Por qué no podemos vivir sin teleseries brasileñas
Son adictivas y han marcado a generaciones. Desde "Roque Santeiro" hasta "El clon". El Hollywood de Sudamérica está en Río de Janeiro y fala portugués. El director Herval Abreu, hijo del brasileño Herval Rossano -el hombre tras "La esclava Isaura"-, entrega aquí pistas para entender por qué Brasil hace las mejores telenovelas del mundo y hoy son productos de exportación.
¿Cuál es el secreto para que esta industria se haya convertido en un producto de exportación de Brasil?
-O Globo es una casa productora que hace telenovelas con una mentalidad completamente distinta al resto de Latinoamérica. Ellos realizan verdaderas películas. Una teleserie como "Terra Nostra" (1999) es una producción gigante. Me da una envidia enorme la forma en que trabajan. Me pasó durante muchos años viendo a mi padre.
No se trata solamente de un asunto de plata. Es también talento y el tipo de profesionales que trabajan ahí. Una vez vi a mi papá pararse en una locación cuando estaba grabando "Doña Beija" (1986). Se paró en un lugar y dijo: "Está bonito, el ángulo correcto sería mostrar ese paisaje, pero lo voy a evitar porque el caqui llegó a Brasil en tal año y es imposible que estuviera de este tamaño". ¿Quién se va a dar cuenta de ese detalle?, le preguntaron. "Yo me voy a dar cuenta", contestó.
-"La esclava Isaura" (1976) que dirigió tu padre es una de las teleseries más traducidas. ¿Crees que marcó un antes y un después del género?
-A nivel internacional, sí. Abrió las puertas del mundo entero para TV O Globo, porque penetró en países que no acostumbraban a ver telenovelas. Fidel Castro, en uno de sus discursos, dijo que "los americanos si nos quisieran invadir, es cosa de que vinieran a la hora en que están dando 'La esclava Isaura' y nos pillarían a todos por sorpresa, porque estaríamos todos viéndola". Es una historia que ha cruzado distintas generaciones. La versión del 76 en Chile se dio por lo menos cuatro veces.
-¿Por qué el auge de las teleseries comienza en Brasil en la década del 60?
-En esa época se transmitió una telenovela que tocó por primera vez el tema de los hombres, "Beto Rockefeller" (1968). Es una teleserie que cambió el curso de las telenovelas en Brasil porque conquistó al público masculino. Fue cuando se dejó de hacer teleseries mexicanizadas. Ésta era una historia más cercana con el público, el protagonista no era un galán, sino que un hombre de clase media.
-¿Por qué tienen éxito en públicos tan distintos, desde el mercado chileno hasta el chino?
-Porque Brasil es un país atractivo. Los brasileros tienen una personalidad magnética. Río de Janeiro es el lugar más lindo del mundo para vivir. Es un lugar bello, donde pongas una cámara siempre vas a tener un escenario bonito. El resto de las telenovelas que se producen a nivel internacional -México, Venezuela- están muy marcadas por el lado rosa. Chile tal vez es el único país que trata de parecerse a los brasileños, y de hacer un tipo de producciones que hablen de otros temas. Ellos hacen telenovelas sobre la vida de las personas. Y la vida va mucho más allá del amor.
-En términos de producción, ¿cómo es hacer una teleserie en Brasil?
-Cuando tienes la oportunidad de visitar los estudios de Projac en Río, el centro de producción de dramaturgia de O Globo, ellos te dicen que es una fábrica de sueños. Es un lugar donde hay ciudades completas que reflejan el Río de Janeiro actual y al lado tienes una ciudad del siglo XVIII, o una ciudad de los años 40. Recuerdo una vez que estaban haciendo una teleserie sobre el fin del mundo. Había una ciudad escenográfica completa hecha con ríos, con casas, con calles, con plazas y prepararon todo un sistema de efectos especiales para inundarla. Hicieron descender un mar por las calles de esa ciudad en pocos minutos. El trabajo que ellos hacen es precioso.
Son adictivas y han marcado a generaciones. Desde "Roque Santeiro" hasta "El clon". El Hollywood de Sudamérica está en Río de Janeiro y fala portugués. El director Herval Abreu, hijo del brasileño Herval Rossano -el hombre tras "La esclava Isaura"-, entrega aquí pistas para entender por qué Brasil hace las mejores telenovelas del mundo y hoy son productos de exportación.
