobre joven. ¿Pero quién hubiera escuchado a una pobre vieja? Vaya, vaya, ¿quién sabe? Tal vez fuera mejor para ella morir cuando era feliz que vivir luego desgraciada y desilusionada en un mundo que de pronto le hubiera parecido horrible. Ella amaba a aquel canalla y confiaba en él. Nunca llegó a descubrirlo.
-Bueno, entonces -dijo Jane Helier- todo terminó bien. Muy bien, quiero decir... -Se detuvo.
La señorita Marple miró a la hermosa y célebre Jane Helier y dijo asintiendo hacia ella amablemente:
-Comprendo, querida, comprendo.
FIN

La hierba mortal[Cuento. Texto completo]Agatha Christie
Ahora usted, señora B -dijo don Henry Clithering. La señora Bantry, su anfitriona, lo miró con aire de reproche.-Le he dicho muchas veces que no me gusta que me llame señora B. Es una falta de respeto.
-Scherezade, entonces...
-¡Y menos aún Sch... cómo se llame! Nunca fui capaz de contar una historia con propiedad. Pregúntele a Arthur si no me cree.
-Eres bastante buena relatando los hechos, Dolly -exclamó el coronel Bantry-, pero no sabes adornarlos.
-Eso es -respondió la señora Bantry, hojeando el catálogo de bulbos que tenía ante ella-. Les he estado escuchando a todos y no sé cómo lo hacen. "Él dijo, ella dijo, yo me pregunté, ellos pensaron, todos supieron..." Bueno, pues ¡yo no sé! Y además no tengo ninguna historia interesante que contar.
-No podemos creerlo, señora Bantry -dijo el doctor Lloyd meneando su cabeza de grises cabellos con incredulidad.
La anciana señorita Marple dijo con su dulce voz:
-Seguramente, querida...
La señora Bantry continuó insistiendo obstinadamente.
-Ustedes no saben lo monótona que es mi vida. Entre las dificultades del servicio, ir a la ciudad de compras, al dentista y a Ascot (lo que por cierto odia Arthur), y luego el jardín...
-¡Ah! -dijo el doctor Lloyd-. El jardín. Ya sabemos todos dónde tiene usted puesto su corazón, señora Bantry.
-Debe de ser muy bonito tener un jardín -dijo Jane Helier, la hermosa y joven actriz-. Es decir, cuando no hay que cavar y ensuciarse las manos. ¡Me gustan tanto las flores!
-El jardín -exclamó don Henry-. ¿No podríamos tomarlo como punto de partida? Vamos, señora. ¡El bulbo envenenado, los narcisos de la muerte, la hierba mortal!
-Es curioso que haya dicho eso -observó la señora Bantry-. Acabo de recordar una cosa. Arthur, ¿te acuerdas de aquel caso que se presentó ante el juzgado de Clodderham? Ya sabes. El del viejo don Ambrose Bercy. ¿Recuerdas que lo considerábamos un anciano cortés y encantador?
-Vaya, pues es verdad. Sí, fue un caso extraño. Adelante, Dolly.
-Sería mejor que lo contaras tú, querido.
-Tonterías, adelante. Eres muy capaz de dirigir tu propio barco. Yo ya he cumplido con mi parte.
La señora Bantry inhaló profundamente y, entrelazando las manos y con rostro angustiado, empezó a hablar muy deprisa.
-Bueno, en realidad no hay mucho que contar. La hierba mortal es lo que me lo ha hecho recordar, aunque yo lo llamo salvia y dedalera.
-¿Salvia y dedalera? -preguntó el doctor Lloyd.
La señora Bantry asintió.
-Así es como sucedió. Arthur y yo estábamos en casa de don Ambrose Bercy, en Clodderham Court, y un día, por error (un error que siempre consideré muy estúpido), cogieron un montón de hojas de dedalera entre la salvia. Aquella noche cenamos pato relleno con salvia y todos se sintieron mal, y una pobre muchacha, la pupila de don Ambrose, murió.
Se detuvo.