¿Cuál es el secreto para que esta industria se haya convertido en un producto de exportación de Brasil?
-O Globo es una casa productora que hace telenovelas con una mentalidad completamente distinta al resto de Latinoamérica. Ellos realizan verdaderas películas. Una teleserie como "Terra Nostra" (1999) es una producción gigante. Me da una envidia enorme la forma en que trabajan. Me pasó durante muchos años viendo a mi padre.
No se trata solamente de un asunto de plata. Es también talento y el tipo de profesionales que trabajan ahí. Una vez vi a mi papá pararse en una locación cuando estaba grabando "Doña Beija" (1986). Se paró en un lugar y dijo: "Está bonito, el ángulo correcto sería mostrar ese paisaje, pero lo voy a evitar porque el caqui llegó a Brasil en tal año y es imposible que estuviera de este tamaño". ¿Quién se va a dar cuenta de ese detalle?, le preguntaron. "Yo me voy a dar cuenta", contestó.
-"La esclava Isaura" (1976) que dirigió tu padre es una de las teleseries más traducidas. ¿Crees que marcó un antes y un después del género?
-A nivel internacional, sí. Abrió las puertas del mundo entero para TV O Globo, porque penetró en países que no acostumbraban a ver telenovelas. Fidel Castro, en uno de sus discursos, dijo que "los americanos si nos quisieran invadir, es cosa de que vinieran a la hora en que están dando 'La esclava Isaura' y nos pillarían a todos por sorpresa, porque estaríamos todos viéndola". Es una historia que ha cruzado distintas generaciones. La versión del 76 en Chile se dio por lo menos cuatro veces.
-¿Por qué el auge de las teleseries comienza en Brasil en la década del 60?
-En esa época se transmitió una telenovela que tocó por primera vez el tema de los hombres, "Beto Rockefeller" (1968). Es una teleserie que cambió el curso de las telenovelas en Brasil porque conquistó al público masculino. Fue cuando se dejó de hacer teleseries mexicanizadas. Ésta era una historia más cercana con el público, el protagonista no era un galán, sino que un hombre de clase media.
-¿Por qué tienen éxito en públicos tan distintos, desde el mercado chileno hasta el chino?
-Porque Brasil es un país atractivo. Los brasileros tienen una personalidad magnética. Río de Janeiro es el lugar más lindo del mundo para vivir. Es un lugar bello, donde pongas una cámara siempre vas a tener un escenario bonito. El resto de las telenovelas que se producen a nivel internacional -México, Venezuela- están muy marcadas por el lado rosa. Chile tal vez es el único país que trata de parecerse a los brasileños, y de hacer un tipo de producciones que hablen de otros temas. Ellos hacen telenovelas sobre la vida de las personas. Y la vida va mucho más allá del amor.
-En términos de producción, ¿cómo es hacer una teleserie en Brasil?
-Cuando tienes la oportunidad de visitar los estudios de Projac en Río, el centro de producción de dramaturgia de O Globo, ellos te dicen que es una fábrica de sueños. Es un lugar donde hay ciudades completas que reflejan el Río de Janeiro actual y al lado tienes una ciudad del siglo XVIII, o una ciudad de los años 40. Recuerdo una vez que estaban haciendo una teleserie sobre el fin del mundo. Había una ciudad escenográfica completa hecha con ríos, con casas, con calles, con plazas y prepararon todo un sistema de efectos especiales para inundarla. Hicieron descender un mar por las calles de esa ciudad en pocos minutos. El trabajo que ellos hacen es precioso.
Martha Gellhorn: La reportera de batalla
Ninguna de las guerras que estallaron en sus ochenta y nueve años de existencia le fueron ajenas. Conflictos pequeños o masivos, cortos o prolongados, originados por la disputa de un pedazo de tierra o por el control del poder, entre nacionales o contra la invasión extranjera; no había una sola tragedia humana que le fuera ajena. Por eso se hizo periodista.
Ernest Hemingway y Martha Gellhorn
No nació reportera ni se lo había propuesto. De hecho, el escritor inglés Nicholas Shakespeare, quien fue su amigo en los últimos años de su vida, recordó en un revelador apunte biográfico que publicó en 1998 en la revista “Granta” (ella falleció el 15 de febrero de ese año) que antes de que apareciera un artículo con su nombre y apellido fue protagonista de un escándalo en París cuando la prensa informó que vivía abiertamente un romance impropio con Bertrand de Juvenel, quien era el hijastro y amante de la escritora Colette. Eran principios de los 30, Paris era una fiesta, y ella, rubia y enérgica, tenía algo más de veinte años y había llegado por primera vez a Europa con 75 dólares en la cartera, en busca de un tema para su novela. Porque ella deseaba ser escritora y nunca periodista. Su época y sus impulsos la convirtieron en reportera, una de las más grandes de todos los tiempos.
Nació en Missouri, Estados Unidos, en 1908, y su padre fue un migrante prusiano que amaba viajar como un condenado; su madre, Edna Fischel, fue una indómita mujer que participó activamente en un movimiento que luchó por el derecho de la mujer al voto. Libertad y rebeldía heredó de ambos esta mujer que sólo soñaba con dedicarse totalmente a la literatura y nunca al periodismo, cuando en 1936, en un bar de Key West, Florida, conoció al escritor cuyo nombre comenzaba a resonar debido a libros como “Fiesta”, “Adiós a las armas” y “Las verdes colinas de África”. Ernest Hemingway la deslumbró diciéndole que en España había estallado una guerra civil y que él iría como “corresponsal antiguerra”, como cronista de los guerreros del lado que según él representaban la justicia y la libertad: Los republicanos. A ella le fascinó la definición “corresponsal antiguerra” y aceptó al año siguiente viajar con él a Madrid, y vivieron juntos en el mismo hotel. Po si acaso se había conseguido un papel que decía que colaboraba en la revista “Collier’s”, pero la verdad es que le aterraba la idea de ser testigo de tanta violencia, sobre todo entre connacionales. Así empezaba cuando una bomba estalló en el hotel y tuvo que salir a ver lo que sucedía.
Martha Gellhorn
Ese fue el principio de una portentosa carrera de sesenta años que la condujo a los escenarios de conflicto más diversos; y así como pudo observar la sofisticación progresiva de los armamentos, la modernización de las estrategias bélicas y la aparición de diversas formas de confrontación de famélicos pueblos contra grandes potencias, también mantuvo durante toda su vida una vigorosa campaña antibélica. La más notable de las corresponsales de guerra del mundo era una consumada pacifista que nunca declinó su permanente denuncia contra quienes inventaban batallas para engrosar sus cuentas bancarias. La más devastadora epidemia de la que todavía no se desprende la humanidad, decía ella, no era ni la corrupción ni la droga sino la venta de armas. Y lo decía con la certeza de quien había sido testigo de los peores enfrentamientos, como una periodista a quien le importaba más el sufrimiento de la gente que los cubileteos diplomáticos para alargar las guerras o la eficacia de las tácticas bélicas con tecnología de punta. Ella prefería escribir sobre la lucha por la vida, y no sobre las victorias de la muerte.
En eso se diferenciaba de Hemingway, a quien le fascinaba jugarse la vida y adoraba los conflictos armados, pero sobre todo ser protagonista de los mismos. Sus crónicas de la guerra civil en España son relatos en los que el centro de la atención suele ser él, mientras que ella, quien también había visto lo mismo que él, prefería que los combatientes y la gente relatasen las penurias de los días de fuego. Sin embargo, a pesar de ser conscientes de que tarde o temprano sus discrepancias terminarían por erosionar y terminar con su relación, después que ella viajó a Finlandia para presenciar la invasión nazi a ese pacífico país, se trasladaron juntos a China para relatar la guerra de liberación dirigida por Chiang Kai-Chek contra la invasión japonesa. Y después de casarse el 21 de noviembre de 1940, estuvieron en los diversos frentes aliados en Europa que combatían al enemigo común alemán. Cuando el 25 de agosto de 1944 Hemingway celebraba la liberación de París en el Hotel Ritz, el matrimonio había naufragado y cada uno estaba por su lado como escritores y periodistas. Es más, entonces el novelista se había enamorado de otra persona con la que se casaría por cuarta vez, Mary Welsh.