-Vaya, vaya -dijo la señorita Marple-, qué tragedia.
-¿Verdad?
-Bien -replicó don Henry-, ¿y qué pasó luego?
-Pues nada más -contestó la señora Bantry-, eso es todo.
Todos se quedaron sorprendidos. Aunque ya habían sido advertidos, no esperaban una brevedad semejante.
-Pero, mi querida señora -insistió don Henry-, tiene que haber algo más. Lo que usted acaba de contarnos es un caso trágico, pero no tiene nada de problema.
-Bueno, claro que hay algo más -dijo la señora Bantry-. Pero si se lo dijera, ya sabrían de qué se trata.
Y mirando desafiadoramente a los reunidos les dijo con sencillez:
-Ya les dije que yo no sabía adornar las cosas y convertirlas en una verdadera historia.
-¡Aja! -exclamó don Henry ajustándose las gafas-. ¿Sabe, Scherezade, que es muy ingenioso su modo de desafiar nuestro ingenio? No estoy seguro de que no lo haya hecho a propósito para estimular nuestra curiosidad. Propongo una ronda de preguntas. Señorita Marple, ¿quiere usted empezar?
-Me gustaría saber algo de la cocinera -dijo la señorita Marple-. Debía de ser una mujer muy tonta o muy inexperta.
-Era muy tonta -replicó la señora Bantry-. Después se lamentaba un montón y decía que le habían llevado las hojas como si fueran de salvia, ¿y cómo iba ella a saber que no lo eran?
-Cualquiera lo hubiera visto -dijo la señorita Marple.
-¿Probablemente era una mujer mayor y buena cocinera?
-Excelente -contestó la señora Bantry.
-Ahora le toca a usted, señorita Helier -dijo don Henry.
-¡Oh! ¿Se refiere a que me toca preguntar? -hubo una pausa mientras Jane reflexionaba y al fin dijo-: La verdad es que no sé qué preguntar.
Sus hermosos ojos miraron suplicantes a don Henry.
-¿Por qué no pregunta por los personajes del drama? -le sugirió con una sonrisa.
Jane seguía mirándolo desorientada.
-Que haga la presentación de los personajes por orden de aparición -continuó don Henry en tono amable.
-¡Ah, sí! -exclamó Jane-. Es una buena idea.
La señora Bantry empezó a contarlos con los dedos.
-Don Ambrose, Sylvia Keene (la joven que murió), una amiga suya que pasaba unos días allí llamada Maud Wye, una de esas muchachas morenas y feas que no sé cómo se las arreglan para resultar atractivas, nunca he sabido cómo lo consiguen. Luego un tal señor Curie, que había ido a discutir acerca de algunos libros con don Ambrose, libros raros con títulos en latín, todos ellos mohosos pergaminos. Jerry Lorimer, una especie de vecino. Su finca, Firlies, lindaba con la de don Ambrose. Y una tal señora Carpenter, una de esas gatas de mediana edad que siempre se las arreglan para instalarse cómodamente en cualquier parte. Supongo que en cierto modo hacía de dame de compagnie de Sylvia.
-Ahora me toca a mí -dijo don Henry-, puesto que estoy sentado junto a la señorita Helier. Y quiero saber muchas cosas. Quiero que nos haga una breve descripción, señora Bantry, de todos los personajes.
-¡Oh! -la señora Bantry vacilaba.
-Empiece por don Ambrose -continuó don Henry-. ¿Qué tal era?
-¡Oh! Era un anciano de aspecto distinguido y en realidad no muy viejo, supongo que no tendría más de sesenta años. Pero estaba muy delicado, tenía el corazón muy débil y no podía subir la escalera. Tuvieron que ponerle ascensor y por eso parecía mayor de lo que era en realidad. De modales refinados... cortés, sí, creo que ésa es la palabra que mejor lo definiría. Nunca se enfadaba o se mostraba molesto. Tenía unos hermosos cabellos blancos y una voz particularmente agradable.