La tercera mujer del autor de “Por quién doblan las campanas” – a quien le dedicó el libro – jamás hablo públicamente de la vida que compartió con él, sencillamente porque creía que no era importante. En Notingh Ever Happens to the Brave, que biógrafo Carl Rollyson escribió sobre ella, el autor reconoce que la reportera jamás acepto una entrevista con él, porque consideraba que todo lo que se quería saber de su existencia estaban en sus artículos. “Detesto las biografías por que solo se interesan en tus amantes y tus excentricidades”, le dijo ella a Rollyson: “se decidió mantener los detalles de mi vida intima en la oscuridad”. No obstante, el autor llego a la conclusión de que Hemingway fue el más grande error de su vida, llego a comentarle a Nicholas Shakespeare algunos aspectos reveladores de los años que compartió con Hemingway. “Me propuso matrimonio con tanta vehemencia que si no aceptaba me asesinaba en al acto”. Relato la reportera de guerra. “Era una inevitable atracción de opuestos. Cuando había decidido matarlo, de pronto aparecería con una enorme e irresistible sonrisa. Al enterarse mi madre de que me había casado con él, me dijo: “cómo pudiste hacerlo, Martha. Tú eres feliz. No podrán vivir juntos”. Tuvo razón. Mi madre fue a la única persona de mi familia a quien él quiso, hasta que un día Ernest le envió el manuscrito original de “El viejo y el mar” y ella se devolvió dulcemente diciéndole: “Gracias, pero ya tengo el libro”. El nunca más le dirigió la palabra. Era un egoísta y borracho. Jamás se atrevía a contestar el teléfono. Cuando escribía no existía el mundo para él. Era chocante para las mujeres, pero no era muy atractivo en la intimidad. El sexo para él era una necesidad, como las vitaminas. Al terminar mi novela ‘Liana’ me dijo que ‘estaba bien para una chica’, pero a mi madre le había escrito: ‘Es lo mejor que he leído hasta ahora’. La verdad es que me limitó en mi trabajo. No quería que fuera al frente de combate. Ya no podíamos seguir juntos. Cuando lo deje y le pedí el divorcio, al poco tiempo la noticia apareció en la revista ‘Time’. Yo lo único que quería era recuperar mi apellido y dejar de ser la mujer de Hemingway”.
“¿Qué sintió cuando se entero de que se suicido con un disparo en la boca?”, le pregunto Nicholas Shakespeare.
“Nada”, fue su única respuesta.
Ella era así, de carácter bronco y decidido. En Hemingway: The Final Years, el quinto tomo de la monumental biografía escrita por Michael Reynols, reconoce que fue ella la única mujer que mantuvo a raya al novelista norteamericano fanfarrón y desconsiderado: “Toda su vida él forzó a sus esposas a que le pidan el divorcio para no sentirse culpable del rompimiento. Con Martha los roles fueron al revés. Cuando él regreso a la casa, su esposa ya no estaba y supo de ella solo cuando le reclamo el divorcio. Por eso jamás le perdonaría la vergüenza que le hizo pasar”. Así fue como la reportera siguió las incidencias del final de la Segunda Guerra Mundial sin su marido, de quien no supo que se había matado. Ella no había abandonado su carrera; por el contrario, se dedicó de lleno a los más importantes conflictos de la postguerra, como la división de Corea, el levantamiento popular en Java contra los colonistas holandeses y la guerra de independencia israelí frente a las Naciones Árabes en Oriente Medio, sin contar el juicio a los jerarcas nazis en Nüremberg. “Los pueblos no exigen nunca guerra, como prueba el hecho de que ningún pueblo cree haber iniciado una”, escribió a principio de los años sesenta. Entonces había decidido dedicarse solo a sus novelas y dejar el periodismo, pero el más pavoroso de los conflictos en los últimos cincuenta años la devolvió al campo de batalla: Vietnam.
…La curiosidad, creo, no tiene límites, se acaba con la muerte. Aunque he perdido hace tiempo la cándida fe en que el periodismosea la luz que ilumina los recovecos de la vida, todavía creo que es mucho mejor que la total oscuridad.…”
“He escrito ficción porque era lo que deseaba hacer, y me he dedicado al periodismo por curiosidad”, asi justifico su viaje a la península de Indochina. “La curiosidad, creo, no tiene límites, se acaba con la muerte. Aunque he perdido hace tiempo la cándida fe en que el periodismo sea la luz que ilumina los recovecos de la vida, todavía creo que es mucho mejor que la total oscuridad. Alguien tiene que hacernos llegar las noticias, ya que no podemos saber todo por nosotros mismos. Yo no quería saber nada de las nuevas estrategias militares, ni ver otra vez como hombres jóvenes se mataban unos a otros por orden de sus vetustos superiores. Decidí ir a Vietnam porque tenía que saber por mí misma, ya que no lo podía saber por nadie: qué le ocurría a aquel pueblo sin voz de Vietnam”.
En una de sus más memorables crónicas concluyó de la siguiente manera un texto sobre la intervención norteamericana que acabo de modo catastrófica y humillante: “La guerra de Vietnam no es en absoluto un problema exclusivamente americano; es un problema de todos. Y puede ser nuestra última oportunidad para entender que ya no podemos permitirnos ni siquiera las guerras pequeñas. Puede que finalmente hayamos llegado al momento de la verdad y debamos decidir que ha quedado obsoleto, si la guerra o la especie humanan”. No era una fanática que agitaba a las masas con una pluma flamígera. Era una observadora pertinaz, y con la seguridad de haber estado en el terreno de los hechos, se forjaba una opinión. De allí que incluso criticaba a sus colegas: “Son crueles los reportajes sobre la guerra que parecen la descripción de un partido de futbol entre un equipo de héroes y otro de villanos, en el que el marcador reflejase el ‘número de cadáveres’ y el ‘porcentaje de muertos’”. Por su objetividad y vehemencia, su fervor incalculable para las víctimas, sus reportajes fueron incluidos en Reporting Vietnam, la más reciente y famosa colección de artículos de periodistas norteamericanos sobre la guerra que un hambriento y pobre ejercito gano a la más poderosa escuadra militar del mundo.
Estuvo en el Medio Oriente para la guerra de los Seis, en Nicaragua cuando los “contras” financiados por la CIA intentaron derrocar a los sandinistas, en El Salvador en los días de la salvaje represión militar con los auspicios de la Casa Blanca, en la invasión norteamericana de Panamá para derrocar al ex socio incomodo Manuel Antonio Noriega. Tenía más de ochenta años y mantuvo al tope el entusiasmo y la indignación contra la guerra, como cualquier otro muchacho que recién empieza a reportear conflictos. En uno de los últimos prefacios que escribió para su colección El rostro de la guerra, hizo un recuerdo de su existencia: “Después de una vida observando la guerra, considero que ésta es una enfermedad humana endémica, y que los gobiernos son sus portadores”, se explico: Escribí muy deprisa, como tenía que hacerlo; y siempre temía olvidar el sonido, el olor, las palabras, los gestos exactos que eran propios de ese momento y ese lugar. Pero la cualidad de estos artículos es que son de verdad, cuentan lo que vi. Puede que recuerden a otros, como me recuerdan a mí, el rostro de la guerra.
Nicholas Shakespeare – el escritor inglés que vivió en Lima y cuya novela The Dancer Upstairs (El bailarín del piso de arriba) se inspira en la captura de Abimael Guzman -, cuenta que ella odiaba que no le creyeran alguna de las historias que escribía. No soportaba que se dudase de su testimonio y experiencia. “Yo no puedo inventar”, solía expresar: Aunque no podía fumar, viajar, leer o beber, ella estaba al tanto de las noticias. “la conocí cuando estaba investigando el caso de los niños de la calle Brasil”, recordó Shakespeare: “Tenia 87 años y estaba fascinada con su trabajo de periodista como una adolescente”. Antes de morir instruyo a la hija que adoptó, Sandy, que cremaran sus restos y arrojaran sus cenizas al Támesis “para continuar viajando”. Ella era Martha Gellhorn. Y bien pudo llamarse Coraje.