-Bien -dijo don Henry-. Ya conozco a don Ambrose. Ahora pasemos a Sylvia. ¿Cómo dijo que se llamaba?
-Sylvia Keene. Era muy bonita, mucho. Rubia y con un cutis precioso. Tal vez no muy inteligente, mejor dicho, bastante estúpida.
-¡Oh, vamos, Dolly! -protestó su esposo.
-Es natural que Arthur no piense así -dijo la señora Bantry en tono seco-. Pero era estúpida. En realidad nunca decía nada que valiera la pena escuchar.
-Era una de las criaturas más agraciadas que he visto nunca -dijo el coronel Bantry acaloradamente-. Si la hubiesen visto jugando al tenis: encantadora, realmente encantadora. Y rebosaba simpatía. Era divertidísima y muy bonita. Apuesto a que todos los jóvenes pensaban así.
-Ahí es donde te equivocas -dijo la señora Bantry-. Las jóvenes así no tienen encanto para los muchachos de hoy en día. Sólo a los viejos chapados a la antigua como tú, Arthur, les gustan las chicas jóvenes.
-Ser joven no lo es todo -intervino Jane-. Hay que tener C.S.
-¿Qué es C.S.? -quiso saber exactamente la señorita Marple.
-Carisma sexual -replicó Jane.
-¡Ah, sí! -dijo la señorita Marple-. Lo que en mis tiempos se llamaba "encanto".
-No es mala descripción -comentó don Henry-. Creo haber entendido que ha descrito usted a la dama de compañía como una gata, señora Bantry.
-No me refería a una gata, sino a algo muy distinto -exclamó la señora Bantry-. Adelaida Carpenter era una persona muy dulce.
-¿Qué edad tendría?
-¡Oh! Yo diría que unos cuarenta años. Llevaba algún tiempo en la casa, creo que desde que Sylvia tenía once años. Era una persona de mucho tacto. Una de esas viudas que quedan en una situación económica delicada, con muchos parientes aristócratas, pero sin dinero. A mí no me gustaba mucho, pues nunca me han gustado las personas de manos blancas y largas, ni tampoco los gatos.
-¿Y el señor Curie?
-¡Oh! Era uno de esos ancianos encorvados. Hay tantos como él, que apenas se distinguen unos de otros. Demostraba gran entusiasmo cuando se hablaba de sus librejos, pero ninguno por otras cosas. No creo que don Ambrose lo conociera muy bien.
-¿Y Jerry, el vecino?
-Era un muchacho realmente encantador y estaba prometido a Sylvia. Por eso fue tan triste.
-Quisiera saber... -empezó a decir la señorita Marple, y luego se calló.
-¿Qué?
-Nada, querida.
Don Henry contempló a la anciana con curiosidad y al cabo dijo pensativo:
-De modo que esa joven pareja estaba prometida. ¿Hacía mucho tiempo que eran novios?
-Cosa de un año. Don Ambrose se había opuesto a su noviazgo pretextando que Sylvia era demasiado joven. Pero tras un año de relaciones se prometieron y la boda debía haberse celebrado muy pronto.
-¡Ah! ¿Tenía alguna propiedad esa joven?
-Casi nada, sólo unas cien o doscientas libras al año.
-Ahí no hay gato encerrado, Clithering -dijo el coronel Bantry riendo.
-Ahora le toca preguntar al doctor -dijo don Henry-. Yo me reservo por ahora.
-Mi curiosidad es principalmente profesional -dijo el doctor Lloyd-. Quisiera saber el informe médico que se presentó en la encuesta oficial, es decir, si nuestra anfitriona lo recuerda o lo sabe.
-Creo que lo recuerdo, más o menos -replicó la señora Bantry-. Dijeron que la muerte fue debida a envenenamiento por digitalina. ¿Lo digo bien?
El doctor Lloyd asintió.