Fuente: La República — Angel Páez
Martha Gellhorn
ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
Buscando un tema para hablar de los cincuenta años de la muerte de Hemingway me volví a acordar de Martha Gellhorn, su tercera esposa.
En realidad la periodista y escritora no lo necesitaba porque desde hacía rato era considerada la corresponsal de guerra más brillante del siglo XX. Una presencia constante la suya en frentes de batalla a partir de la contienda civil española, y una calidad literaria en sus crónicas sustentada no solo por una prosa limpia, directa, sin sombra de esos adjetivos que tanto malogran el género, sino también por reflexiones morales que le hicieron cargar tintas contra los presidentes Nixon y Johnson, durante la guerra de Vietnam, que cubrió bajo las balas.
A veces la tacharon de "izquierdista", pero cuando hizo falta puso en primera línea los errores de la izquierda.
Aunque no era bonita en la concepción clásica, impresionaba la presencia física de Martha Gellhorn, sonriente, escrutando con sus ojos verdes la avidez por saber de su interlocutor. Era entonces una septuagenaria en aquella noche en Granma, pero poseía el encanto de los muchos misterios¼ a los que me gustaría acercarme en una entrevista ––le dije poniendo mi mejor cara.NO PICÓ EL ANZUELOElla no daba entrevistas ––se disculpó, y la aseveración la fui comprobando a lo largo de los años–– porque todo cuanto tendría que decir estaba en sus escritos, ampliamente recogidos en libros.
Palabras más o menos similares reproduciría años después su biógrafo, Call Rolly, al decir que Martha jamás habló públicamente de Hemingway, "sencillamente porque creía que no era importante". Y reconoció el autor que para la confección del libro, nunca aceptó una entrevista, además de hacerle ver que detestaba las biografías, "porque solo se interesaban en tus amantes y tus excentricidades".
Pero quedó claro para el biógrafo Call Rolly que aunque la Gellhorn se empeñaba en mantener en las sombras su relación íntima con Hemingway, consideraba el matrimonio de cuatro años con él como el error más grande su vida.
Viendo aquella noche de los años ochenta a Martha Gellhorn no pude menos que imaginármela en 1936, rubia, alta, conociendo a los 28 años de edad al ya aplaudido autor de Fiesta y Adiós a las armas en un bar de Key West, impresionándolo con su disposición de aspirante a escritora, ¡no periodista!, dispuesta a ir a cualquier parte con tal de tomarle el pulso a la vida.
Él le inventó una credencial y se la llevó a España. Ella misma ha confesado que dejaba transcurrir los días en un hotel de Madrid sin hacer nada, hasta que una tarde estalló una bomba en las afueras y al precipitarse al exterior y preguntar lo ocurrido (el clásico qué de cualquier inicio periodístico) redactó su primera crónica.
"Solo Martha fue capaz de mantener a raya a Hemingway en sus posturas machistas", escribió Michael Reynols en la monumental Hemingway, el final de los años, una obra de cinco tomos en la que cuenta que Martha Gellhorn, libre e independiente, fue la única mujer en dejársela en la mano al escritor, "quien solo supo de ella cuando reclamó el divorcio".
Seis décadas se mantuvo Martha cubriendo los más diversos frentes de combate (con una destacada labor durante la Segunda Guerra Mundial) y hasta los ochenta años se le pudo ver con una disposición envidiable saltando entre los cinco continentes, hasta que murió en 1998, a los 89 años de edad.
Habría que leerla en extenso para comprobar la calidad de su prosa, su sensibilidad y convencimientos morales.
"La curiosidad ––escribió––, creo, no tiene límites, se acaba con la muerte. Aunque he perdido hace tiempo la cándida fe en que el periodismo sea la luz que ilumina los recovecos de la vida, todavía creo que es mucho mejor que la total oscuridad."
Martha Gellhorn
ROLANDO PÉREZ BETANCOURT
Buscando un tema para hablar de los cincuenta años de la muerte de Hemingway me volví a acordar de Martha Gellhorn, su tercera esposa.
HEMINGWAY Y MARTHA.