-El principio activo de la dedalera, la digitalina, actúa sobre el corazón. Por cierto, que es una droga muy valiosa para ciertas afecciones cardíacas. Es un caso muy curioso. Nunca hubiera pensado que tomar una infusión de hojas de dedalera pudiera resultar fatal. Se han exagerado mucho los daños producidos por comer hojas venenosas y bayas. Muy pocas personas comprenden que el principio vital o alcaloide ha de ser extraído con mucho cuidado y elaboración.
-La señora McArthur envió el otro día unos bulbos especiales a la señora Toomie -explicó la señorita Marple-. La cocinera los tomó por cebollas y, al comerlos, toda la familia se puso enferma.
-Pero no murió nadie -dijo convencido el doctor Lloyd
-No, no se murió nadie -admitió la señorita Marple.
-Una amiga mía murió envenenada por alimentos en mal estado -dijo Jane Helier.
-Debemos continuar con nuestro crimen -intervino don Henry.
-¿Crimen? -exclamó Jane sobresaltada-. Creía que se trataba de un accidente.
-Si fuera un accidente -respondió don Henry en tono amable-, no creo que la señora Bantry nos hubiera contado esta historia. No, por lo que deduzco, fue accidente sólo en apariencia, detrás se escondía algo más siniestro. Recuerdo un caso: varios invitados a una fiesta charlaban después de cenar. Las paredes estaban adornadas con toda clase de armas antiguas. Bromeando, uno de los reunidos cogió una vieja pistola y apuntó a otro simulando disparar. La pistola estaba cargada, se disparó y mató al otro hombre. Tuvimos que averiguar primero quién había preparado secretamente la pistola y, segundo, quién había dirigido la conversación para obtener el resultado final, pues el hombre que había disparado el arma era completamente inocente.
"Me parece que en este caso se nos presenta el mismo problema. Esas hojas de dedalera fueron mezcladas deliberadamente con las de salvia sabiendo cuál sería el resultado. Puesto que descartamos a la cocinera... la descartamos, ¿verdad...?, la pregunta es: '¿Quién cogió las hojas y las llevó a la cocina?'."
-Eso es fácil de responder -dijo la señora Bantry-. Por lo menos la última parte de la pregunta. Fue la propia Sylvia quien las llevó a la cocina. Formaba parte de sus ocupaciones diarias recoger la ensalada, las hierbas, los manojos de zanahorias, todas esas cosas que los jardineros nunca escogen bien. No les gusta coger nada tierno, esperan hasta que maduran demasiado. Sylvia y la señora Carpenter solían ir a buscarlas ellas mismas, y había una mata de dedalera entre las de salvia en una esquina y por ello la equivocación era bastante natural.
-Pero ¿las cogió la propia Sylvia?
-Eso nadie lo sabe, se dio por supuesto.
-Las suposiciones son siempre muy peligrosas -comentó don Henry.
-Pero sé que no fue la señora Carpenter -replicó la señora Bantry-, porque dio la casualidad de que estuvo toda la mañana paseando conmigo por la terraza. Salimos después de desayunar. Hacía un día extraordinariamente cálido y espléndido para estar tan a principios de primavera. Sylvia bajó sola al jardín, pero más tarde la vi paseando del brazo de Maud Wye.
-De modo que eran grandes amigas, ¿verdad? -preguntó la señorita Marple.
-Sí -contestó la señora Bantry y pareció querer añadir algo más, pero no lo hizo.
-¿Llevaba muchos días en la casa? -quiso saber la señorita Marple.
-Unos quince días -dijo la señora Bantry con voz preocupada.
-¿No le gustaba la señorita Wye? -insinuó don Henry.
-Sí, eso es lo malo, que sí.
La preocupación de su voz se trocó en disgusto.
-Usted nos oculta algo, señora Bantry -dijo don Henry en tono acusador.
-Sí, hace un momento también yo he querido preguntarle algo -dijo la señorita Marple-, pero he preferido callar.
-¿El qué?
-Cuando usted dijo que esa joven pareja se había prometido y que por eso resultaba tan triste. Su voz no me sonó del todo convencida cuando lo dijo, no sé si me comprende.