La conocí en la redacción deGranma, allá en los años ochenta, después de regresar ella de Nicaragua y El Salvador, donde la CIA se había hecho presente en la lucha que libraban ambos pueblos. Me la presentó Marta Rojas y al hacerlo se las arregló para hacerme entender, en elegante clave, que a la Gellhorn no le gustaba hablar de su antiguo esposo, ni tampoco que la identificaran con él.En realidad la periodista y escritora no lo necesitaba porque desde hacía rato era considerada la corresponsal de guerra más brillante del siglo XX. Una presencia constante la suya en frentes de batalla a partir de la contienda civil española, y una calidad literaria en sus crónicas sustentada no solo por una prosa limpia, directa, sin sombra de esos adjetivos que tanto malogran el género, sino también por reflexiones morales que le hicieron cargar tintas contra los presidentes Nixon y Johnson, durante la guerra de Vietnam, que cubrió bajo las balas.
A veces la tacharon de "izquierdista", pero cuando hizo falta puso en primera línea los errores de la izquierda.
Aunque no era bonita en la concepción clásica, impresionaba la presencia física de Martha Gellhorn, sonriente, escrutando con sus ojos verdes la avidez por saber de su interlocutor. Era entonces una septuagenaria en aquella noche en Granma, pero poseía el encanto de los muchos misterios¼ a los que me gustaría acercarme en una entrevista ––le dije poniendo mi mejor cara.NO PICÓ EL ANZUELOElla no daba entrevistas ––se disculpó, y la aseveración la fui comprobando a lo largo de los años–– porque todo cuanto tendría que decir estaba en sus escritos, ampliamente recogidos en libros.
Palabras más o menos similares reproduciría años después su biógrafo, Call Rolly, al decir que Martha jamás habló públicamente de Hemingway, "sencillamente porque creía que no era importante". Y reconoció el autor que para la confección del libro, nunca aceptó una entrevista, además de hacerle ver que detestaba las biografías, "porque solo se interesaban en tus amantes y tus excentricidades".
Pero quedó claro para el biógrafo Call Rolly que aunque la Gellhorn se empeñaba en mantener en las sombras su relación íntima con Hemingway, consideraba el matrimonio de cuatro años con él como el error más grande su vida.
Viendo aquella noche de los años ochenta a Martha Gellhorn no pude menos que imaginármela en 1936, rubia, alta, conociendo a los 28 años de edad al ya aplaudido autor de Fiesta y Adiós a las armas en un bar de Key West, impresionándolo con su disposición de aspirante a escritora, ¡no periodista!, dispuesta a ir a cualquier parte con tal de tomarle el pulso a la vida.
Él le inventó una credencial y se la llevó a España. Ella misma ha confesado que dejaba transcurrir los días en un hotel de Madrid sin hacer nada, hasta que una tarde estalló una bomba en las afueras y al precipitarse al exterior y preguntar lo ocurrido (el clásico qué de cualquier inicio periodístico) redactó su primera crónica.
"Solo Martha fue capaz de mantener a raya a Hemingway en sus posturas machistas", escribió Michael Reynols en la monumental Hemingway, el final de los años, una obra de cinco tomos en la que cuenta que Martha Gellhorn, libre e independiente, fue la única mujer en dejársela en la mano al escritor, "quien solo supo de ella cuando reclamó el divorcio".
Seis décadas se mantuvo Martha cubriendo los más diversos frentes de combate (con una destacada labor durante la Segunda Guerra Mundial) y hasta los ochenta años se le pudo ver con una disposición envidiable saltando entre los cinco continentes, hasta que murió en 1998, a los 89 años de edad.
Habría que leerla en extenso para comprobar la calidad de su prosa, su sensibilidad y convencimientos morales.
"La curiosidad ––escribió––, creo, no tiene límites, se acaba con la muerte. Aunque he perdido hace tiempo la cándida fe en que el periodismo sea la luz que ilumina los recovecos de la vida, todavía creo que es mucho mejor que la total oscuridad."
En cuanto a la muerte por suicidio de Hemingway, del que ahora se cumplen cincuenta años, asegura su gran amigo Nicholas Shakespeare que al preguntarle qué había sentido tras conocer la noticia, "nada" fue la única respuesta de Martha Gellhorn.
No hay comentarios:
Publicar un comentario