-Qué temible es usted -replicó la señora Bantry-. Parece que siempre sabe las cosas. Sí, pensaba en algo, pero en realidad no sé si debo decirlo o no.
-Tiene que decirlo, déjese de escrúpulos de una vez -intervino don Henry.
-Bien, pues era sólo esto -continuó la señora Bantry-. Una noche, precisamente la anterior a la tragedia, salí a la terraza antes de cenar. La ventana del salón estaba abierta y por casualidad vi a Jerry Lorimer y a Maud Wye. Él... bueno, la estaba besando. Claro que yo ignoraba si se trataba de un flirteo sin importancia, o si... bueno, quiero decir que nunca se sabe. Yo sabía que a don Ambrose nunca le había gustado Jerry Lorimer, tal vez porque sabía que era de ese estilo. Pero de una cosa estoy segura: esa chica, Maud Wye, estaba realmente interesada por él. Sólo había que ver cómo lo miraba cuando no se creía observada. Y, además, hacían mejor pareja que él y Sylvia.
-Voy a hacerle rápidamente una pregunta antes de que se me adelante la señorita Marple -dijo don Henry-. Quiero saber si, después de la tragedia, Jerry Lorimer se casó con Maud Wye.
-Sí -dijo la señora Bantry-, seis meses después.
-¡Oh! Scherezade, Scherezade -dijo don Henry-. ¡Y pensar en cómo nos presentó su historia al principio! Nos dio los huesos pelados y hay que ver la carne que vamos encontrando ahora en ellos.
-No hable usted así, no sea tan macabro -dijo la señora Bantry-. Y no emplee la palabra carne. Los vegetarianos siempre lo hacen. Dicen "yo nunca como carne" de un modo que le quitan a uno las ganas de comerse la chuleta que tiene delante. El señor Curie era vegetariano y solía desayunar una especie de mejunje parecido al salvado. Los ancianos encorvados que llevan barba suelen tener muchas manías y llevan ropa interior muy particular.
-¿Qué sabes tú de la ropa interior que llevaba el señor Curie? -preguntó su marido.
-Nada -replicó la señora Bantry muy digna-. Sólo lo imagino.
-Voy a rectificar mi declaración -dijo don Henry-. Debo reconocer que los personajes de este drama son muy interesantes. Empiezo a conocerlos a todos. ¿Verdad, señorita Marple?
-La naturaleza humana es siempre interesante, don Henry. Y es curioso ver cómo cierto tipo de personas tiende a actuar siempre del mismo modo.
-Dos mujeres y un hombre -dijo don Henry-. El eterno triángulo. ¿Es ésa la base de nuestro problema? Yo creo que sí.
El doctor Lloyd se aclaró la garganta.
-He estado pensando -empezó con bastante dificultad-. ¿Dice usted, señora Bantry, que usted también se sintió indispuesta?
-¡Por supuesto! ¡Y Arthur! ¡Y todos!
-Eso es, todos -dijo el médico-. ¿Comprenden lo que quiero decir? En la historia que don Henry acaba de contarnos, un hombre disparó contra otro, pero no contra todos los que se encontraban reunidos en la habitación.
-No comprendo -replicó Jane-. ¿Quién disparó contra quién?
-Lo que quiero decir es que quienquiera que planease el crimen lo hizo de un modo muy particular. O bien con una fe ciega en la casualidad o con un desprecio absoluto de la vida humana. Apenas puedo creer que exista un hombre capaz de envenenar deliberadamente a ocho personas con el objeto de suprimir a una de ellas.
-Ya veo por dónde va -dijo don Henry pensativo-. Confieso que debiera haber pensado en esto.
-¿Y no pudo haberse envenenado él también? -preguntó Jane.
-¿Faltó alguien a la mesa aquella noche? -quiso saber la señorita Marple.
La señora Bantry meneó la cabeza.
-Excepto el señor Lorimer, supongo, querida. Él no vivía en la casa, ¿no es cierto?
-No, pero aquella noche cenaba con nosotros -respondió la señora Bantry.
-¡Oh! -exclamó la señorita Marple-. Eso cambia mucho las cosas.
Y agregó frunciendo el entrecejo y como para sus adentros:
-He sido una tonta.
-Confieso que sus palabras me han desconcertado, Lloyd -dijo don Henry-. ¿Cómo asegurarse de que la muchacha y sólo ella tomase la dosis fatal?
-No era posible -replicó el doctor-. Eso nos plantea otra cuestión. Supongamos que la joven no fuera la víctima pretendida.
-¿Qué?
-En todos los casos de envenenamiento por vía oral el resultado es muy incierto. Varias personas se sirven del mismo plato, ¿y qué ocurre? Una o dos enferman ligeramente, otras dos, digamos, de gravedad, y otra fallece. Así es como ocurre siempre, no es posible tener plena seguridad. Pero hay casos en los que puede intervenir otro factor. La digitalina es una droga que afecta directamente al corazón, y como les he dicho se receta en ciertos casos. Ahora bien, en la casa había una persona que sufría del corazón. Supongamos que fuese la víctima escogida. Lo que no sería fatal para el resto, lo iba a ser para él, o eso es lo que pudo suponer el asesino. Que todo resultara distinto es sólo una prueba de lo que acabo de decirles: la incertidumbre y relatividad de los efectos de las drogas en los seres humanos.
-¿Cree usted que la víctima tenía que haber sido don Ambrose? -preguntó don Henry.
-Sí, sí, y la muerte de la joven fue un error.
-¿Quién heredó su dinero después de su muerte? -preguntó Jane.
-Una pregunta muy sensata, señorita Helier. Una de las primeras que hacía siempre en mi antigua profesión -dijo don Henry.
-Don Ambrose tenía un hijo -replicó lentamente la señora Bantry-. Se había peleado con él durante muchos años anteriormente. Creo que era muy rebelde. No obstante, no estaba en manos de don Ambrose poder desheredarlo ya que Clodderham Court pasaba de padres a hijos. Martin Bercy heredó el título y la hacienda. Sin embargo, don Ambrose tenía bastantes propiedades más que podía dejar a quien quisiera y que dejó a su pupila Sylvia. Sé que don Ambrose falleció al cabo de medio año de haber sucedido lo que les estoy contando y no se tomó la molestia de hacer nuevo testamento después de la muerte de Sylvia. Creo que el dinero pasó a la Corona, o tal vez a su hijo como pariente más cercano, no lo recuerdo exactamente.
-De modo que los únicos que podían realmente beneficiarse de la muerte de don Ambrose eran un hijo que no estaba allí y la muchacha que falleció -resumió don Henry, pensativo-. No resulta muy prometedor.
-¿La otra mujer no heredó nada? -preguntó Jane-. Ésa que la señora Bantry califica de "gata".
-En el testamento no constaba su nombre -dijo la señora Bantry.
-Señorita Marple, no nos escucha usted -le dijo don Henry-, parece estar muy lejos.
-Estaba pensando en el anciano señor Badger, el farmacéutico -contestó la aludida-. Tenía un ama de llaves muy joven, lo suficiente no sólo para ser su hija, sino para ser su nieta. No dijo una palabra a nadie, y su familia y un montón de sobrinos abrigaban la esperanza de heredarlo. Y cuando falleció, ¿quieren ustedes creerlo?, llevaba dos años casado con ella en secreto. Claro que el señor Badger era farmacéutico y también un hombre muy rudo y vulgar, y don Ambrose Bercy un caballero muy fino, según dice la señora Bantry, pero en conjunto la naturaleza humana es la misma en todas partes.
Hubo una pausa, durante la cual don Henry miró fijamente a la señorita Marple, quien no apartó sus ojos azules e inteligentes hasta que Jane Helier rompió el silencio con una pregunta.
-¿La señora Carpenter era bien parecida? -preguntó.
-Sí, pero sencilla, nada llamativa.
-Tenía una voz muy agradable -dijo el coronel Bantry.
-Ronroneante, así es como yo la llamo -intervino la señora Bantry-. ¡Ronroneante!
-A ti también van a llamarte "gata" cualquier día de estos, Dolly.
-Me gusta serlo en mi casa -replicó ella-. De todas formas, ya sabes que no me gustan mucho las mujeres. Sólo los hombres y las flores.
-Un gusto excelente -exclamó don Henry-. Especialmente por haber nombrado a los hombres en primer lugar.
-Eso fue por delicadeza -respondió la señora Bantry-. Bueno, ¿qué me dicen de mi problemita? Me parece que he jugado limpio, Arthur. ¿No crees que he jugado muy limpio?
-Sí, querida. Pero no creo que haya una investigación sobre la limpieza de la carrera por los comisarios del Jockey Club.
-Usted primero -dijo la señora Bantry señalando a don Henry.
-Tal vez me extienda excesivamente en mis deducciones, ya que no tengo ninguna seguridad en este caso. Primero consideremos a don Ambrose. No creo que empleara un método tan original para suicidarse, y por otro lado no ganaba nada con la muerte de su pupila. Descartado don Ambrose. Ahora el señor Curie. No tenía motivos para matar a la joven. De haber sido don Ambrose su presunta víctima, posiblemente hubiera robado un par de manuscritos raros que nadie hubiera echado de menos. Es una teoría muy cogida por los pelos y poco probable. De modo que considero que, a pesar de las sospechas de la señora Bantry en cuanto a su ropa interior, el señor Curie queda eliminado. La señorita Wye. ¿Motivos para matar a don Ambrose? Ninguno. ¿Motivos para matar a Sylvia? Poderosos. Ella quería al prometido de Sylvia con locura, según dice la señora Bantry. Aquella mañana estuvo en el jardín con Sylvia, de modo que tuvo oportunidad de coger las hojas. No, no podemos descartar a la señorita Wye así como así y tampoco al joven Lorimer. Existen motivos en ambos casos. Si se deshace de su novia puede casarse con la otra. No obstante, me parece excesivo asesinarla. ¿Qué significa hoy en día la ruptura de un compromiso? Si muere don Ambrose, se casará con una mujer rica en vez de con una pobre. Eso puede tener importancia o no, depende de su situación económica. Si descubro que sus propiedades estaban hipotecadas y la señora Bantry nos ha ocultado deliberadamente este detalle, no habrá sido juego limpio. Ahora la señora Carpenter. Sospecho de la señora Carpenter. Esas manos tan blancas y su magnífica coartada en el momento en que fueron cogidas las hojas. Siempre desconfío de las coartadas. Y tengo otra razón para sospechar de ella, que me reservo. No obstante, a grosso modo, si tuviera que acusar a alguien sería a la señorita Maud Wye ya que tenemos más pruebas contra ella que contra nadie.
-Ahora usted -dijo la señora Bantry señalando al doctor Lloyd.
-Creo que se equivoca usted, Clithering, al aferrarse a la teoría de que la muerte de la joven fuese intencionada. Estoy convencido de que el asesino intentaba deshacerse de don Ambrose. No creo que el joven Lorimer tuviera los conocimientos necesarios y me siento inclinado a creer que la culpa fue de la señora Carpenter. Llevaba mucho tiempo en la casa, conocía el estado de salud de don Ambrose y pudo disponer con facilidad que esa joven Sylvia (que usted misma dice que era bastante estúpida) cogiera las hojas adecuadas. Confieso que no veo qué motivos pudo tener, pero me aventuro a suponer que, en otro tiempo, don Ambrose hizo un testamento en que era mencionada. Es lo mejor que se me ocurre.
La señora Bantry pasó a señalar a Jane Helier.
-Yo no sé qué decir -dijo Jane-, excepto esto: ¿Por qué no pudo haberlo hecho la propia muchacha? Después de todo, ella llevó las hojas a la cocina. Y usted dice que don Ambrose se había opuesto al noviazgo. Al morir él, conseguiría el dinero para poder casarse en seguida. Debía conocer el estado de salud de don Ambrose tan bien como la señora Carpenter.
El índice de la señora Bantry señaló a la señorita Marple.
-Ahora usted, la profesora -le dijo.
-Don Henry lo ha expresado todo claramente, muy claramente -dijo la señorita Marple-. Y el doctor Lloyd también tuvo razón en lo que dijo. Entre los dos lo han dejado todo bien claro. Sólo que no creo que el doctor Lloyd haya comprendido lo que implica algo que él mismo ha dicho. Veamos, al no ser el médico habitual de don Ambrose, no podía saber exactamente qué clase de afección cardiaca padecía, ¿no les parece?
-No acabo de comprender lo que quiere usted decir, señorita Marple -dijo el doctor Lloyd.
-Usted supone que don Ambrose tenía un corazón al que le afectaría la digitalina, pero no hay nada que lo pruebe. Pudo ser todo lo contrario.
-¿Lo contrario?
-Sí, usted dijo que a menudo se receta digitalina para ciertas afecciones del corazón.
-Aunque así sea, señorita Marple, no veo adónde quiere usted ir a parar.
-Pues significaría que podía tener digitalina en su poder con toda naturalidad, sin dar explicaciones. Lo que trato de decir (siempre me expreso tan mal), es esto: Supongamos que usted deseara envenenar a alguien con una dosis mortal de digitalina. ¿No sería lo más sencillo y el medio más fácil procurar que todos sufrieran un envenenamiento producido por hojas de dedalera, que contienen digitalina? No sería fatal para ninguno de los otros, pero nadie se sorprendería de que hubiera una víctima ya que, como ha dicho el doctor Lloyd, estas cosas son muy imprecisas. Nadie se molestaría en averiguar si la joven había tomado ya previamente una dosis fatal de digitalina. Pudo ponérsela en un combinado, en el café o incluso hacérselo beber simplemente como un tónico.
-¿Quiere usted decir que don Ambrose envenenó a su pupila, la encantadora joven a la que tanto apreciaba?
-Exactamente -replicó la señorita Marple-. Igual que el señor Badge y su joven ama de llaves. No me digan que es absurdo que un hombre de sesenta años se enamore de una joven de veinte. Sucede cada día, y me atrevo a decir que un autócrata como don Ambrose pudo tomárselo muy a pecho. Esas cosas a veces se convierten en una obsesión. No podía soportar la idea de verla casada. Hizo cuanto pudo por evitarlo y fracasó. Sus celos crecieron de tal modo que prefirió matarla antes de dejar que se casara con el joven Lorimer. Debía haberlo planeado bastante antes, ya que las semillas de dedalera tuvieron que ser sembradas entre la salvia. Cuando llegó la ocasión, él mismo las cogió y envió a Sylvia con ellas a la cocina. Es horrible pensarlo, pero supongo que debemos juzgarle con toda la benevolencia que podamos. Los hombres de edad son algunas veces muy suyos en lo que se refiere a las chicas jovencitas. Nuestro último organista... pero no hablemos más de los escándalos.
-Señora Bantry -preguntó don Henry-. ¿Fue así?
La señora Bantry asintió.
-Sí, yo no tenía la menor idea, nunca pensé que pudiera tratarse de otra cosa más que de un accidente. Luego, después de la muerte de don Ambrose, recibí una carta. Había dejado instrucciones para que me fuera enviada y en ella me contaba la verdad. No sé por qué, pero él y yo siempre nos habíamos llevado muy bien.
Durante el momentáneo silencio percibió una crítica callada y se apresuró a agregar:
-Ustedes creen que estoy traicionando una confidencia, pero no es así. He cambiado todos los nombres. En realidad, no se llamaba don Ambrose Bercy. ¿No se dieron cuenta de la extrañeza con que me miró Arthur cuando dije el nombre por primera vez? Al principio no me entendía. Lo he cambiado todo. Como dicen en las revistas y al principio de las novelas: "Todos los personajes que aparecen en esta historia son puramente imaginarios". Nunca sabrán ustedes quiénes fueron en realidad.
FIN



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